Una negra tentación: sobre la providencia de ser minero
El salario es la negra tentación que conmina a cientos de hombres a arriesgar la vida dentro de un socavón. Crónica sobre la rutina, dentro y fuera de la tierra, de quienes extraen carbón en la cuenca del Sinifaná, en el Suroeste de Antioquia.
Por Natalia Avendaño Giraldo
Fotos de Daniela Sánchez
Esa fila de negros que cavan (…), ésos que llenan con las palas los zurrones aquellos, que se los echan al hombro, unos que van jadeantes, otros que vuelven descansados, le parecen algo así como banda de brujos simpáticos y bondadosos. ¡Pobres negritos! (…) ¡Cómo les brillaba al sol el pellejo trasudado!
Tomás Carrasquilla en La marquesa de Yolombo
“Oro negro” le llama al producto de su trabajo Colita, un joven minero que desde hace cinco años busca fortuna raspando las entrañas de la tierra. Busca carbón entre las tinieblas porque sobre el subsuelo la realidad es más oscura.
Su oro es una roca sedimentaria formada probablemente hace más de 300 millones de años. No es un recurso renovable, pero renueva sus esperanzas de salir adelante y apoyar a su familia.
A Colita el cura lo bautizó hace 28 años con el nombre de Julián Gaviria, pero los hermanos con los que renace todos los días, cuando sale vivo de la mina, le dieron el remoquete por el que se le localiza más fácilmente.
Un sueldo que puede oscilar entre los 200 mil y 300 mil pesos semanales, con el que disfruta de la vida los sábados en la noche y los domingos en la tarde, son el aliciente para introducirse el resto de la semana en los peligros y la rutina subterránea del socavón.
Como él, miles de hombres en este país que ha optado por montarse en “la locomotora minera” aceptan de buen ánimo el sino de lo que para muchos equivaldría a descender diariamente hacia un infierno oscuro, caluroso y mortal.
Ascendiendo cuesta abajo
Aún no amanece y cientos de hombres se apilan por diversos grupos en torno a las fauces de la tierra en las miles de minas abiertas, legales e “ilegales” del municipio de Amagá, en la región del Suroeste Antioqueño.
Estos hombres, entre los 18 y los 50 años de edad, se equipan con botas, casco, linternas, picas y palas, mientras sueltan pequeños chascarrillos para bajar las tensiones. Esperan la inspección reglamentaria con la que el encargado de la seguridad determina si el peligro –siempre latente– se encuentra en un rango “razonable”.
Amagá es la puerta del Suroeste. Plantado en un estrecho valle de la cordillera Central, este pueblo vive de la explotación carbonífera desde hace más de cien años.
De allí salió el combustible que alimentó el Ferrocarril de Antioquia desde su construcción y las primeras maquinarias de la industrialización antioqueña. Incluso hoy, aunque ya no es empleado en las cocinas de los hogares, sigue nutriendo a industrias textiles, cementeras y metalmecánicas de la región.
Hojas, maderas, cortezas y esporas que se acumularon hace cientos de miles de años en zonas pantanosas de la cuenca del Sinifaná quedaron cubiertos de agua, protegidos del aire que los destruiría.
Comenzaron así una lenta transformación por la acción de bacterias y un progresivo enriquecimiento en carbono que los convirtió, ya en nuestros tiempos, en el mineral que es el primer renglón de la economía amagaseña, el cual genera alrededor de 3.000 empleos directos y otros miles indirectos en esa localidad.
Como una negra tentación, el sueldo de minero, muy superior al del agricultor y el comerciante, rezaga cualquier otra actividad, cualquier otra riqueza potencial de la tierra.
“Las demás actividades económicas en Amagá implican generalmente una vida más llena de privaciones. En el municipio también se cultivaba caña, plátano y café, pero por la relación costo–beneficio esto se fue dejando de lado. También se trata de una cuestión cultural”, explica Alejandro Uribe, director de Gestión Ambiental y Minera de la Alcaldía de Amagá.
Eso lo dice este funcionario al ser interrogado sobre una posible inclinación de los habitantes a valorar más el dinero que la salud y la vida.
Las ventajas del socavón
“Uno sabe que si entra a la mina puede que no salga vivo, pero ¿qué da más platica que esto? Yo he trabajado en otras cosas, en empresas, en construcción, pero siempre tiene uno que resignarse al salario mínimo o menos que eso”.
“Llevo apenas dos años en esta mina y ya me quiero quedar aquí. El pago es bueno y estoy bien con los patrones”, afirma Héctor, un joven minero de 21 años que trabaja en la mina Nechí No. 2 y que aprovecha de buen ánimo la entrevista para descansar un momento y secarse el sudor del rostro.
Esta mina de más de 700 metros de profundidad se ubica en un pequeño corregimiento que lleva el acertado nombre de Poblado de Minas. Las condiciones de esa explotación, aunque duras, ciertamente son mejores que las ofrecidas por muchas otras en el sector.
Luego de encomendarse a la Virgen del Carmen, a la que le erigieron un pequeño altar sobre la entrada de la mina, aferrados a una cuerda que permanece húmeda y pantanosa, los hombres descienden ágilmente hasta el primer nivel del socavón. Adentro se mueven como peces en el agua.
Un timbre alerta a los “malacateros” para que dejen rodar el carro, dos timbrazos para que lo detengan. Son los encargados de operar el malacate, máquina que contiene enrollado un cable de acero usada para arrastrar las cargas por un pequeño riel y extraerlas de la mina.
El sonido de los rieles, de las picas y las palas dirigen la rutina de estos hombres cuyos torsos desnudos y sudorosos brillan a la luz de las linternas de batería.
Un espacio amenazante
Las galerías subyacentes de la tierra están llenas de misterio. El clima varía conforme se avanza en la oscuridad de la mina. Un bochorno vaporoso por la proximidad de un área incendiada puede preceder a la humedad helada de las rocas más adelante. Y una estrecha madriguera por donde hay que pasar agachado puede ser el camino hacia una amplia cámara de dos metros de alto.
Para recorrerla hay que pasar por corredores inundados, zonas inestables, cableados amenazantes. El rito es autómata: picar, cargar, traer y llevar los carros, activar y desactivar los malacates. Las horas pasan inadvertidas y lo que ocurre durante el día en el exterior es también un misterio hasta la hora de salida.
“Uno no sabe si está lloviendo o haciendo sol. Después de pasar todo el día acá, a la salida le pueden decir a uno que se le murió el papá”, comenta Jaime Toro, también trabajador de Nechí No. 2, quien ha tenido que esperar el final de su jornada laboral para enterarse de asuntos importantes. Hace pocos meses enterró a su cuñado después de morir bajo una peña desprendida en la misma mina.
“Las jornadas aquí son de 6 a.m. a 4 p.m. y de 4 p.m. a 1 a.m.”, informa el encargado, al que todos llaman Palomo: “Yo me ocupo de supervisar que los muchachos cumplan con todas las medidas de seguridad, que porten toda la dotación y cumplan con los protocolos. También monitoreo los niveles de metano dentro de la mina”.
Pese a las precauciones, en este trabajo el riesgo es constante, como admite Palomo: “Las tragedias siempre pueden estar a la vuelta de la esquina. A mí me han tocado varias”.
De pozos, cuevas, dragones y otros peligros
Las condiciones mínimas de seguridad para trabajar en una mina son claras y se encuentran consignadas en la Ley 685 de 2001 o Código de Minas, en el Decreto 1335 de 1987 o Reglamento de Seguridad en las Labores Subterráneas, y en el Decreto 035 de 1994 sobre medidas de prevención y seguridad en las labores mineras.
“Considerada una actividad de alto riesgo, la minería debe ser producto de los esfuerzos conjuntos y coordinados del empresariado minero, sus trabajadores, el sector académico e investigativo, las administradoras de riesgos profesionales y la institucionalidad pública, con el fin de prevenir efectivamente la ocurrencia de accidentes incapacitantes y de accidentes con fatalidades, en el trabajador minero”.
Lo anterior es lo que expresa Hernán José Sierra, ingeniero de minas, en un texto que analiza la política de seguridad minera del Ministerio de Minas y Energía.
Pero estos esfuerzos conjuntos, estas exigencias de seguridad, son en efecto mínimas en comparación con los innumerables riesgos que acechan al minero en el socavón.
Una mínima chispa del martillo puede hacer explotar una bolsa de grisú. Conocido por los químicos como metano (CH4), y por los mineros como “dragón”. Un combustible altamente inflamable que no debe encontrarse nunca entre el 5% y el 14% de expansión dentro de una mina. Pues genera aterradoras bolas de fuego que pueden arrasar con lo que esté a su paso y, en el peor de los casos, puede encontrar el camino hacia algún depósito de pólvora.
Otro gas peligroso, el HO, acecha suspendido a medio metro del piso y cuando se acumula puede llevarse en silencio a quienes lo aspiran, como un fantasma que adormece y arrastra el alma al otro mundo.
El cableado eléctrico dentro de las minas, especialmente las informales, es también un peligro latente.
Muchos mineros han muerto electrocutados al apoyarse en el lugar equivocado o al tratar de cambiar un bombillo.
El carbón, como el eficiente combustible que es, puede incendiarse espontáneamente. En la distribución porcentual del riesgo minero, este factor ocupa el 33%.
Además de esto se lucha constantemente por controlar las inundaciones, derrumbes y accidentes tecnomecánicos por el estado de los equipos.
“Cuando pasa una calamidad de esas uno se asusta mucho y no tiene ganas de volver a entrar, al otro día se hace de tripas corazón”, comenta Héctor.
La gurrera
Se entiende la razón de su nombre en cuanto se ve salir al primer hombre gateando, casi arrastrándose por una madriguera de unas pocas cuartas de altura.
Como un hábil armadillo, blindado contra las pequeñas piedras que le caen encima mientras se desplaza, Carlos Cano se abre paso solo –porque solo él cabe- en la aún incipiente “gurrera” que le ha encomendado su patrón.
Su área de trabajo tiene sin duda un aspecto más informal, más azaroso. Su indumentaria y equipo son mucho más modestos. No tiene detectores de gases, no tiene casco, no tiene prestaciones sociales de ley. El cableado eléctrico está remendado con cinta negra y se sumerge entre el pantano que dejó la lluvia de la tarde. Pero Carlos tiene un aire de experticia de suficiencia para sacar adelante este recorrido subterráneo solo o acompañado por su perro mestizo.
Parece ser de esos hombres callados que disfrutan de su propia compañía, expresiones aplomadas denotan su grado de compromiso con el oficio que desempeña. Sin duda ha pasado ya una jornada de más de ocho horas y le esperan otras cuantas.
Las condiciones en una “gurrera” son mucho más extremas, más peligrosas, más solitarias, más perseguidas por las autoridades; pero es justo este el tipo de mina que más hay en Amagá
Las pequeñas vetas trabajadas por entre uno y cinco mineros que, al igual que Carlos, destacan la búsqueda del sustento para su familia como la principal razón de peso para desafiar la suerte.
Carlos nació allí, en tierra de mineros, cuando las condiciones eran incluso más atroces. Desde pequeño se acostumbró a ver hombres con la piel tiznada y, la ropa roída; las manos llenas de llagas y los días contados.
Su tío, su padre, su hermano, le enseñaron lo que sabe sobre esta ciencia. “Mi papá me decía que si uno tiene miedo, llama la desgracia. Yo amo la mina, es lo que más me gusta hacer y voy a sacar a mis hijos adelante gracias a ella”.
Hoy, Colombia ocupa el primer lugar como productor de carbón en América Latina y el décimo en el mundo. Lo que otrora fue trabajo de esclavos y de reos, hoy es la apuesta del Gobierno Nacional por la “prosperidad”, a costa de recursos naturales, vidas y dignidades.
Más allá de esto es también la elección personal de miles de hombres con tizne en la ropa, llagas en las manos, artrosis en la columna y miedo en la entrañas… pero con dinero en los bolsillos.