Una cárcel amañadora
Por Valeria Medina Arango
vmedinaa@eafit.edu.co
Al caminar desprevenido por este pasaje nadie se imagina que detrás de esa pequeña puerta enrejada con humedad en sus paredes hay una cárcel. Solo lo saben los verdaderos envigadeños. Una cárcel que se camufla entre cantinas, panaderías y edificios no muy altos.
8 de mayo, un martes como cualquier otro, debía madrugar para poder que me dejaran entrar a la cárcel, obviamente debía ir con mi papá; el que tiene la rosca. Mientras guardaba su moto en el sótano de la Alcaldía, lo esperé en ese pasaje. Hacía frío, las nubes aún cubrían el cielo y el sol no se asomaba ni por un huequito.
Me senté en un murito dándole la espalda a una casa vieja e imponente con un jardín lleno de palmeras, flores y arbustos. El balcón de la fachada tiene seis columnas de ladrillo y está rodeada de ventanas en el primer y segundo pisos. Su color gris verdoso resalta en toda la cuadra. Concejo Municipal es el nombre que lleva grabado debajo del balcón, con unas letras ya un poco oxidadas.
Estaba exactamente a una cuadrada del parque de Envigado, era temprano, 8:30 a.m. A pesar de la hora, los locales estaban abiertos. Los viejitos estaban sentados tomando tinto. Ahí se les va el día, hable que hable. Mientras que las señoras empezaban a tirarles arroces a las palomas que revolotean encima de la gente.
Tenía susto, nunca había entrado a una cárcel, no sabía con qué me iba a encontrar. Pero me imaginaba lo peor, tenía en mi cabeza las imágenes de esas cárceles horribles y estrictas que muestran en las películas. Después de unos siete minutos llegó mi papá corriendo con su carnet de empleado de la Alcaldía colgando de su cuello.
Pensé que para poder ingresar a la cárcel había que entrar a la Alcaldía de Envigado; un edificio de unos cinco pisos que está al lado de esa casa. Pero me equivoqué. La entrada se encontraba al costado izquierdo de esa casa vieja. Era parte de esta.
Bajamos dos escaleras en piedrilla hasta llegar a una puerta no muy grande con rejas, toda su pared era negra, llena de humedad con un poquito de musgo. En toda la mitad de la parte de arriba de la puerta había una cámara, como de esas que hay en los centros comerciales.
Cuando llegamos no había nadie en la entrada.
–¡Chispas! –gritó mi papá.
–Quiubo, Guille, ¿qué más hermano? –contestó Chispas, mientras se dirigía a la puerta con unas llaves.
–Vengó para donde el jefe –dijo mi papá.
Abrió la puerta y subimos por unas escaleras que había al lado de la entrada. Caminamos hasta llegar a una oficina. Un señor no muy viejo nos esperaba sentado en su escritorio. Descargué mi morral y me senté para contarle al señor lo que tenía que hacer en la cárcel. Solo tenía que entrar y mirar.
Le pregunté si podía entrar con mi papá, porque me daba miedo ir sola y me dijo que sí. Pero había un problema. En el momento no había personal, no tenía guardas que me acompañaran a dar el recorrido, ya que la mayoría acababa de salir con un recluso para un juicio.
Hizo unas llamadas y nos dijo que había un guardia que nos iba a mostrar todo. Antes de salir de su oficina, un poco oscura, me explicó que esta era una cárcel muy relajada, que no me preocupara, que no me iba a pasar nada, pero que había presos que no les gustaba que les tomaran fotos.
Bajamos las escaleras. El guardia nos esperaba en la parte de abajo, su uniforme era sencillo. Una camisa blanca de botones con el logo grabado de “Envigado, vivir mejor” y unos pantalones color beige. El señor fue muy amable.
Pasamos por un corredor estrecho, hasta llegar a un patio pequeño, como el de las casas viejas, allí había dos sillas Rimax blancas. Ese es el lugar donde los presos tienen las visitas y se reúnen con los abogados. Frente al patio hay un salón con poca luz, con una pared llena de armarios. Mi mirada ahí mismo se fue para un letrero que había en la pared, que decía: “guardias”.
Al lado, vi un cuadro de una virgen, creo que era la virgen de Fátima. Tuve curiosidad, así que bajé dos escaleras para adentrarme en ese pasillo, nadie me detuvo. En el fondo había un pequeño cuartillo con una máquina de café rodeada de lockers.
Ya era el momento de entrar, el guardia abrió de un jalón la puerta blanca que había en el patio. Primero entró mi papá, él era mi protector. Lo que vi no se me pareció a una cárcel, era como una casa vieja. Junto a la puerta había dos reclusos, uno estaba motilando al otro. Uno de ellos saludó a mi papá y le pidió 3.000 para la motilada.
Mi papá tenía varios conocidos allá, todo el mundo se conoce en Envigado y más a mi papá por trabajar con el municipio. Él trata de ayudarles a todos en la cárcel, pero siempre le piden plata, entonces por eso no le gusta visitarlos con mucha frecuencia.
Yo no sabía para dónde coger, esperé a que el guardia me dijera a dónde ir. Subí unas escaleras que había al lado de donde están los pelados, ahí era la enfermería. Un cuarto casi vacío, lleno de carpetas acumuladas. Un escritorio pequeño con un computador de mesa encima de él, detrás, una repisa blanca llena de medicamentos y con varias estatuillas de diferentes vírgenes.
No veía gente, no sabía dónde estaban los reclusos. Llegamos de nuevo a la entrada, justo al frente había un pasillo y en fondo se veía lo que podía ser un patio, de ahí venía mucha bulla. Pero primero fuimos a las celdas.
Estantes con libros, mesas y un televisor grande estaban en el salón por el que pasamos antes de entrar a las celdas. Columnas llenas de mándalas decoraban el lugar.
No había muchas celdas, estaban vacías y algunas estaban tapadas con telas verdes. Camas, colchones con sábanas coloridas, televisores pequeños, toallas, ventiladores, crocs tirados y crucifijos eran algunos de los objetos que podía ver desde afuera.
Me pareció raro que afuera de cada celda había un balde café vacío, un poco oxidados por dentro. Pero preferí no preguntar.
Una entrada oscura, estrecha y llena de rebujo llevaba al calabozo, me dio mucho miedo, así que miré desde afuera. Cerca había una reja, recordé que cuando era pequeña y mi papá me llevaba al trabajo, entrábamos por el sótano y se veía una puerta blanca, él me decía que esa era la cárcel y yo no me lograba imaginar cómo podía haber una cárcel ahí.
El guardia nos contó que a veces tenían que sacar algunos reclusos para trasladarlos por esa puerta, porque si los sacaban por la principal los mataban, así que esa era como una puerta secreta.
Después de un rato subimos unas escaleras súper empinadas para llegar al taller. Allí los reclusos pintan, hacen carpintería, etc. Es un salón pequeño, pero había mucha gente, no tenía ni por dónde pasar, así que solo me asomé. Todos se quedaron mirándome, pero nadie dijo nada.
–¡Guilleee! –gritó un preso que estaba en el taller, mientras bajamos las escaleras.
Mi papá se quedó un rato hablando con él y le dio 20 mil pesos.
En el fondo del pasillo se escuchaban dados caer y voces hablando. Junto al primer patio había una mujer hablando con un hombre. Es una cárcel mixta, en el momento solo había dos reclusas y el resto eran hombres, 112 en total. En una semana entran por lo menos seis personas.
Un patio que refleja frialdad. Lleno de ropa colgando, recortes de maderas, mesas y sillas. Una máquina para hacer ejercicio estaba en toda la mitad, solo miré desde la reja, unos leían, otros hablaban, y algunos jugaban parqués o veían televisión.
Canastas amontadas con verduras estaban entre los dos patios. En la mitad, la cocineta y el caspete. Cuando llegamos a la cocina estaban haciendo el almuerzo. Ahí estaba Alirio, un amigo de mi papá de toda la vida, llevaba tres meses encerrado por un error. Toda la vida fue un lavador de carros en la terminal de Envigado, pero ahora trabaja de cocinero en la cárcel.
Ahí no solo hacen la comida para los internos, sino que también mandan para otras dependencias. Por cada dos días de trabajo, le merman uno a la condena.
Hace unos meses, Alirio Cañas fue capturado y llevado a la cárcel de Sabaneta. Para él fue una bendición que lo trasladaran a Envigado. “Yo estoy muy feliz acá, eso allá en Sabaneta es un mierdero, esto acá es un palacio”, me dijo Alirio mientras lavaba una olla gigante.
Está esperando el juicio para que lo condonen, espera que le den unos 17 meses de cárcel y que con ayuda de Dios no lo van a trasladar.
La cárcel de Envigado se considerada una prisión de paso. Los reclusos se quedan ahí hasta que se les condena, cuando les dan muchos años son trasladados a las de “máxima” seguridad. Los que tienen suerte o rosca se quedan aquí en Envigado.
Uno con suerte es Juan Carlos Quevedo, un abogado quien lleva encerrado seis años y todavía no sabe cuánto le falta. Cuando lo llamaron para que hablara con él, estaba muy prevenido.
Me preguntó que para qué era la entrevista, le dije que no se preocupara, que yo era una estudiante y que solo estaba haciendo una tarea. Aun así, seguía muy tocado.
Cuando lo vi no tenía pinta de malo, se veía un hombre de bien, estaba recién afeitado y con una camisa de botones. Juan hace varias cosas en la cárcel, aunque esté encerrado, sigue ejecutando labores de abogado. Trabaja en ordenanzas jurídicas y realiza las peticiones de los internos.
Al final fue muy querido, se despidió de la mano y se quedó en esa salita que hay antes de entrar a la cárcel, recortando unas cosas. Cuando ya no nos escuchaba, mi papá me contó que ese señor debía tener mucha rosca, porque ya llevaba muchos años encerrado y no lo habían trasladado.
Cuando ya me iba a ir, llegó un pelado esposado con otros dos guardias. Se veía muy feliz y estaba muy bien arreglado: llevaba una camisa azul y un jean. Mi papá y yo estábamos ahí y nos dijo que le habían dado libertad, hasta me confundió con una abogada. Él no cabía de la dicha, tenía una sonrisa de oreja a oreja.
Se echaba la bendición mientras le agradecía a Dios: “Ya voy para la casita”, decía emocionado. Hasta que el guardia le abrió la puerta y se entró. Demás que iba a recoger sus cosas y ya salía.
Chispas nos esperaba en la salida, ya tenía sus llaves en la mano para abrirnos esa reja de la entrada. Pero antes de irme tenía que decirle que me contara alguna anécdota de la cárcel. Me dijo que en sus 33 años de trabajar allí las peleas eran a puños y que nunca había problemas. Pero que un día iban a liberar a uno y a la salida lo estaban esperando para matarlo, se armó una balacera.
“El pelao como que se quería entrar otra vez para cárcel, pero no le dio tiempo, cayó ahí en esas escaleritas, le dieron como cinco tiros”, me contó Chispas, mientras abría la puerta. Ya era medio día, el sol no salió y seguía haciendo frío. Nunca me imaginé que se vivía tan “bien” en esa cárcel. Los tratan como reyes, tienen todo a la mano. Prefieren pagar su condena ahí que en otra cárcel.