San Agustín, un pueblo donde hay de todo
Cuando me mencionaron que era uno de los pueblos más antiguos de Estados Unidos pensé en un lugar dónde la bola de heno rodaba constantemente por las calles y el lugar de entretenimiento más apetecido sería la comisaría del pueblo o una vieja taberna con señores tomando licor.
Texto y foto José Miguel Gómez Martínez
Después de un viaje de hora y media llegué al pueblo. En el camino iba decidido a sacar lo mejor de la experiencia sin prejuicio alguno. Vacié la mente y parqueé.
Eran las 12:25 a.m cuando un fuerte viento arrastró las hojas secas caídas de los árboles en frente del parqueadero principal, la gente caminaba hacia una misma dirección como si hubiera una convención de algo, todos llevaban gafas oscuras.
Hay un reloj antiguo en la mitad de esa plazuela donde ruedan las hojas secas, en los andenes hay puestos de artesanías que reposan sobre manteles de tela delgada, veinte grados Celsius, clima seco, el único viento viene del mar con aroma a sal.
Justo al lado de dicha construcción se encontraba un gran salón, el centro de información para los turistas, posicionado estratégicamente para que las familias visitantes puedan ver las ofertas de tours y paquetes de actividades que ofrece esta antigua colonia, en primera instancia española y luego inglesa, para pasar un buen rato “in town”.
Al entrar se veía una de las características más notables del marketing americano, las personas involucradas en el mercadeo tenían un target específico, ingenuo y constantemente sorprendido: los niños.
Un hombre vestido de pirata con barba canosa, con una panza muy al estilo gringo, sombrero negro y una capa roja que parecía más bien un gabán, conversaba con su compañera de trabajo también imitadora de Barba Roja, El Capitán Garfio… qué se yo. Al parecer no tenían mucho éxito en ese momento, pues todos los pequeños estaban altamente entretenidos con un modelo a escala de un barco español que reposaba tras una urna transparente.
No obstante, todos aquellos servidores del centro de información estaban prestos a cumplir con su labor: el servicio al cliente. Sus miradas confiadas revelaban que tenían todas las respuestas a las posibles preguntas que alguien pudiera hacerles.
El piso de madera narraba infinidad de trasteos y movimientos con mucha fricción que dejaban rayones de varios tonos de café; el techo, también de madera, dejaba ver la antigüedad de la arquitectura, y los ventanales, amplios como los arcos de la puerta de Brandenburgo, permitían la refracción de los rayos opacos del sol que tras las nubes brillaba.
La foto familiar
Una numerosa familia latina superaba el nivel de voz pactado socialmente en sitios públicos, pues trataba de tomarse una foto donde todos salieran junto al barco. Había un gran esfuerzo para que todos quedaran en el encuadre. El dueño del Smartphone trataba de acarrear a todos los miembros.
– Vente pa´acá mijito pa´que quedes en la picture —le decía una señora a uno de los niños que correteaban
– ¡Wooow! Look at that ship, dude… está bien bonito —dijo el niño en su idioma materno, spanglish
– Córrete pa´casito mi nena que estás tapando la abuelita —señaló el fotógrafo amateur.
– Disculpen ¿Les tomo la foto? –preguntó un joven de unos 20 años que llevaba en su espalda un maletín de Nikon y gafas redondas. Era latino.
– Jessica, vente que nos va a tirar la foto a todos.
Era imposible que el barco saliera en la foto, eran muchos, al menos todos ellos estaban en el encuadre. Se podía reconocer a un integrante de tez clara y pelo mono, no era latino y se notaba a millas, estaba claramente impactado por la amabilidad y familiaridad que se percibía entre la familia y el joven latino que tomaba la foto. Sonrió al igual que los otros.
– Tomé dos.
– Gracias —respondieron todos en coro y sonriendo.
– ¿De dónde son?
– De Puelto Rico —dijeron sin ganas.
La puerta de la ciudad
Al salir y caminar un poco vi unos letreros color café que indicaban el camino al Castillo de San Marcos. Luego de unos pasos en contra de las corrientes de viento cargadas de glucógeno, veo posar majestuosamente dos torres de piedra en forma de “L” que recordaban lo que eran la entrada de antaño a la ciudad de San Agustín.
Hoy simplemente era un lugar más por el cual cruzar, tomar fotos o incluso ser usada como punto de encuentro.
Una paloma se aferró sutilmente a la cúspide de la torre derecha, veía pasar a las personas en medio de dicha entrada, las observaba sin ser vista, a lo mejor ya está acostumbrada a ver esos cuerpos en sobrepeso, con piel blanca, pelo amarillo Piolín, con sus caras rojas por el sol, con las medias a medio camino de la pantorrilla y claramente con unas “sunglasses” bien a la moda.
Cruzaban la fortaleza como quien pasea por un centro comercial, quizá sin entender el privilegio que era poder cruzar por allí y entrar a una ciudad protegida hace unos siglos.
A mi lado izquierdo se extiendía una calle principal muy bien señalizada y pavimentada. La Fort Alley. Sentí la tentación de pasar corriendo mientras no venía carro, pero recordé a Foucault y supe que si bien no me estaban mirando hay un sistema panóptico que me vigila de manera ubicua. Busqué el semáforo más cercano.
Hasta ahora no había señales de la bola de heno o de la taberna vieja con viejos “borrachines”.
Esto no parece una playa
Llegué a la otra orilla y entonces pude ver más de cerca dos carpas, una azul y otra naranja, yuxtapuestas para hacer más amplia el área sombreada. No muy distinto a un paseo con fiambre y aguapanela era el de los descritos en esta escena.
Gringos y todo, tenían bolsas empacadas con alimentos, baldes a reventar con presas de pollo frito, gaseosas y unas sillas para sentarse a ver pasar a la gente.
Cada vez más estaba cerca del fuerte y al parecer eso desfavorecía el flujo de la brisa que provenía de la playa, vestía una camisa negra remangada hasta los codos y con los dos botones cercanos al cuello sin abrochar, un pantalón crema y unos mocasines cafés. No acerté en la pinta. Qué calor.
El sol se burlaba hipócritamente de mí detrás de las nubes y una cometa que luchaba con el viento me hacía señas de que si llegaba a la muralla me iba a poder refrescar.
Me sentí un poco decepcionado pues esperaba una playa hermosa, con arena blanca y servicio de bar. Sin embargo, la orilla estaba invadida de plantas puntiagudas que asomaban su fototropismo positivo fuera de la superficie. No había playa. El agua y la orilla de la muralla se tocaban sin miedo, no se veía el fondo.
Sobre la rocosa estructura sí había gente tomando fotos, observando los veleros en la lejanía, leyendo o simplemente pasando el rato. Es por eso que no puedo comparar este lugar con El Rodadero o Cartagena, donde la gente pone champeta y rumbea 24/7, donde el “tilín-tilín” vende Polet o Pasión de fresa a 5 mil, donde una nevera de icopor enfría cervezas, aguas, gaseosas, ron y quién sabe qué más o te ofrecen un masaje porque tienes cara de “estresao”.
Recuerdos para turistas
En la entrada del fuerte había un puente que daba paso a los visitantes y la puerta colgada con dos cadenas gruesas les da la bienvenida. Adentro el clima se volvía más fresco pero la humedad te tocaba el cuerpo donde no estaba cubierto. Un lobby amplio y con el techo alto proporcionaba la información para el recorrido interior de la estructura.
A la izquierda estaba el lugar de consumo típico de cada lugar turístico, la tienda de recuerdos que crea necesidades tales como estuches para termos, vajillas con imágenes inscritas de San Agustín o incluso ropa interior alusivas al fuerte.
En la otra cámara había una familia latina observando las camas exhibidas donde dormían los soldados. No pude identificar a la perfección su acento, pero eran cubanos o puerto riqueños. Esta vez estaba toda la gallada reunida.
Los niños corrían entres los catres; unos, que eran los más jóvenes, picoteaban su teclado del Smartphone mientras esperaban seguir con el recorrido; los presuntos padres estaban mirando un letrero que exponía unas letras grabadas en la pared de piedra que no se podía entender.
Mi recorrido por dicho lugar no fue muy largo, pero finalizó en la azotea donde se llevaba a cabo el show de medio día que hacía la demostración de un disparo de cañón.
Una pequeña decepción
Una tropa de cuerpos mimetizaba los soldados españoles que actuaban en ese fuerte antes que los ingleses. Uno de ellos escupía las siguientes palabras con un esfuerzo de megáfono sin el uso preciso de uno de esos aparatos (parafraseado del inglés):
“Damas y caballeros, bienvenidos al Castillo San Marcos. Para nuestra presentación del día de hoy es necesario que les mencione unas medidas de seguridad, no solo para la de ustedes, sino para la preservación del fuerte también.
Por lo tanto está prohibido trepar, escalar o sentarse sobre los cañones. No pasen de esta línea blanca hasta que digamos que es seguro pasar. Unos segundos antes de que el cañón dispare les avisaremos para que se cubran los oídos, el sonido es muy fuerte”.
Inmediatamente del estruendo generado por la explosión, los ojos de los visitantes comenzaron a buscar la bala en el aire, pero pasados unos segundos uno de ellos alzó la voz y nos confesó que, debido al área turística y las zonas residenciales aledañas, no era posible disparar una bala de cañón al mar.
Salí de allí un poco decepcionado y me dirigí al pueblo.
El músico callejero
Luego de volver a cruzar la Fort Alley un camino de piedras me guió hasta el interior del pueblo, allí la brisa volvía a traer olores hasta donde yo estaba, pero esta vez parecía de alimentos que ya habían sufrido la digestión y ahora transitaban por tuberías ligeramente subterráneas.
Caminé rápido y llegué a un callejón donde el suelo era de ladrillos marrones y negros, a los lados había casas antiguas de pintura celeste, pasaba un carro que casi ocupa el ancho de la calle y estrecha a los transeúntes hacia los costados.
Antes de llegar a la esquina había un hombre de unos 50 años sentado en un balde blanco. Tenía en sus manos una guitarra desteñida y vieja, con las clavijas todas cambiadas y de diferente tamaño. La estaba afinando.
Su cabeza estaba protegida del engañoso rayo de sol de las 2 de la tarde por un sombrero de paja blanca que tenía una pluma de color “helado con brownie”. Al acercarme más vi su mirada azul y sus cejas mimetizadas con el color blanco de su piel. Justo en frente tenía un balde versión pequeña para los “tips” o propinas en español.
Terminó de tocar y decidí acercarme. (Traducido del inglés)
– ¿Siempre tocas aquí? –balbuceé rápidamente antes de que empezara a cantar otra canción.
– Siempre aquí, esta es mi casa –dijo con un acento de esos que se escucha en las películas del viejo Oeste–. Pero ahora espero poder ir más al norte, no sé, viajar un poco
– ¿Viajas en tren?
– Nooo, pido un bus o algo.
– Oh, qué bien, pues, bueno, buena suerte… –Pensé que con eso acababa la conversación.
– Bueno, este, por aquí ya no me quieren mucho –miró hacía el frente mientras se rascaba una pierna– ya soy muy conocido por acá, con mi guitarra, tú sabes… ¿Ves esa calle de allá, viejo? Yo solía tocar ahí, pero ahora no me puedo asomar ni un poquito –señaló con la mirada a un policía que andaba en bicicleta– si toco en esa calle, voy a la cárcel.
– ¡Oh my God! –traté de sonar americano– ¿quiere decir que no apoyan el arte en San Agustín?
– Yo no sé, digo, hay tipos que hacen toda clase de cosas en estas calles: malabares, venden cosas… No son amigos de la música por aquí.
– Bueno te deseo suerte –Supuse que ahora sí finalizaba todo.
– Well… Thank you…¡Hey!, ¿cómo te llamas? –me preguntó luego de volver de un corto trance.
– Me llamo Jose ¿y tú?
– I am the Mighty Quinn –dijo con una sonrisa sínica en su rostro– la canción de Bob Dylan, ¿la has escuchado?
– Supongo que no, señor.
– ¿De dónde eres?
– Colombia.
– Ohh, genial, cómo están las cosas por allá abajo, tengo que sacar mi pasaporte y salir de este pueblucho…
– Eres muy bienvenido en Colombia, cuando vayas, vas a encontrar mucho apoyo a los artistas callejeros –mentí con ánimo de seguir adelante antes de que me sacara más información.
– Oh sí… bien, pues estoy aterrorizando el pueblo con el blues… escucha esto –desvió su mirada y cerró los ojos y siguió cantando.
Mientras me alejaba, él seguía entonado. Claramente no estaba en un trance musical. Estaba borracho o drogado. Me dí cuenta también que tenía un diente en tal mal estado que parecía un cuadradito de papel que le colgaba en sus encías casi desocupadas, además su piel se veía carcomida en algunos lugares de su brazo.
La famosa pizza
Al seguir caminando recordé que una vez en una conversación intelectual con una amiga, Ingrid Gómez, me mencionó que en uno de sus viajes bohemios cayó en San Agustín. Caminando cerca del centro quiso almorzar y entró aleatoriamente a un restaurante que no tenía cara de nada. Me dijo:
– Tienes que ir a ese sitio, Jose, es delicioso, o sea (se le salió el rolo), está calificado como el segundo mejor restaurante de pizza en Estados Unidos por TripAdvisor. Yo no tenía ni idea y cuando entré y probé, me quedé aterrada. Se llama Pizza Time. Además tiene unos precios super buenos.
No dudé un minuto al recordar esa última recomendación, con el cambio del dólar uno está constantemente haciendo la equivalencia en la cabeza a pesos y necesita siempre que le salga barato en la moneda de uno.
Tenía 10 dólares, esa era mi realidad. No me percaté de llevar más dinero y realmente necesitaba encontrar esa pizzería. Caminé por las calles, el estómago rugía ronco, no quise preguntar, intenté disfrutar esa búsqueda a la deriva y más bien encender mi última reserva de energía antes de caer desmayado de hambre.
De repente, en la mitad de una calle, allí estaba: Pizza Time, con una fila de personas que charlaban entre ellas mientras iban avanzando. Me puse en la cola y esperé.
Al entrar ví los hornos gigantescos al fondo, justo en frente mío las pizzas ya estaban listas, exhibidas con sus colores y olores. Cada trozo de pizza era la suma de por lo menos tres que ofrecería aquí Dóminos Pizza. Era un tamaño animal, sin embargo mi estómago me dijo que pidiera dos, que él era capaz.
Es la mejor Pizza que me he comido en mi vida, no puedo describir sus sabores, no conozco ni la mitad de ingredientes que tenía.
Este fue un día en San Agustín, lleno de historia española e inglesa, con la presencia de muchos turistas que encarnan la representación del Tío Sam, estaba Mighty Quinn y una pizzería –luego descubrí que era italiana– que traía al pueblo más antiguo de Estados Unidos los sabores de Europa.
Por un momento pensé: “ Creo que ahora entiendo un poco más ese concepto posmoderno de la globalización… ¡Aquí hay de todo!”