Recuperar lo escondido en el centro de Medellín
Al bajar las escaleras de la estación Parque Berrío hay algo que me hace falta. No es el celular ni la billetera, más bien el brillo del piso que hay arriba.
Abajo no están los policías bachilleres con ojos de águila pendientes de la gente, ni se escucha el “no corra” de la voz omnipresente en aquel recinto limpio y respetado. Se nota la diferencia.
Texto y foto José Miguel Gómez Martínez
A las 8:18 a.m. las personas parece que compiten en el parque de Berrío: unos aceleran el paso para llegar rápido al metro, algunos lo moderan pues van tarde a la oficina, otros quieren ser el mejor lustrabotas, cada uno con su palmera y lugar donde sentarse; un individuo lucha contra sí mismo, necesita terminar de orinar en la esquina antes de que lo vea uno de Espacio Público.
Hoy en día se habla mucho de recuperar el Centro de Medellín, que hay que volverlo a habitar (como si en realidad alguna vez hubiera estado vacío), destapar la quebrada que pasa por la avenida La Playa y retocar edificios olvidados en medio del suburbio.
Tomé la decisión de salir a la calle, hacerle caso a los ancianos nostálgicos y costumbristas que le dicen a uno: !Conozca su ciudad, vaya al Centro! E ir a ver qué es lo que se perdió y lo que hay que recuperar.
La iglesia más tradicional
Frente al Parque Berrío está la Iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria. Una indígena de estatura baja alega a gritos con alguien a través de un celular. Acaba de comprar un minuto en un puesto de “Minuto a 200”.
El vendedor no se sorprende, pero yo en cambio estoy atónito. Por primera vez, luego de pasar muchas veces por la ciclovía en El Poblado y ver a mujeres indígenas vender sus collares multicolores sin modular una palabra, veo a una de ellas reventar el celular a gritos en su idioma, en su lengua materna.
La portada de la iglesia está rodeada de vendedores ambulantes que, al parecer, apenas desayunan. Sus puestos son monotemáticos: marihuana para las uñas, para las heridas, para la relajación, para el pelo, en pomada, líquida, empacada al vacío y quién sabe de cuántas formas más.
Seguro si Jesucristo viviera hoy, repetiría la escena del templo de Jerusalén: ”¡Quitad de aquí esto y no hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado!”
Un sitio turístico infaltable
No muy lejos se encuentra el Palacio de la Cultura ¡literalmente un palacio! Nada que ver con la casa de la cultura de Envigado o de Sabaneta.
Sus muros altos y de color negro protegen el fuerte cultural de los olores extravagantes y del ruido callejero. Dentro de él hay escondido un gran número de historias y obras arquitectónicas. Por ahora no hay nada perdido, el Centro está ahí, tal cual a uno se lo pintan.
Las gordas de Botero siguen allí, posando para la foto con los extranjeros e irradiando el brillo de Sol, los vendedores con pilas de sombreros para todos los gustos y las palmeras gigantes que no se mueven.
Allí me le pego a Rodolfo Ríos, un guía que va con un grupo de estudiantes de fotografía. Tiene el pelo gris aplastado por una gorra azul, su rostro muestra arrugas que hacen un juego de líneas curvas creando sombras en algunas partes de los pómulos. Él sabe de lo que habla, parece oriundo de por aquí, al fin y al cabo lleva 30 años en este oficio.
Con una voz pausada y muy paisa advierte que “en el Centro hay que caminar alerta, pero sin prevenciones, de manera tranquila y espontánea. Claro que si uno se descuida le terminan metiendo billetes falsos de 50 mil, como en todas partes del mundo”.
Según Rodolfo, en el Centro de Medellín existen sitios con declaratoria de interés de patrimonio local y nacional, de carácter cultural, urbanístico y arquitectónico. Promete que las vamos a ver a lo largo del recorrido.
Comercio al 100%
Caminar por la carrera Carabobo hacia el sur es un espectáculo. El paisaje es abrumador, te llena la vista y necesitas más de unos minutos para procesar toda la información.
En una esquina hay una señora lavando frutas que pasea en su carreta, no muy lejos una fila de estantes se perfila a lo largo de la cuadra, colgados hay bolsos, zapatos, chanclas, sombrillas, blue jeans de todos los estilos entre otros artículos a la moda.
A lado y lado, almacenes que no dejan ver el fondo del local, parece ser un pasadizo sin fin lleno de cositas pa´comprar.
Nos abrimos paso hasta la Iglesia de la Veracruz. Si quisiéramos hacer un diagnóstico de lo que a grandes rasgos es el Centro, este cuadrante es la muestra perfecta: los rebuscadores característicos de toda la zona, que visten un pantalón sin camisa y cargan bultos con un afán muy peculiar; una prostituta quiebra la cadera junto a la entrada parroquial, lleva puestas unas botas rojas hasta la rodilla; de ahí dentro sale el blue jean que le cubre las piernas hasta encontrarse con el ombligo, descuidado por la blusa fucsia que es recubierta por un chaleco de jean con brillantes por doquier. Me mira y más bien esquivo la mirada.
Quince grados a la derecha, un puesto de baños públicos en la mitad de la calle destila un olor ácido. El de hombres está yuxtapuesto al de mujeres, con la diferencia que el femenino tiene puerta.
Los hombres orinan uno al lado del otro mirando fijamente el chorro de cada uno. El ruido se disipa en el ambiente, pues compite con el de las motos que bajan por la calle Boyacá y los vendedores que tienen micrófono propio en algunos almacenes.
Si no está aquí es porque no existe
Me despido del grupo en el salón Málaga, un lugar para el despecho y el tango, la cultura y la historia. Ellos caminan hacia el sector de los edificios administrativos de La Alpujarra y yo me voy a buscar el tranvía.
En el Centro de la ciudad la oferta sobrepasa a la demanda a primera vista. Claro que alguien me dijo una vez:
“Por algo hay tanto chuzo hermano, no crea que a ellos les va bien”
Aquí se cumple el dicho pregunte por lo que no vea. Hay de todo. El sector conocido como El Hueco ofrece todo tipo de precios y variedad de artículos.
La historia del nombre es que anteriormente los vendedores paisas recibían cordialmente a sus vecinos y les abrían un hueco para que montaran su puesto, pero ahora ya no hay ni un huequito para meter otro negocio. Y el espacio tiene el valor del oro.
El lustroso y suave tranvía
En la parte de abajo de la estación San Antonio del metro nace el recorrido del tranvía que gusanea entre las calles del Centro en dirección Oriente. Antes de subirme miro un vagón del primer ejemplar de 1921.
No hay nadie, el guarda me informa que “en diciembre no le cabía un alma a esto, ha sido la mejor forma de sensibilizar a la gente e informarla de este medio de transporte que tiene su historia”.
Luego del video informativo me aventuro loma arriba hasta la última estación, Oriente. Al pasar las puertas automáticas con la tarjeta Cívica hay un cambio de ambiente, el ruido no desaparece, pero la sensación de estar en el Metro es diferente, todos nos volvemos compañeros de viaje. El piso cambia, aunque de cemento, es limpio y liso.
El vagón, hermético, se abre con un botón cada vez que alguien llega.
En el interior hace frío, hay aire acondicionado. Las sillas no han sufrido ni un rasguño, las ventanas parecen no estar allí y lo olores de la calle, ricos o malucos, se quedan afuera.
Los camaradas ceden el puesto escaso a las comadres que, a veces, cargan cajas y bolsos muy pesados. Allí todos somos iguales, no hay clases ni distinciones.
El Metro toca todas las realidades sociales en Antioquia. Ahora, el tranvía se escurre hasta lo más alto de la zona y roza la comunidad sin untarse de ella. Es decir, fuera del vagón aún hay pobreza y tráfico, desorden y mugre.
Pero todo lo que toca el sistema de transporte paisa se convierte en limpieza, orden, seguridad… cultura Metro. El cambio es evidente en la tradicional calle Ayacucho.
La respuesta a todas las preguntas
¿Cuál es la zona más caliente de Medellín?
¿Dónde encuentro esos mismos tenis pero más baratos?
¿Dónde le robaron mijo?
¿Cuál es sector de Medellín con mayor oferta teatral y cultural?
¿Las gordas de Botero?
¿Dónde consigo marihuana buena y barata?
¿En dónde puedo aprender de la historia del Medellín mientras observo la realidad actual de la ciudad?
El Centro de Medellín es la respuesta a muchos interrogantes.
Para muchos, simplemente es la respuesta a todas las necesidades, pues allí está la Clínica Medellín, por si falla la salud; está la Cámara de Comercio para emprender, como buenos paisas; están los juzgados, por si se quiere hacer filas enormes, sufrir el calor del medio día esperando el turno o vivir la burocracia en su máximo esplendor; hay colegios y universidades, centros comerciales, restaurantes, teatros.
Todo lo que usted necesita, incluso lo que no, está en el Centro.
Recuperar “todas las culturas”
En el recorrido uno se da cuenta que hay joyas que se camuflan en medio de este “Mumbai” paisa.
El pasaje del Metro en el parque de Berrío tiene un mural del maestro Pedro Nel Gómez que describe la evolución del comercio desde la época colonial hasta la industrial textil en el departamento de Antioquia; en el edificio Campo Amor, en Carabobo, unas pequeñas obras de arte pasan desapercibidas en las rejas de la entrada: son unas placas fundidas que describen las actividades agrícolas de Antioquia; en los edificios bancarios y las iglesias el arte está escondido y alejado del ajetreo callejero.
Aquí lo que se tiene que recuperar está en el mismo Centro, en el corazón de la ciudad, que se encuentra bajo los escombros de una sociedad con muchas problemáticas y afanes por rebuscarse el pan diario.
Antes que destapar la quebrada o pintar nuevos edificios, hay que recuperar eso que me hizo falta a la salida de la estación Berrío: no solo la Cultura Metro, que parece desvanecerse apenas las escaleras tocan el suelo, sino todas las culturas que se esconden en las calles del Centro de Medellín.