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“Lo perdí todo”: María Rosalba Gómez


Mejor Entrevista Escrita durante Periodistas en la Carrera 2018

Por Nicolás López Raigoza
nlopezr4@eafit.edu.co

María Rosalba Gómez es oriunda del municipio de Urrao, suroeste antioqueño, allí vivió toda su vida, hasta que un suceso la obligó abandonar su casa, su pueblo y su vida.

Mi calvario comenzó el 7 de junio del 2006, me acuerdo perfectamente de ese día.

Desde que me levanté, como era de costumbre a las 4:30 a.m. para ordeñar las 7 vacas que tenía, sentí algo, un mal presentimiento, sentí miedo, pero no sabía a qué se debía. Ordeñé las vacas, le di maíz a las gallinas y le eché leche al gatico, después desperté a mi esposo para que se fuera a trabajar.

Él cortaba el pasto con machete en una finca cercana, era algo esporádico y siempre que hacía ese trabajo dormía un poquito más, porque llegaba cansado de volear machete al sol todo el día.

Le di el desayunito, no se me olvida: huevos con tomate picado, arepa y chocolate, pa’ ese frío de Urrao. Después lo despaché para el trabajo y me puse a coser una colcha de retazos que todavía tengo por ahí guardada.

Mientras cosía, tocaron la puerta durísimo, tres golpes secos que se oyeron en toda la casa, casi me chuzo con la aguja del brinco que pegué. Me paré para ver quién era, se me hizo raro que alguien tocara de esa forma.

Eran tres señores de unos 35 años, tenían un camuflado como el del Ejército, pero sucio, viejo, desteñido y con desgastes que estaban que se rompían, botas pantaneras, como era común por esos lados, porque cuando llovía se formaba pantano en la carretera, porque no era pavimentada, también tenían una gorra y un fusil ‘terciado’ (colgado) en el hombro.

Ahí mismo me di cuenta de que eran guerrilleros, muerta del susto les dije: “Buenas”, ellos me llamaron por mi nombre y me dieron los buenos días, ahí más susto me dio, yo no entendía por qué se sabían mi nombre. Me preguntaron que si podían pasar, no tuve más remedio que decirles que sí y ofrecerles jugo de naranja que había hecho el día anterior.

Me senté en la mesa del comedor con uno de ellos que parecía el jefe, los otros dos se quedaron por ahí parados mirando para todas partes.

“Esa noche nunca se me va a olvidar, fue una cosa horrorosa, con solo acordarme me erizo y me dan ganas de vomitar”: María Rosalba Gómez. Foto: Internet.

Me dijo que se llamaba Rogelio y que hacía parte de las FARC, después sacó del bolsillo del pantalón un cuadernito chiquito como de colegio, la pasta tenía unos muñequitos como en la playa, la abrió y me empezó a preguntar que cómo me iba con la casa, que cuántas vacas tenía, que qué hacía con la leche y muchas cosas de mi vida, yo le respondía con miedo y él lo anotaba todo. No entendía qué estaba pasando.

Me preguntó por mi hijo Luis Eduardo, él se había ido de la casa hacía ya 2 años, de vez en cuando iba a saludarnos y a veces nos llamaba, pero hacía meses que no sabíamos nada de él. Nos decía que estaba trabajando como domiciliario en el centro de Medellín, pero ese tal Rogelio me dijo todo lo contrario, me contó que Luis hacía dos años se había ido para la guerrilla y que lo habían pasado de campamento, que él ya no estaba en Urrao.

Esa noticia me puso a llorar ahí mismo. Desde chiquito Luis había ido a la escuela y se graduó de bachiller. Él sí hacía maldades, pero lo normal de un niño de esa edad. Nunca pensé que mi hijo fuera a terminar por allá en el monte.

Rogelio cerró el cuaderno que había sacado, me miró y me dijo: “Las cosas por allá no están bien y estamos mal de plata así que necesitamos de su colaboración”. Yo pensé que me iban a cobrar vacuna, como a muchos finqueros del sector, pero eso no era lo que quería ese señor. Me dijo que para el lunes por la mañana necesitaba mi casa, que me podía llevar las vacas y lo que quisiera, pero que necesitaba la casa.

Yo estaba sin mi marido y no sabía qué responder, yo no quería entregar la casita que habíamos tenido toda la vida y que tanto esfuerzo y sudor nos costó, porque era propia, gracias a Dios. Además, yo entendí que me estaban desplazando, ellos no me iban a pagar nada por mi casa.

Rogelio y los otros dos señores no esperaron mi respuesta, solo dijeron: “Mi doña, gracias por el juguito, estaba muy rico”, y se fueron.

Fue la tarde más larga de mi vida, no supe qué hacer, solo estaba esperando que llegara mi esposo. En esa época no había tantos celulares como hoy en día, entonces no podía llamarlo para que se fuera para la casa. Me tocó esperar hasta las 5:30 p.m. que llegara de trabajar. Apenas entró a la casa, le dije lo que había pasado, le conté todo, hasta lo de Luis Eduardo y él se puso a llorar.

Esa noche no comimos, ninguno de los dos tenía hambre, estábamos pensando qué hacer, qué pasaba si nos íbamos y qué pasaba si nos quedábamos. Tampoco pudimos dormir, los dos dimos vueltas en la cama toda la noche.

Me acuerdo que ese 7 de junio fue un jueves, así que teníamos 3 días para ver qué hacíamos. Decidimos esperar hasta el lunes que volvieran esos señores y mi marido iba a estar ahí para hablar con ellos y decirles que nos colaboraran, nosotros solo teníamos esa casa, no teníamos nada más.

El sábado, a eso de las 8:00 a.m., yo estaba sentada en la entrada de mi casa cosiendo la colcha de retazos y, en el filito de la montaña que hay al frente, vi un grupo como de 10 personas caminando en filita, se me hizo raro porque eso era un potrero de una finca que estaba sola, entonces no debía haber trabajadores ahí.

En cuestión de segundos se oyeron disparos, eso fue una cosa espantosa. Yo tengo un problema de columna y así y todo me tocó tirarme al piso. Mi esposo, que estaba adentro, me empezó a gritar: “Mija, ¿está bien?”, yo le dije que sí y él me dijo que me quedara allá en el piso, que no me fuera a parar.

Al ratico, entré gateando a la casa y fui a la cocina, donde estaba mi esposo, no entendíamos qué había pasado, al momentico nos dimos cuenta de que no era que nos querían matar. Cuando salimos por la puerta de la cocina, vimos una imagen que no se me ha borrado de la cabeza.

Mis 7 vaquitas estaban echadas en el piso, todas sangrando. Les dispararon con fusil y balas con cianuro, en cuestión de minutos todas se murieron. Como las balas tenían cianuro, la carne no se podía ni comer ni vender. A eso de las 4:00 p.m. ya estaban oliendo maluco y había muchos mosquitos, cosa que es rara en tierra fría.

Entendimos que la guerrilla no estaba jugando, nos querían fuera del sector. Ese mismo sábado empezamos a empacar las cosas y un señor del pueblo, amigo de mi esposo, nos ayudó a sacar todo y a llevarlo a la plaza del parque principal. Vendimos lo que pudimos y las cosas grandes nos tocó regalarlas, cogimos un bus y nos vinimos para Medellín. Teníamos 400 mil pesos.

Nos acomodamos adonde una familiar que nos alquiló una pieza en Buenos Aires, ahí estuvimos viviendo más de un mes, yo vendía cositas en la calle y mi marido salía a trabajar por días recogiendo escombros en una carretilla prestada, yo no era feliz y mi vida empeoró cuando mi marido falleció al mes y medio de haber llegado a Medellín, por un infarto fulminante.

De mi hijo no volví a saber nada, esta es la hora que no lo he visto ni me ha llamado, lo sigo esperando y tengo la esperanza de algún día volverlo a ver.

Desde eso, no he vuelto a Urrao, allá lo perdí todo. Yo sé que las cosas están más calmadas, pero no quiero ir a recordar todo eso que me pasó. En mi memoria sigue mi casita blanca con rojo, mi hijo y mi esposo. A veces sueño con la hermosa vista que tenía de la finca Manantiales.

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