Lo fácil es llegar
Ver un venezolano en la ciudad se ha convertido en algo tan común que lo hemos naturalizado. En las calles, semáforos y restaurantes es fácil identificar a los migrantes, bien sea por su acento o porque tienen alguna prenda que los identifica como oriundos de ese país.
Sin embargo, a pesar de saber que están allí, que son de carne y hueso, que pasan necesidades y que quisieran, al menos, una palabra de aliento, se han convertido en parte del paisaje para muchos de nosotros.
Por Andrés Carvajal López
acarvajall@eafit.edu.co
Actualmente, la nación petrolera enfrenta una intensa crisis que se ha traducido en un sinnúmero de atropellos contra la población civil, lo cual ha obligado a que más de 2,6 millones de personas hayan abandonado sus hogares en los últimos años, según cifras de la Organización Internacional para las Migraciones.
De estos, Migración Colombia estima que aproximadamente el 44% (1,1 millones) han escogido nuestro país como destino; pero este número está en constante crecimiento, debido a que diariamente 3 mil personas cruzan la frontera para quedarse.
Así lo hicieron Jonarian Pérez y Rafael Sena, una pareja que se vio obligada a salir de Venezuela pensando en el futuro de sus hijas.
Ambos vivían en los Altos Mirandinos, una localidad que hace parte del área metropolitana del estado Miranda, muy cerca de la capital, Caracas, trabajaban en el Banco de Venezuela, lo cual les permitía gozar de una muy buena condición económica por los cargos que desempeñaban: asesora de negocios y gerente, respectivamente.
“Éramos tan groseros que comprábamos el mercado para todo el mes porque nos daba pereza ir al supermercado”, recuerda Rafael entre risas.
Las cosas cambiaron cuando el gobierno comenzó a expropiar las empresas más importantes del país, entre las cuales estaba incluido el banco en el que trabajaban.
Allí fueron víctimas de persecuciones y amenazas por los cargos que ejercían, sin mencionar que eran obligados a asistir a reuniones organizadas por el chavismo para no perder sus empleos.
Estando en una de esas reuniones yo dije: ¿Qué estoy haciendo en esta mierda?. Ya no se podía tener redes sociales o decir algo sobre el gobierno, porque todo el tiempo te estaban vigilando.
A partir de entonces fueron testigos de cómo su país se iba deteriorando poco a poco, hasta el punto en que ni siquiera tenían dinero para comprar productos de la canasta básica: “Mi hija llevaba casi un año sin tomarse un vaso de leche”, cuenta Rafael.
Los dos perdieron mucho peso a causa de la escasez y las enormes filas que tenían que hacer para conseguir artículos tan comunes como pan o carne.
Por si fuera poco, Jonarian quedó embarazada por segunda vez debido a que los anticonceptivos se habían agotado por completo en las farmacias: “Eso no estaba en nuestros planes, nos tomó por sorpresa”, comentan. La paciencia se empezaba a acabar.
La inseguridad tampoco daba tregua: las calles permanecían desoladas, los civiles portaban armas para defenderse del hurto, la Fuerza Pública tomó represalias de manera indiscriminada, incluso escuchar una moto aproximándose era señal de peligro.
Los servicios de salud se volvieron precarios, conseguir medicinas era una tarea titánica, ir al hospital por una enfermedad o por una herida era prácticamente presagio de muerte, ya que no era posible brindar una atención adecuada. “La realidad no es la que se ve por televisión desde el extranjero, es la que se vive allá”, expresan.
Pero el detonante que los obligó a huir definitivamente de Venezuela fue el secuestro del hermano de Rafael. Este era el tercero rapto que sufría su familia. Los dos anteriores habían terminado en tragedia.
“Era una madrugada lluviosa cuando recibimos esa llamada”, evoca con precisión, “pusieron a mi hermano al teléfono y él me dijo que llevara toda la plata que pudiéramos encontrar a un parque cerca de la casa”.
Rafael tomó lo que pudo y rápidamente cruzó las calles que lo separaban del lugar acordado; de camino escuchó un estruendo, pero no prestó mucha atención y continuó la marcha.
Mas al llegar, solo pudo ver el cuerpo de su hermano tendido en el suelo, sumergido en un charco de sangre. Estaba muerto. Había sido demasiado tarde. “En ese momento solo pensé en qué iba a decirle a mi mamá, que ya estaba de camino”.
Las razones del crimen fueron meramente económicas, pero ya había sido suficiente para Rafael. Pensando que su familia estaba peligrando, decidió renunciar a su trabajo y vender su carro al día siguiente para salir del país.
Para su fortuna, el hermano de Jonarian estaba alojado en Antioquia por cuestiones laborales y les propuso viajar con la promesa de que aquí mejorarían sus condiciones económicas y sociales.
Fue entonces que la pareja empezó a investigar sobre el que sería su futuro hogar. “Para nosotros, Colombia no era un país que quisiéramos visitar, debido a que su reputación en el exterior no es muy buena. Pero yo necesitaba comida, medicinas y tratamientos para cuidar mi embarazo”, relata Jonarian.
Cuando fijaron su destino, reunieron todo el coraje, empacaron tres maletas con las cosas que pudieron y tomaron el dinero que recibieron de la venta del automóvil para emprender el viaje el 21 de diciembre de 2016.
Pero la travesía que los esperaba no sería nada fácil: “La moneda estaba tan devaluada en ese momento, que nos costó más el pasaje hasta la frontera que la casa en la que vivíamos”, dice Rafael.
Las flotas de transporte solo van hasta un lugar que queda a una hora del puente Simón Bolívar, por lo que al llegar tuvieron que tomar un taxi para acercarse hasta el paso fronterizo: “El camino lo llenaron de puros retenes, entonces nos daba miedo que los bandidos de la Guardia Nacional Venezolana nos robaran las maletas o nos hicieran algo”.
Tras un costoso viaje, en el que también tuvieron que pasar dinero por debajo de la mesa para que los dejaran pasar, pudieron llegar por fin a territorio colombiano.
Cuando cruzamos ni siquiera sabíamos dónde estábamos, entonces no supimos qué hacer.
Pero tras unas indicaciones lograron recomponer la marcha y llegaron hasta la terminal de transporte de Cúcuta: “En las taquillas te preguntan que si eres venezolano para ver si te venden o no el pasaje. Nosotros conseguimos de milagro”, denuncian.
Cuando consiguieron llegar a Medellín, pudieron encontrarse con el hermano de Jonarian y con su jefe, quienes los transportaron hasta una vereda del municipio de Girardota, no sin antes cobrarles 50 mil pesos. “Este pueblo me recuerda mucho de dónde venimos. Los paisajes aquí son hermosos y la gente muy amable”, comenta Rafael.
No obstante, las cosas de este lado, aunque mejores, no son sencillas: “Al principio nos tocó dormir en el piso, mientras conseguíamos dónde quedarnos”, cuenta Jonarian, quien en ese entonces tenía cinco meses de embarazo.
También tuvieron que soportar rechazo de algunas personas que les cerraban las puertas cuando salían a pedir trabajo y de los arrendatarios que desconfiaban por completo de ellos.
Ambos tuvieron que conseguir dinero como pudieron, porque ya habían vendido las cosas con las que habían llegado. Decidieron vender empanadas, limpiar casas, coser y recoger basura para ganarse algo; todo desde la informalidad.
Rafael logró establecerse en una carpintería del pueblo, en donde encontró un poco de estabilidad. “El dueño me enseñó a hacer puertas con las herramientas que tenía. Cuando llegué apenas estaba empezando”, recuerda.
Y es que la presencia de Rafael no tardó en hacerse notar. El negocio comenzó a expandirse rápidamente gracias a que cada vez iba aprendiendo más de su labor y lo combinaba con otras.
En poco tiempo aprendió a cortar, pulir y pintar las puertas, también a manejar maquinaria que requería instrucción técnica, sin ayuda. La demanda fue tan grande, que el inventario pasó de 180 a 2.300 unidades, adornando muchas de las entradas de las viviendas locales.
El dueño quiso incluir entonces cocinas integrales ante la bonanza, pero había un problema: “Yo me sentía explotado porque me tocaba hacer todo el trabajo solo y solo me pagaban 35 mil por día»
Muchas veces le pedí una mascarilla para cubrirme de los químicos y nunca la compró, sin mencionar que siempre me prometieron un seguro que tampoco llegó.
Esta situación lo obligó a renunciar después de algunos meses para buscar condiciones más dignas de trabajo, pero no ha resultado nada estable todavía. “Para mí, esas convocatorias de empleo que hace Comfama son pura propaganda política.
Yo no he conocido al primer venezolano que consiga trabajo con eso, porque a los únicos que contratan son mitad colombianos. Los verdaderos criollos que llegamos, trabajamos de informales, sin ninguna garantía ni prestaciones”, manifiesta.
Por otro lado, la hora del parto de Jonarian se acercaba y ninguno de los dos contaba con un seguro médico. Sin embargo, en medio de la incertidumbre conocieron a Gerardo Pérez, un antioqueño que les ayudó a gestionar todos los procedimientos médicos previos y posteriores al nacimiento.
“Cuando entré en trabajo de parto, él nos ayudó a formular una tutela porque no nos querían atender. Con eso nos mandaron a un hospital que queda en Manrique y allí pude tener a mi hija, Rachel”, afirma Jonarian, quien al día siguiente tuvo que devolverse en Metro, porque no tenía dinero para más.
Pero el pleito jurídico continúa, porque a día de hoy Rachel aún no tiene una nacionalidad definida: “La constitución de ustedes estipula que toda persona que nazca en Colombia recibe la nacionalidad, siempre y cuando los padres sean residentes; y nosotros en ese momento solo teníamos el pasaporte de turistas”, sostienen los padres.
Ya con suficientes problemas, Valeria, su hija mayor, no ha logrado adaptarse completamente a tantos cambios. “Ella antes era muy extrovertida y tenía las mejores calificaciones. Pero ahora está muy callada en la escuela y le han dado dificultad algunas materias”, cuenta Jonarian.
Sumado a esto, en un principio tuvieron que hacer muchas diligencias para que la niña pudiera ser admitida en el colegio: “Nos pedían seguro de vida para poderla matricular, sabiendo que no teníamos Sisbén ni EPS. A una amiga de nosotros la directora del colegio la obligó a sacar a la hija, solo por ser venezolana”.
Y como si no hubieran tenido suficiente, hace pocos meses el otro hermano de Rafael, que había llegado recientemente a Colombia, fue atropellado por un camión mientras participaba en un festival de ciclismo en Girardota.
“Él tiene una cicatriz en toda la cabeza porque se le desprendió el cuero cabelludo por el impacto. Lo daban por muerto y estuvo varios días conectado a una máquina respiratoria.”, relata Rafael. Pero por fortuna logró recuperarse totalmente, sin complicaciones ni secuelas. Parece un milagro.
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Actualmente, Jonarian trabaja como empleada doméstica en Envigado, mientras que su esposo lleva dos meses desempleado por culpa del rechazo y la desconfianza generalizada. A pesar de todo lo que han padecido desde su llegada, los dos se sienten afortunados de haberse mantenido por casi dos años en Colombia.
Nosotros estamos de paso, ojalá la gente entendiera eso. Lo único que queremos es que nos traten de manera justa y que nos den oportunidades para salir adelante con nuestras vidas.
Y como ellos, millones de venezolanos están padeciendo realidades iguales o peores en todas partes del mundo, separados de sus familias y clamando por un trato más solidario, más humanitario.
No está de más hacer un llamado a la empatía con esta población tan vulnerable, a construir lazos fraternales y a entender que ellos no son culpables de la situación que afronta su país.
Al final, resulta que lo más fácil es llegar hasta acá, no seamos nosotros quienes prolonguemos más esa angustia.