La última noche del Mónaco
Por Jossi Esteban Barbosa Marzola
jebarbosam@eafit.edu.co
A contadas horas de su inminente destrucción, el Mónaco vive sus últimas horas como un moribundo.
Los visitantes recuerdan anécdotas y debaten sobre su muerte, mientras se llevan a cabo los preparativos para su ejecución.
El entierro se viene mencionando desde hace ya varios años. Un día antes de su partida, las calles del barrio Santa María de los Ángeles y la Avenida El Poblado, una de las más frecuentadas vías de la ciudad, son cerradas temporalmente.
Detrás del desgatado muro de concreto que lo rodea, pintado con grafitis de su antiguo dueño, se encuentra el edificio Mónaco. Las rejas oxidadas decoran la fachada del enfermo.
Ha estado mucho tiempo abandonado. Son poco más de las cuatro de la tarde y hay un silencio que conmueve. En los medios se publicó la noticia de su muerte, pero solo hasta que los visitantes llegan a inmortalizarlo en una foto se siente muerto, sepultado en la historia.
El debate que se lleva a cabo entre la gente no es nuevo. Los unos y los otros dan desde hace más de diez años sus argumentos a favor o en contra.
¿Debería tumbarse de inmediato?
Algunos visitantes ocupan parte de la esquina de este sector elegante de El Poblado para hablar del tema.
Desde adentro, el edificio sucumbido por las hiedras escucha con serenidad cómo justifican su muerte. Imponente a pesar del tono tétrico que adquieren los blancos muros donde alguna vez estuvo el más caro mármol.
Las bocinas de los carros sirven de alarma: los visitantes han llegado. Con sorpresa y preguntas por lo que sucederá, buscan conocer más sobre el caótico entierro.
Con la mayor discreción posible y en silencio divisan el edificio desde la cinta policial, que acordona la calle que da con la entrada principal.
Todavía los policías no restringen el paso y en la entrada un par de ellos merodean observándolo todo. Por esta razón la gran mayoría ingresa y llega hasta la portería que, como todo en este lugar, está lúgubremente deteriorada.
El conglomerado de espectadores aumenta y se diversifica en minutos. Tres turistas ingleses, con el pelo a la altura de las orejas y piel blanca, registran con una cámara de televisión, lo que para ellos solo representa una referencia de Netflix.
Adolescentes con uniformes deportivos se toman selfies; vecinos de la tercera edad relatan con voces entrecortadas cómo fue vivir en lo que para ellos, durante tantos años, fue el palacio de uno de los mayores narcotraficantes del mundo.
En cuestión de minutos, decenas de personas ingresan a la zona restringida, siguiendo el ejemplo de los primeros. Cuatro y media de la tarde y el edificio de ocho pisos con penthouse, sigue siendo el foco de cámaras y miradas que rememoran una época de terror.
Los funcionarios encargados de los preparativos de la implosión, que llevan chalecos y gorras naranjas, se desplazan con frecuencia de un lado para otro.
Llevan entre sus manos láminas de madera, con las que refuerzan las ventanas de los edificios aledaños al enfermo. Se cuentan alrededor de veinte.
El panorama no es melancólico. Los visitantes ansían tomarse una foto con el ahora carente de vida edificio Mónaco. Ningún otro de la ciudad ha sufrido ocho atentados y, además, este “ha aguantado mucho”, como murmura Jesús Pérez con una tranquilidad que denota algo.
Devela su vergonzoso secreto mientras su hijo mayor, con camiseta gris y chanclas, lo graba: se ha encariñado con él. Dice que han compartido el insomnio, la intranquilidad y la ansiedad durante 40 años de toda una vida.
Aunque su demolición ya no puede postergase más, Jesús reafirma que será un hito en la historia que no debe ser olvidado por nadie de su familia.
Un par de vecinos son entrevistados por un medio local, sentados en una banca afirman que no recuerdan mucho sobre Escobar, su memoria fue nublada por el miedo, un miedo que los obligó a irse del país durante diez años cuando eran niños y las mayores preocupaciones de aquel momento debieron haber sido evitar caer de sus bicicletas.
Alrededor de la entrada, dos jóvenes continúan tomándose fotos con los grafitis que rodean los muros. Llevan camisetas anchas, gorras planas y piercings.
Observan con cautela cada movimiento a su alrededor. Evidentemente no son del barrio Santa María de los Ángeles.
Tratan de no atraer las miradas, se esconden detrás de un poste de energía. Su peculiar forma de vestir, de estilo rapero, no encaja con la de un sector de clase alta.
A pesar de no tener más de veinte años, conocen muy bien el relato del carro bomba que intentó tumbar la estructura en 1988.
Hace más de treinta grados, pero el relato se mantiene fresco en sus memorias como se lo contaron sus abuelos. Uno de ellos señala el costado izquierdo del edificio, blanco y destartalado, con las ventanas forradas en plástico, que por escasos dos años logró pasar desapercibido y ocultar al narcotraficante más buscado de Colombia.
En enero de 1988 explotó el carro bomba. Enviado por el Cartel de Cali, con 80 kilos de dinamita, sacudió este exclusivo sector de Medellín.
Este atentado, como si de un florero se tratase, dio pie a una de las más sangrientas guerras entre carteles.
Los muros y ventanas de ese elefante blanco reflejan las cicatrices de una declaración de guerra.
Los preparativos de la implosión se confunden con un acto de inauguración de una obra pública; una multitud, cámaras y rostros expectantes a que ocurra algo. “¿Es que le van a hacer alguna reconstrucción?”, pregunta un taxista a uno de los policías.
El agente responde que no, mientras el último grupo de supervisores sale del edificio a las seis de la tarde.
Al parecer, terminaron de instalar y revisar las cargas de dinamita para la demolición controlada a cargo de la empresa Atila Demoliciones.
Desde las cintas policiales que cierran ambos extremos de la calle, esta parece ser la señal para poner en marcha la orden de restringir el paso a cualquiera. Los visitantes evitan el llamado de los policías mientras se dirigen a la entrada del edificio.
Aquel “me colabora con la salida, no hay paso” se ignora hasta que los curiosos se topan de frente con un uniformado y este rompe sus esperanzas por conseguir una foto con la ya abandonada estructura.
Desde el centro médico Colsanitas, la perspectiva es confusa. El edificio era una ruina, hogar para las ratas, pero su demolición y posterior reivindicación, para algunos vecinos, representa un gasto exagerado de la administración municipal.
“Con aquel parque que construirán, mi mayor temor es que se llene de marihuaneros que fumen en honor a Escobar”, agrega una vecina del sector.
A las 6:15 de la tarde, el sonido de un dron cautiva la atención de todos. El artefacto perturba la armonía de los colores de la tarde vespertina.
Un anciano con camisa de cuadros morada y gorra gris lleva de la mano a su nieto, quien usa un uniforme deportivo, hasta la cinta de restricción.
Es difícil saber, si lo que refleja su rostro es preocupación o tranquilidad. “Este es el Mónaco, mijo, hoy lo derrumbarán para siempre”, dice, y luego saca de un estuche un teléfono con el que realiza un último registro.
La luz policial en tonos azul y rojo barre con el atardecer. Es de noche y continúan llegando personas, esta vez solo hasta la cinta que cierra el paso. Salieron cansados de sus trabajos en almacenes, empresas y fábricas, pero no importa: todos quieren visitar y ver al muerto antes de ser enterrado.
En cuestión de segundos llegan carros de todo tipo, algunos lujosos y otros antiguos. Los ocupantes se dirigían a los policías, quienes con total franqueza respondían: “No hay paso”. Una mujer, baja, de pelo negro, ojos rasgados y uniforme de Colsanitas, pone cara de indignación. No cree que la calle que comunica su casa con su trabajo se encuentre cerrada todavía. “Nos tiene jodidos”, dice.
En el límite de restricción, ya para las siete de la noche, un conglomerado de personas de todos los estratos socioeconómicos observa el símbolo del poder del narcotráfico. “¿Será que si van a hacer lo correcto?, dice Marcela, turista peruana que lleva cuatro meses en la ciudad y conoció al edificio a través de un narco-tour. Una preocupación que solo será resuelta a través de los años.
El edificio está desolado, pero hubo un tiempo en que, a raíz de la muerte de Escobar, decenas de personas entraron en busca de supuestas guacas escondidas entre las paredes. “Debajo del edificio hay un escape al río Medellín”, dice José, quien con poncho y sombrero visita por ultima vez “las ruinas de Pablito”.
Al llegar la noche, en los alrededores del Mónaco, se oye varias veces la misma frase: “Se tiene que demoler”, como si se quisiera drenar y eliminar de la faz de la tierra una historia que contada parece increíble, pero ocurrió. “Pablo Escobar, el pillo que utilizó un sistema corrupto y débil a su favor”. ¿Qué tiene eso de falso?
A las 8:47 de la noche, una mujer, que posee un tic en el labio inferior, introduciéndose en la conversación que se tornaba cada vez más dolorosa, dice: “Disculpen, arrancar un recuerdo tóxico de la memoria podrá ser difícil, pero darle a Pablo donde más le dolía, su familia, será un paso para equilibrar las partes”.
Por estar abandonado el edificio desvaloriza el sector. A trece horas de su entierro, el lugar está atiborrado de turistas y policías. La orden es no permitir el paso a nadie. A las nueve de la noche, con un maletín y artefactos sonoros, un equipo monitorea el edificio, pues algunas aves y animales lo habitan y deben ser protegidas.
“¿Vieron los grafitis de Pablo?”, pregunta Juana Suárez y repite, de manera más o menos exacta, lo que han dicho antes muchos turistas: “los problemas no cierran cuando cae un edificio, sino cuando se acaban sus motivos”.
El cielo está nublado, las luces de un carro de Atila Demoliciones iluminan la calle dándole un último manto de luz al lugar. La temperatura no cambia, y a las diez de la noche la grúa que revisaba cada esquina del edificio se despide. Los policías han cambiado de turno y aunque vigilan el acceso al edificio, muchos de ellos ni siquiera sabían de él.
Los preparativos concluyen a las 10:10 de la noche del 21 febrero. Se cree que nadie lo visitará a altas horas de la noche, pero algunos habitantes llegan acompañados por sus familias para revivir recuerdos e historias que se cuentan solamente cuando se menciona a Escobar en las noticias.
Un momento caótico ocurre a las once de la noche. En medio de la vigilia, aparecen carros negros, motocicletas estruendosas y camionetas con vidrios polarizados. Con cautela y en silencio se acercan a ver el edificio.
No se toman fotos ni graban nada. Miran con tristeza la ruina y se marchan. Se nota el dolor en sus movimientos, definitivamente no querían verlo caer. “Qué lástima que le vayan a tumbar la casa a Pablito”, menciona uno de aquellos extraños sujetos.