Los payasitos

La paradoja de los payasos

Su escenario: los buses, los semáforos. Su propósito: despertar sonrisas a cambio de monedas. Esta es la historia de dos artistas callejeros, músicos, malabaristas y pintores. Un drama infantil detrás de dos rostros pintados.

Por Samuel Gutiérrez Álvarez
sgutie26@eafit.edu.co

El Circular 303, un bus amarillo brillante, es el espacio que acoge a dos payasos. Tienen sus caras pintadas de un naranja oscuro y en cada pómulo hay un círculo negro. Esos pómulos deberían estar siempre alzados por sus sonrisas infantiles.

El bus espera a que la audiencia se suba en la parada de la Universidad EAFIT. Mientras que el show comienza, los espectadores leen el periódico ADN, unos miran hacia el infinito y otros pocos abren las ventanas, esperando a que el olor a carne cruda, que una mujer lleva consigo en una bolsa blanca, salga de este teatro en cuatro ruedas.

Los botones de la camisa del conductor, en la parte inferior, gritan por auxilio. En cualquier momento explotarán, ya que no serán capaces de esconder la barriga que se ciñe a ellos. A pesar de esto, la camisa color blanco con el nombre de la empresa en su bolsillo había sido lavada y planchada, se notaba a simple vista.

A su lado se encuentra un joven que vive de los dulces, pero que por ahora le ayuda a vender boletos para el próximo show. Su pelo marrón está desorganizado, su camisa sucia y arrugada. Los dos son opuestos.

La música corre por cuenta de Willie Colón. El volumen disminuye cuando los motores empiezan a calentarse. El espectáculo está por comenzar.

Los payasos habían estado en la puerta principal del teatro gritando a los cuatro vientos el destino de este circo andante. Cuando el bus se empieza a mover, los dos hermanos saltan al corredor y con un saludo de puños al conductor, comienzan su montaje.

Chicos de barrio

Brayan Esteban Gutiérrez, el payaso mayor, tiene 16 años. Con su hermano Kevin Santiago, de 14 años, ha estado recorriendo Medellín, de bus en bus, con el propósito de darle una sonrisa a su madre que tiene en sus brazos a su hermanito Esteban, un recién nacido.

Kevin, un poco más pequeño que su hermano mayor, se para al frente del bus donde se sostiene de una de las baras metálicas. Brayan, quien a pesar de ser el más alto no parece de su edad, se ubica al final del bus, cerca de la puerta trasera. Los dos son delgados, pero con sus cachetes colorados y regordetes.

Su enemigo, en esta ocasión, el equilibrio. El bus se mueve a una alarmante velocidad; sin embargo, ellos ya están acostumbrados.

Su rutina comienza con un “oye payaso”, a lo que Brayan responde: “Dime payaso”. Desde ese momento, estos hermanos tratan de ganarse al público con chistes y piropos.

Quien preste atención, se puede dar cuenta de que el origen de esta rutina viene de un lugar de necesidades, un lugar que no es chistoso como las bromas con las que ellos intentan hacer reír.

A pesar de que relatan cómo conquistar a una mujer, la cara de Kevin no tiene una sonrisa dibujada. Su cara es inexpresiva, hasta triste. La rutina llega a su final y un chiste se queda retumbando entre las ventanas.

– Oye payaso.

– Dime payaso.

– ¿Tú sabes cuál es la diferencia entre un cigarrillo y mi casa?

– ¿Cuál es la diferencia?

– Que el cigarrillo tiene nicotina y mi casa no tiene ni cortinas ni comedor ni sillas.

La vida que es dura

Brayan Esteban Gutiérrez y su hermano Kevin Santiago, de 14 años. Foto: Samuel Gutiérrez Álvarez.

Brayan Esteban Gutiérrez y su hermano Kevin Santiago, de 14 años. Foto: Samuel Gutiérrez Álvarez.

Kevin y Brayan viven en Manrique, nororiente de Medellín, con su madre y su hermano. Kevin ha vuelto al colegio a estudiar y dice que cuando sea grande quiere ser un empresario. Brayan, desde que paró el colegio hace dos años, no ha vuelto.

“Nos salimos del colegio y nos metieron en un internado. Nos metieron porque mi papá nos pegaba mucho. Él era muy abusivo. Entonces, los muchachos del barrio sacaron a mi papá de la casa y le prohibieron volver. Que si volvía lo mataban, le dijeron. Cuando nos dimos cuenta, en el internado, sobre lo de mi papá, nos volamos y nos fuimos para donde nuestra mamá”.

Estos dos pequeños payasitos, ya son payasos: su infancia se ha esfumado dejando en ellos el deber de convertirse en adultos y enfrentar el frío mundo. Sus sonrisas se han desvanecido, dejando en sus caras ojos tristes y cansados.

Este reportero universitario tiene la oportunidad de invitarlos a comer y en sus caras se nota la emoción. Se quedan en la puerta de la tienda como esperando a que alguien les dé permiso de ingresar. No quieren incomodar. Se sienten intrusos.

Con sus manos escondidas en sus pantalones, de un escaso color caqui, caminan despacio, con cautela, hacia el cajero. Piden dos pasteles hawaianos y dos gaseosas. Se sientan en la mesa y esperan, desde allí, a que la señora de los pasteles les haya servido.

Kevin mira a Brayan inseguro, pero este le asegura que pueden comerse los pasteles. Comen en segundos y en Kevin se empieza a ver una sonrisa de plenitud.

Brayan, quien debería estar jugando en la calle fútbol con sus amigos o buscando novia en el colegio, se ha vuelto el hombre de la casa. Solo vive en función de sostener a sus hermanos y a su madre. Protege a su hermano del mundo, aunque él ni siquiera sabe cómo hacerlo.

El acto debe continuar

Se preparan para su próximo show. ¿A qué bus se subirán? No están seguros. Todavía quedan algunas horas para que el sol se esconda.

Kevin tiene migajas de pastel alrededor de su boca y se le han pegado al color naranja de la pintura. Brayan, con su propia camisa, le borra a Kevin la pintura que esconde su color de piel real.

Kevin sonríe y mira a su hermano desde abajo. Brayan saca de su bolsillo el pintalabios color naranja. Delicadamente comienza a pintar a su hermano desde la barbilla hasta su nariz, sin tocar sus labios.

Brayan se detiene y se aleja un poco para ver el producto final. Sonríe. Qué hermoso payaso.

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