La despedida del padre Iván
Por Alejandra Acevedo Uribe
aacevedou@eafit.edu.co
En la Nueva Jerusalén, el pasado 3 de marzo, se despidió a Iván Salgado, el sacerdote que durante cuatro años acompañó a la comunidad en la Iglesia San Cirilo.
Como lo tenían pronosticado, la energía eléctrica volvió a eso de las 4:00 de la tarde. Con ansias la recibieron, gracias a Dios –como dicen ellos–, después de una larga semana. Ese sábado la necesitaban con urgencia, los bafles tenían que encenderse para un evento que recogería a toda la comunidad: la despedida del padre Iván.
Una misa que representaba para muchos habitantes de la comunidad un desconsolador adiós, era el motivo por el que los unidos laicos consagrados de la iglesia se ayudaron entre todos.
Limpiaron el terreno donde se celebraría, recogieron bolsas, botellas, arrancaron las hierbas, quitaron las piedras más grandes y aplanaron el terreno. Como pudieron, cavaron cuatro profundos huecos para enterrar los palos que funcionaron como patas de la carpa, mejor dicho, de techo para la parroquia. La intención era dejar todo listo para que al otro día la Nueva Jerusalén amaneciera como nueva.
Son alrededor de 25 mil personas las que habitan en Nueva Jerusalén, un asentamiento informal en los límites de Medellín y Bello, autoconstruido allá arriba donde las torres de energía lo separan de los lotes del Hospital Mental de Bello y una cañada de aguas enjabonadas y fétidas, del barrio París.
Es una comunidad que se enfrenta a un listado de necesidades. Casas construidas con plásticos y madera, calles fisuradas y sin pavimentar, alcantarillas a la vista o agua por contrabando son algunas de las carencias. Aun así, lo único que no les hace falta es fe. Sobra por montones en niños, adultos y ancianos que albergan sus esperanzas en Dios.
San Cirilo es el nombre que recibe la iglesia que acoge alrededor de cuatro mil familias del asentamiento. La parroquia, o lo que queda de esta, después de que el Lunes Santo del año pasado las fuertes lluvias del invierno arrasaran con cada uno de los palos y las tablas de madera con las que estaba construida, es un terreno amplio y vacío. Un espacio en el que no hay nada.
En el que los niños pueden jugar fútbol, de vez en cuando hacer una integración comunal o, cuando lo amerita la situación, condicionarlo para la celebración de la eucaristía dominical, como fue el caso del sábado 2 de marzo,.
Del templo quedó tan solo el salón parroquial, en donde se guardan las bancas de madera que se utilizan cada ocho días en la celebración de la Eucaristía, para la catequesis de los niños y la exposición del Santísimo los jueves. Además, la casa cural, hogar de tres padres y tres seminaristas.
San Cirilo tiene sacerdotes, seminaristas, laicos, grupos de oración, feligreses y hasta un perro, pero no hay edificio parroquial. “Aquí las misas tocan así, al sol y al agua”, dice una de las señoras que se dedican a servir a la Iglesia.
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A eso de las 7:30 de la mañana, los laicos de San Cirilo terminaban de revoletear con los preparativos. A las 8:00 la comunidad esperaba reunida que se diera inicio a la Eucaristía en medio de una capilla improvisada al aire libre.
Los cuatro palos de madera cavados el sábado estaban firmes, con fuerza sostenían la carpa parecida a la de los circos, con la de diferencia de que el rojo y azul característicos eran reemplazados por un blanco amarillento, curtido por la intemperie.
Una lona que dejaba ver el ajetreado uso que se le había dado, mientras se imponía a los vientos frescos de esta mañana y los pequeños rayos de sol que se filtraban por entre sus orificios le daban sombra a cada detalle que sobre la tierra seca color mostaza hacían de este espacio la parroquia.
Bajo la carpa alta y grande, amarrada con lazos verdes a unos estacones delgados, altos y blancos, se organizó la silletería, el sonido y el adornado altar. Setenta sillas Rimax blancas y sin reposa manos estaban en dos bloques apuntando hacia el altar con un espacio moderado entre ambos que se dejó intencionalmente para el momento de la comunión y las ofrendas.
Del lado derecho, por donde pegaba el sol, una tela de color verde, de las que se utiliza para encerrar las construcciones, hacía las veces de pared. El sonido eran tres bafles grandes negros, con sus respectivos soportes, que estaban distribuidos con distancia por el lugar.
Sobre unos restos de cemento abrazados por los lados de pasto, sobrevivientes de la parroquia, despojada por las lluvias, estaba el altar. De frente, lo primero que se veía era la mesa de madera de un metro y medio de ancho. En cada punta de esta, una base de cristal protegía la llama de un pequeño velón blanco.
Entre estas, justo en el centro de la mesa, estaba la Biblia sobre un atril que la hacía resaltar en el mantel de un verde como el de la bandera de Antioquia, que combinaba con la casulla del padre Iván y las estolas de los otros sacerdotes que celebraban la misa.
La mesa estaba custodiada por dos torres de hilos de hierro que formaban pétalos y flores al entrelazarse. Sobre cada una de estas, una matera redonda de barro grande atiborrada de margaritas blancas, moradas y amarillas junto con diferentes follajes que sobresalían para dar color y vida al verde oscuro.
Además de la mesa central, había otras dos al lado izquierdo. Una más pequeña con un mantel azul claro de franjas naranjadas, sobre la que se colocaron las ofrendas de la comunidad, cuando fue el momento de hacerlo. Otra mediana, adelante del florero, vestida con un mantel azul oscuro de cruces blancas, sobre la que reposaba la imagen de la Virgen.
Detrás de la mesa, seis sillas del comedor de la casa cural fueron ocupadas por los sacerdotes Rafael Carrido, Flower Mosquera, Jorge Enrique González e Iván Salgado, y Didier Naranjo y Ferney Ortiz, los seminaristas. En las espaldas de ellos, dos tablones con patas de los que usan en la mitad del ingreso de las Iglesias en la ciudad, servían como fondo y escudo del altar frente a los fuertes rayos del sol.
Los tablones llevaban por encima dos telas blancas y en la unión de estas una tela dorada que el viento hizo mover durante toda la misa. Sobre estas colgaba una cruz mediana de palos rústicos que en la mitad sostenía la imagen de Jesús sacrificado con unos desgastados de pintura en su torso y en sus extremidades superiores. Que, al mirar a distancia, se incorporaba como uno más de ellos, a pesar de estar más alto que los servidores religiosos.
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“…Tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros; porque sólo tú eres Santo, solo tú Señor, solo tú Altísimo Jesucristo, con el Espíritu Santo en la Gloria de Dios Padre. Amén”, se escuchó a una sola voz por parte de los feligreses y religiosos. Después de que el padre Iván, quien proclamó la Eucaristía ese 3 de marzo, anunciara que era el octavo domingo del tiempo ordinario.
Mientras los fieles, atentos y prestos, escuchaban la primera lectura del libro del Eclesiástico, el actor principal de esa mañana soleada se terminó de posar. Un sol fuerte, brillante y caluroso se dejaba sentir entre los feligreses, que sentados debajo de la carpa de plástico se asaban como pollos.
Aunque estos contaban con una ventaja, estaban en la sombra. No sentían cómo los rayos atravesaban sus poros, como fue el caso de hombres, mujeres y niños para los que no hubo sillas las dos horas que duró la celebración.
El cielo estaba cerrado, las nubes no tenían sus siluetas azuleadas. Una superficie entre blanca y grisácea se imponía en el firmamento. Santo Domingo Savio, que queda al frente de Nueva Jerusalén, en el oriente de Medellín, no se veía. Claro está, no era lluvia, sino la nube negra de la contaminación del aire, propia de los meses de marzo y octubre en el Valle de Aburrá.
Los incandescentes rayos de luz no eran impedimento para una comunidad que esperaba por escuchar la palabra de Dios. Muchos de los adultos mayores, así como las demás personas, se recostaron a un muro del salón parroquial tratando de esconderse con la delgada línea de sombra que limitaba las tejas.
Los más jóvenes se hicieron en una acera alta para poder ver hacia el altar. Otros, llenos de paciencia, exponían sus cráneos a los fuertes rayos, parados detrás de todas las sillas.
La única demostración de incomodidad eran sus rostros con el ceño fruncido, tratando de ver al sacerdote a pesar de la luz brillante. Uno que otro cambió de posición para variar el pie de apoyo.
Y los pañuelos de los señores que con frecuencia se asomaban para secar las gotas de sudor que se apoderaban de los rostros brillantes.
“Alabaré al Señor mientras viva”, respondían tres niños desgañitados, al Salmo 91. Habían contado con suerte y se equilibraban sentados en el borde de la acera alta. Sus cabellos los tenían asentados con gel, uno tenía camisa manga larga y los otros dos, camisetas tipo polo con los tres botones del cuello abotonados, jeans que se notaban con poco uso y tenis empolvados.
En estos, se veía el barro amarillo de las calles. De resto, estaban impecables, como todos los niños y niñas presentes en esa mañana.
Con cánticos que fueron encorados por cuatro jóvenes, dos cantantes, uno que tocaba la guitarra, uno en el piano y un niño que demostraba su talento en el tambor, fue aclamado el evangelio. San Lucas, capítulo 6, del versículo 39 al 45.
La homilía estuvo a cargo de aquel sacerdote de rostro ni muy joven ni muy viejo, con rastros de sacrificios, con muestras de que no ha vivido su vida sin piedras en el camino y que refleja humildad y vitalidad.
Un rostro que, acompañado de pelo largo y negro, bozo tupido y barba despeinada, se asemejaba al del Cristo que colgaba detrás de él. Solo tenía algo distinto, cuatro lunares en el ojo derecho.
Debajo de la casulla verde con hilos dorados que formaban cruces se le asomaba un pantalón color caqui, que combinaba con la camisa blanca y las zapatillas deportivas café miel empolvadas, como las de todos los que estaban allí.
Cuando alzaba los brazos para acompañar sus palabras, un reloj de manillas negras se dejaba ver y un anillo en la mano derecha de dedos largos que se vieron cuando se dispuso a rezar el Padrenuestro.
Era el padre Iván.
Las palabras del sacerdote Iván Salgado retumbaron casi media hora por los tres bafles. Así como el sol fue el actor principal de esa mañana soleada, el padre Iván fue la razón de ser de la celebración. Ese día era su última predicación. Sus últimas palabras después de haberse entregado a la comunidad durante cuatro años.
Iván Salgado se ordenó como sacerdote hace 15 años y desde entonces ha dedicado su vida a las comunidades vulnerables con escasa calidad de vida. Él hace parte de la congregación Misioneros Montfortianos. En la Nueva Jerusalén ya había cumplido su misión: dejar sembrada la semilla del amor a Dios.
“En Nueva Jerusalén no hay templo parroquial, pero sí hay Iglesia, porque cada uno de ustedes llevan a Dios en su corazón”, fue la frase con la que se terminó la homilía.
Después, cuatro mujeres de rostro joven y angelical, con vestidos hasta los tobillos de color blanco, cinta negra en la cintura, medias veladas blancas, zapatillas blancas y velo sujetado en sus cabellos lacios y sueltos, danzaron al ritmo de las canciones tocadas por el grupo de músicos.
En el momento de las ofrendas se sentaron para dar paso a varias personas, que desde la parte de atrás entraron por en medio de las sillas. Uvas, pan, la representación del mercado, la representación de la familia y, por último, la luz fue lo que se ofreció al altar, donde cada persona se inclinaba y dejaba lo que llevaba consigo.
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“Hoy queremos en esta Eucaristía poner en manos del Altísimo a su siervo el padre Iván en agradecimiento por todo lo que con su gran amor aportó y compartió con toda la comunidad de la Nueva Jerusalén”, fueron las primeras palabras de aquella carta de despedida.
Un joven de Emaús, movimiento católico misionero, fue el que las leyó. Él encabezaba la fila de feligreses que se habían acercado al altar para hacerle un reconocimiento al padre en frente de todos.
Un par de sandalias tres puntadas y una billetera de cuero, fueron los obsequios que un señor mayor le hizo entrega como símbolo de agradecimiento por el proyecto de talabartería que en la comunidad el padre había sacado adelante.
Mientras se acercaban los otros de la fila, los músicos habían dejado de entonar canciones de alabanzas para detenerse en melodías suaves y llenas de sentimiento. El ambiente entre los feligreses se tornó melancólico.
Con cada frase cantada, aquellos rostros que durante toda la misa mostraban una actitud de disposición, ahora dejaban ver tristeza.
“Al padre Iván lo encomendamos a Dios por darse en donación a nosotros. Nuestra comunidad recibió un poco de su inmenso amor en una palabra de aliento, en un abrazo, en una sonrisa, en un compartir y hasta de sus fuerzas para cargar tierra y madera para arreglar una casita”, prosiguió la carta. Con ella aumentaba el desconsuelo del adiós a ese padre entregado a la comunidad que debía marcharse.
Sobre las mejillas de los más ancianos, de los adultos, de los jóvenes y de los niños se asomaron las primeras y disimuladas lágrimas. Un silencio total se sintió en Nueva Jerusalén.
Las manos se extendieron hacia el padre Iván. “Gracias padre por el gran aporte que con su trabajo hizo para la construcción de la capilla, lo vamos a esperar para la primera Eucaristía, que Dios siempre guie sus pasos”, la carta dio fin.
Tras ella, filas de feligreses se acercaron al padre para personalmente recalcarle sus agradecimientos.
“Padre la bendición”, “padre una foto”, “padre lo vamos a extrañar mucho”, “padre no se olvide de nosotros”, eran las frases que entre la multitud se escuchaban mientras el sacerdote desaparecía entre sus feligreses.
Aquel hombre que cuando llegó a la comunidad los habitantes ponían en duda por su pinta de todo, menos de servidor religioso, esa mañana dejaba entre sus seguidores un desconsuelo por su partida.
Entre llanto, la comunidad le dio su adiós. Nueva Jerusalén, aquella tierra prometida de discípulos de Cristo de la que habla la Biblia, sintió la falta del sacerdote que ese domingo les dejaba su mayor riqueza: la fe.