Kelly vive cerca del cielo
Manantiales de Paz es uno de los siete barrios que componen la vereda Granizal, en el municipio de Bello. En lo alto de ese cerro nororiental, en una zona de invasión sin acueducto ni alcantarillado, vive Kelly, una mujer que, como tantas víctimas de la violencia y el desplazamiento, se vio obligada a instalar allí su casa. Bitácora cuenta su historia.
Por: J. Andrea Osorio Hidalgo – josori33@eafit.edu.co
Se nota que ha llovido la noche anterior. La humedad y el lodo permean el lugar. Los zapatos se llenan de barro en cada paso. El piso está resbaladizo. Kelly Hernández, acostumbrada a esos obstáculos, intenta ayudarme: “ojo, niña Andrea, no se vaya a caer. Suba con cuidado”. Hay que dar buenas pisadas para no terminar en el suelo.
Ella usa sandalias tres puntadas y sube sin dar tumbos, con los pies limpios, mientras yo, con tenis, me resbalo todo el tiempo y el pantano me llega al pantalón. Me mira y sonríe. “Hoy a Lupe le puse las botas de plástico, para que no se le ensucie el uniforme ni se vaya a caer. Esas son las que usted necesita, niña Andrea”. Lupe es la hija de Kelly, tiene tres años. Va de lunes a viernes desde las 8:00 hasta las 4:00 al jardín “La cometa”, cerro abajo.
El pantano también cubre las piedras del caminito que lleva a la casa de Kelly, ubicada en el sector 5 de Manantiales. Por cada escala subida, uno está más cerca del cielo. Allí hace un clima montañoso que nada tiene que ver con el de la ciudad. Pero entre más arriba, mayor es la pobreza. Su casa fue construida por ella, con la ayuda de su esposo, familia, vecinos y amigos. Le compraron el terreno a las bandas que mandaban en la zona hace diez años. Está hecha de retazos de madera, troncos de árboles y latas.
Kelly cuenta que una vez, en un aguacero, el morro se les vino encima: “nos tumbó media casa. Nosotros estábamos durmiendo, pero menos mal no nos pasó nada. Con mi mamá, cuatro trabajadores y otra gente, volvimos a levantarla. Así sea de palo, yo le doy gracias a Dios porque al menos no tenemos que pagar arriendo. Tenemos nuestra casa”.
Volver a empezar
Kelly llegó a Manantiales con su mamá y su hijo mayor en busca de un hogar hace siete años. Eran las 2:00 de la madrugada. Llegaron a pie desde Manrique San Pablo, y caía una tormenta. Las amenazas y el conflicto entre bandas los hicieron desalojar su antigua casa.
Kelly cuenta su historia mientras prepara el almuerzo. La cocina es oscura, pequeña, hecha de piedra y de latas. La iluminación es mínima. Del techo cuelgan vasos y ollas. También hay dos cucharas, tres cucharones, un bolinillo, un colador y unas tijeras pegadas a la pared. Las columnas son troncos de árboles, unos más gruesos que otros. La casa se ve ladeada, le hace falta un pedazo de madera que ayude a soportarla.
Mientras en la estufa se fríe una porción de carne –se oye el aceite quemando– Kelly prepara en la mesa una ensalada de cebolla con tomate. Cocina para su esposo, su padre –que vive dos casas abajo y a veces sube a visitarla– y sus tres hijos: Lupe, Camilo y Johan. Camilo es el mayor, tiene 9 años. “Ese niño está muy necio, niña Andrea, no quiere estudiar, no me quiere hacer caso. Yo ya no sé qué hacer con él”, comenta mientras de la mesa pasa a licuar unas frutas para hacer jugo.
Kelly viene del mar
Nació en la Costa, en Sucre. En 1997, su familia se desplazó porque las FARC amenazaron a su padre. Lo iban a secuestrar. Ella tenía 10 años. “Nosotros en la Costa gozábamos de una casa bonita, estábamos acomodados. Pero ya de eso no queda nada”. Llegaron a Copacabana, al norte de Medellín, dejando atrás su vida y sus cosas. Allí tuvo que trabajar como niñera para ayudar con los gastos. Pero esa sería sólo la primera vez que ella y su familia iban a dejar su historia en tierra ajena.
Como nómadas, un par de años después, se trasladaron a Manrique, San Pablo, en la comuna 3 de Medellín. Vivieron estables diez años, hasta que en el 2009 tuvieron que desalojar una vez más. De ahí empezaron otra vez en Manantiales. Pero su sueño es vender algún día esa casa de madera y latas para buscar otro horizonte. Tal vez de vuelta en Manrique, pero esta vez por elección propia: su madre y un hermano siguen allí. Sobre todo para que sus hijos no crezcan en ese pantano.
Los domingos, en la casa de Kelly, son de banquete. Es el único día de la semana en el que pueden comer todos juntos. Casi siempre espaguetis con atún, la comida preferida de su esposo Jhon Jairo. Él es técnico en motobombas y solo descansa los domingos. Trabaja en una empresa donde tiene horario de entrada, pero no de salida; a veces llega temprano y otras le toca amanecer trabajando. “Tiene que venir a probar esos espaguetis, niña Andrea, pero primero pruebe esto a qué le sabe”. Kelly me ofrece una cuchara con suero costeño que saca de una nevera que compró a mitad de precio. El suero lo guarda en un viejo tarro de gaseosa.
De pronto, llegan sus hijos del colegio. A ambos se les ve en la suciedad del día y el pantano que corre por el caminito que lleva a la casa. Danger, su perro gigante, los recibe emocionado. Está flaco pero feliz. Come el doble que los hijos de Kelly.
Ella les revisa los cuadernos y les ayuda con los deberes. “Sin hacer las tareas no pueden subir a ver televisión ni a jugar con las bombas”, les dice. Camilo me muestra una carta que la profesora le ha mandado, en la que lo regaña por pelear con sus compañeros y no dejar dar clases. “¿Cómo ve pues a este muchacho, niña Andrea? No sé qué haré con él, la semana pasada me hizo pagar un lapicero que le botó a un compañero”.
Para subir al segundo piso hay unas escalas en forma de caracol, hechas con retazos de tablas. Desde arriba, parece el agujero de Alicia. Y como la casa está inclinada, hay que agacharse para entrar en la habitación. Piso insegura porque el suelo tiembla al caminar. Tengo la sensación de que, en cualquier momento, se derrumba la casa. Pero no debe ser tan endeble desde que los niños corretean, saltan y no pasa nada.
Arriba hace calor. Las latas del techo se calientan y viene el sofoco. En el fondo, parece la Costa en la que nació Kelly hace casi 30 años. En ese segundo piso caliente quedan las habitaciones, una al lado de la otra, pues no hay mucho espacio para separarlas. Kelly duerme con Lupe; el esposo, al lado, en una hamaca. Trajeron sus costumbres con ellos: esa hamaca y el excéntrico equipo de sonido que ocupa casi media casa. También conservan su acento costeño, pero no los niños. Pero son hinchas del Medellín y el Nacional, los equipos locales.
Antes de irme, Kelly me cuenta que apenas hace cuatro años se hicieron los caminos de Manantiales. “Antes era más lodazal de lo que es ahora. Uno se termina acostumbrando a caminar todo eso, a subir tantas escalas a diario, casi como subir al cielo”.
Hace frío y parece que va a llover. “Mejor voy ya por Lupe para que no nos coja el agua”, dice Kelly antes de despedirse de sus hijos. Les dice también que no se demora. Camilo mira a su madre y le dice que vuelva a invitarme el sábado. Bajo con Kelly por su niña. Y una vez con Lupe, agarrada de la mano, me acompaña a coger el bus. Nos despedimos y sé que les esperan 20 minutos de vuelta a ese monte cerca del cielo.
La familia Hoyos Hernández, la de Kelly y John Jairo, es otra de las tantas víctimas del conflicto colombiano. Han visto morir a sus seres queridos, como al papá de su esposo, que lo mataron las FARC. Sus hijos fueron, de hecho, testigos del asesinato. Su esposo trabaja duro y se gana un mínimo para mantener a su familia. Ella está buscando trabajo.
Igual que aquella canción del grupo Suramérica que dice: “me preguntaron cómo vivía, me preguntaron. Sobreviviendo dije, sobreviviendo”. Así lo hacen ellos. Soportan, sobreviven. No miran atrás, sino adelante. “El proceso es doloroso, pero si uno no sigue caminando es peor, de a pasitos se ve el futuro ”. Eso dice Kelly, pero cuando mira cerro arriba se le ve la nostalgia.