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Hugo Zapata, escultor de lo imposible

Él es un hombre enamorado de las piedras. Les habla, las siembra, las acaricia. En sus manos sin callos, a pesar de medio siglo de escultor, cada roca deja de ser guijarro para convertirse en metáfora, en arte, en símbolo.

Por Catalina Jaramillo y Paula Molina

Hugo Zapata madruga a hablar con las piedras. Pero este lunes lleva varias horas despierto sin salir de la cama. No es el peso de las cobijas lo que le impide levantarse, es un dolor en la rodilla izquierda que aumenta con el frío, en su casa del municipio El Retiro. La temperatura no supera los 15 grados. Antes de ponerse sus gafas, viejas y sucias, se rasca la barba blanca  y se recoge en una moña el pelo que le llega hasta los hombros.

Nación hace 70 años en La Tebaida (Quindío). Es el quinto de los 16 hijos de Abelardo Antonio y Elvia. El mayor de los hombres, el favorito de la casa. Cuando era niño organizaba rocas en el patio de su casa según el tamaño y el color. En las fotos de los viajes familiares siempre aparece con la mirada en el suelo. Su madre sabía que él siempre estaba buscando piedritas.

Tras un kilómetro de carretera destapada, cerca a la represa de la Fe, una casa de vidrio aparece en medio del bosque. En el patio, las esculturas que tienen un gran valor en el mercado del arte – cuestan entre 30 mil y 120 mil dólares-, están al sol y al agua. Hugo Zapata, reconocido artista plástico, camina entre sus obras a paso lento. Se detiene para acariciarlas. Las rodea. Las abraza.

A pocos pasos está el jardín. Allí siembra sus rocas sin forma. Las riega como si fueran a crecer. Alguna terminará en el taller para ser intervenida durante días por el artista y sus obreros. Las demás serán solo parte del paisaje, junto a algunas obras sin terminar en lo que él llama su “cementerio de piedras”.

Algunos días, como este lunes, tarda más en empezar su trabajo. Le gustan tantas rocas que no sabe cuál elegir. “Hoy te tocó, querida”, le dice a una lutita, una piedra negra que cuando se corta parece oxidada. Está convencido de que le obedecen, de que llega a acuerdos con ellas. Después de seleccionarla, la traza con un lápiz blanco a medida que se imagina las esculturas. Los aprendices que le asisten en el taller tienen que esforzarse para entender lo que pasa por la cabeza del escultor. No es sencillo. Pero trabajan duro para cortar y pulir según las indicaciones del maestro.

Los aprendices que le asisten en el taller tienen que esforzarse para entender lo que pasa por la cabeza del escultor. No es sencillo. Pero trabajan duro para cortar y pulir según las indicaciones del maestro.

A Hugo Zapata lo han llamado alquimista. Hay quien lo compara con Paracelso, el médico a quien se le atribuye la relación entre los cuatro elementos y las criaturas fantásticas. Como tantos artistas antes que él, cree en la magia. Durante la construcción de su casa en el Retiro, asegura que tuvo que sentarse a negociar con los duendes. Estaba borracho. “Yo los veía. Se paraban en los árboles y se reían de mí. Luego desaparecían. Ellos no hacen daño si uno no los molesta. Por eso no he cortado ni una rama del bosque nativo”.

El artista, obsesionado también por el cosmos, hace homenaje a la naturaleza a través de esculturas que lo representan: la tierra es la roca, el fuego son los pigmentos y la páprika, el agua es el cristal, y el aire, el sonido que hace el viento cuando golpea las figuras. Zapata es un hombre que, como el rey Midas, toca los elementos y los convierte en objetos de valor.

 

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Un hombre que lee las piedras

Hugo Zapata está convencido de que antes del hombre, la tierra ya escribía. Las rocas fueron testigos de la existencia de los dinosaurios, del origen del fuego y de la evolución. En ellas quedaron señales que hoy nos hablan de inviernos inclementes, tormentas devastadoras y calores como del infierno. Los fósiles de plantas y animales hacen parte de la memoria de la tierra. Las piedras son para leerlas.

También las culturas antiguas dejaron su historia escrita en piedra: el alfabeto griego, los jeroglíficos egipcios, los mayas y su calendario, los diez mandamientos de la Biblia.

Por eso los caminos del proceso creativo de este maestro tienen orígenes diversos: libros, paisajes, experiencias y canciones. Pero también la tierra misma. Sus creaciones nunca son iguales y cambian de significado. Él, como Miguel Ángel, cree que la obra ya está en la piedra, y que el artista solo se encarga de quitar lo que le sobra.

Para comprar una de sus creaciones, los coleccionistas esperan hasta dos años para conseguirla. Pero él no trabaja bajo pedido. Crea lo que imagina y la gente confía en el resultado. Pasa tanto tiempo con sus esculturas que se encariña con ellas. “Tengo obras que he vendido y todavía extraño. Nadie me quita esa tristeza”. Y lo dice como cuando un padre habla de una hija que se ha ido lejos.

Una piedra en el camino

Nunca tuvo hijos, pero sí se casó. Su esposa, Diana Mejía, era diseñadora, de las primeras generaciones de la UPB. Era su musa; piedra angular según sus hermanos, y nunca mejor dicho. Ella era muy tranquila, intelectual como él. Dedicada a la empresa y a la casa, administraba la plata y también a su esposo, un hombre que, salvo ella, nadie ha podido controlar. “Él es un espíritu libre, uno nunca sabe qué va a pasar con él, qué va a hacer. De pronto está en un estado y salta a otro. Solo él sabe y siente para dónde va”, dice Juan Zapata, uno de sus hermanos menores.

Sus amigos también han visto siempre en él un hombre de excesos: se obsesiona con su obra y de paso, como muchos artistas, con las drogas, las mujeres y el alcohol. Desde muy joven escogió un estilo de vida bohemia: libre y poco organizada. Sin embargo, Diana siempre fue paciente, lo acompañaba a las fiestas, a todas partes. Pero murió de cáncer y eso lo destruyó. Tres meses después falleció su madre. Ese año perdió gran parte de su lucidez. Bebió más ron. Metió más perica, esa droga derivada de la cocaína.

Desde muy joven escogió un estilo de vida bohemia: libre y poco organizada. Sin embargo, Diana siempre fue paciente, lo acompañaba a las fiestas, a todas partes. Pero murió de cáncer y eso lo destruyó. Tres meses después falleció su madre. Ese año perdió gran parte de su lucidez. Bebió más ron. Metió más perica, esa droga derivada de la cocaína.

De niño sentaba a sus hermanos a rezar. Cuando llegaba a la casa después del colegio, se ponía sus pantuflas, la pijama, cogía la camándula y sentaba a los 16 a entonar el rosario. Todavía se vuelve a Dios cuando tiene dudas. 

La voz de la experiencia

El arte es algo que Hugo tuvo en su interior desde siempre. Eso cuenta Carlos Zapata, mientras recuerda cómo el escultor recitaba poesía en cualquier evento social al que estaba invitada su familia. En lo académico, Hugo Zapata solo tuvo dos años de un real acercamiento con el arte, empezó Artes Plásticas en La Universidad de Antioquia. «Un día mientras estaba de rumba con mis amigos me di cuenta que con eso no iba para nada, me retiré y empecé arquitectura» recuerda.

En la universidad le gustaba mucho la política. Un hombre de izquierda pero que en las manifestaciones, en lugar de tirar piedras, se las guardaba en el bolsillo y decía: “esta tan bonita no la tiro”.

Como arquitecto diseñó dos casas. Tenía buenos amigos en la facultad de geología que lo dejaban entrar al laboratorio para explorar sus piedras. Hugo les hacía cortes y veía lo que tenía en su interior. Así aprendió.

En sus inicios, también fue pionero en serigrafía, pintaba al óleo, escribía poesía. Fue fundador de la carrera de diseño en el Instituto de Artes de Medellín.

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El maestro y sus discípulos

«Pacho, muéstreme cómo está quedando esa cordillera, párela de ladito para que se vea el cristal».

Seis aprendices trabajan en su taller. Aprenden del maestro cómo cuidar las piedras, a cortarlas y pulirlas. “Pero ellos ya saben más que yo. Les cuento mis ideas y las materializan. Ya intervengo menos que antes. Es un trabajo muy duro para mí, ya estoy viejito”, dice el artista.

Omar Mauricio Vásquez, docente de la Universidad EAFIT, fue uno de sus alumnos cuando dictaba la materia Tridimensional  en la Universidad Nacional. La última vez que lo vio fue en el 2009 y asegura que Zapata sigue siendo uno de sus principales referentes: “Nunca tuve como meta ser profesor, pero en el camino hay ciertas cosas que te van perfilando. Cuando uno va a tomar la decisión de enseñar se devuelve en el tiempo a ver referentes, uno de los míos es Hugo”, cuenta Vásquez. “Para ver las cosas que él ve se necesita una sensibilidad particular” asegura.

Parece que con lo único con lo que Hugo no es bondadoso es con sus ideas. Es él quien crea, supervisa y corrige. Pero se le conoce por generoso: “Una propina de Hugo al que le cuidó el carro puede ser un billete de 50 mil pesos”, cuenta su hermano. Regala toda la plata que le entra, no le gusta tener dinero en el bolsillo y nunca ha querido ser millonario. 

Su obra

Museos en China, Suiza, Francia y Mongolia exhiben esculturas de este artista quindiano. Pero él, a sus 70 años, todavía no se acostumbra: «aún siento sustico de exponer en los museos, como una cosquillita».

Sus obras se clasifican en grandes piedras esféricas pulidas para resaltar las texturas de los materiales, columnas altas rellenas con minerales de colores, espejos de agua, lajas acomodadas que representan mapas de lugares imaginarios, y rocas cóncavas.

En el año 2000, la Universidad EAFIT de Medellín le encargó una obra escultórica que se relacionara con el aprendizaje para acompañar la biblioteca que para entonces estaba en construcción. Zapata esculpió El Ágora, un grupo de piedras blancas en las que hoy se sientan los estudiantes. El Àgora también aquí como en la antigua Grecia es un punto de debate y encuentro.

Pórticos es otra de sus esculturas más conocidas. Seis arcos de colores que dan acceso al aeropuerto Jose Maria Cordoba, metáfora de una gran puerta por donde se entra y se sale; las Estelas en la sede de Suramericana y Entreaguas en el Centro Comercial Unicentro; los Longos en la avenida el Dorado y Poniente en el Banco de la República, en Bogotá. De nuevo, la presencia del cosmos y la naturaleza. Sus piedras, como la tierra en la que se inspira, son para leerlas. 

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