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En el Valle de Aburrá se celebra el Sol

El Inti Raymi, ceremonia indígena originaria de los pueblos andinos e Inca, se celebra cada Solsticio de invierno, en el mes de junio, para honrar al dios Sol. En Medellín la fiesta inició con cantos y danzas el jueves 18 de junio, en uno de los jardines de la Universidad de Antioquia.

El mandala, según la tradición indígena, concentra la energía para ofrecerla a los espíritus de la naturaleza.

Texto de Sara Ruiz Montoya
sruizmo1@eafit.edu.co

Fotos de Juan Gonzalo Betancur
jbetan38@eafit.edu.co 

Ata llevaba puesta una camisa blanca, un jean color hielo y un collar de semillas. Su pelo, sobre los hombros, estaba acomodado detrás de las orejas. Traía en las manos una bolsa llena de maíz y un tambor nativo americano. Ata es indígena Nutabe, del Occidente antioqueño, y llegaba a la Universidad de Antioquia a celebrar, con los integrantes del Cabildo Indígena Universitario, el inicio de la Fiesta del Sol.

La Fiesta del Sol o el Inti Raymi, en quechua, se celebra cada ciclo de traslación de la Tierra,  en el mes de junio, según la tradición de los pueblos de los Andes. Este año se llevó a cabo la fiesta desde el jueves 18 de junio, y la ceremonia final fue el domingo 21, con un recibimiento al Sol, desde la madrugada, en el cerro El Volador.

La celebración inició a eso de las diez de la mañana del jueves con un acto de armonización, de saludo a las direcciones que ilumina el Sol, pidiéndoles permiso para empezar a celebrar. Nataly, indígena de la etnia Embera, de pelo negro y ondulado, falda de flores, camiseta y diadema tejidas en crochet, presidió el acto junto con Ata.

Nataly compartió una historia que le contó un amigo suyo, de la etnia Inga, proveniente de Putumayo y Cauca:

“Antes, cuando vivían los antepasados, el Sol se fue y quedó todo oscuro, Solo estaba la oscuridad. Los pueblos estaban muy tristes y se preguntaban: ¿Por qué no hay Sol? ¿Por qué no hay luz? Entonces ellos le pidieron al cóndor que subiera al Sol y le preguntara qué había pasado. Entonces el cóndor se fue y voló y voló, se demoró mucho, y cuando bajó a la Tierra, le dijo a los ancestros: ‘Qué difícil es subir al Sol, no fui capaz’.

img_1945Luego le pidieron el favor al águila y ella tampoco pudo subir al Sol. Entonces los ancestros estaban muy angustiados porque ya había mucha oscuridad. No se podía ver, no se podía sembrar, ni nada. Entonces le pidieron el favor al colibrí. Y el colibrí con su vuelo mágico, sagrado, subió y subió y voló, bien chiquitico. Y cuando bajó, en su piquito, había una chispa de Sol. El colibrí pudo hablar con el Sol. El Sol le dijo que se había ido porque los hombres lo habían olvidado. Entonces el pacto fue que el Sol le daba un poquito de él al colibrí para que lo llevara a la Tierra, si los abuelos y los ancestros lo recordaban. Entonces, a partir de ese momento, surgió esta fiesta. La fiesta del Sol”.

“Hoy nos convoca el Sol, del cual somos hijos”

En un jardín ubicado entre los bloques 9 y 10 de la Universidad de Antioquia, nos formamos en un círculo indígenas wayúu, tules, nutabes –que se creían extintos–, embera y pastos, estudiantes y profesores de la Universidad de Antioquia y de Eafit. En total, 20 personas. Entre ellos un Piache, intérprete de los sueños y curandero proveniente de La Guajira, que Solo hablaba wayuunaiki.

El círculo estaba rodeado por los siete colores de tres banderas aimara, pueblo andino de la meseta del lago Titicaca entre Bolivia, Perú, Chile y Argentina.

Ata explicaba la importancia del maíz para los las etnias indígenas americanas. “El maíz es la vida, ya que grandes civilizaciones se han formado a partir de él. El maíz es la base de la civilización”, así, como cuentan los Mayas y el Popol Vuh.

Todos, algunos descalzos y otros no, levantamos los puños llenos de maíz hacia el Norte, el Sur, el Oriente y el Occidente; arriba, al cielo; abajo, a la tierra; y al centro, como un acto de purificación y de agradecimiento al Sol, al Taita Inti, por su providencia.

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Cada rezo que proferían Ata o Nataly era seguido por el sonido del tambor y la maraca, atrayendo las miradas de estudiantes que se encontraban en los bloques aledaños. Mientras tanto, en nuestro círculo, el maíz se ofrecía, levantado entre las manos, a cada orientación del Sol.

Luego llegó el momento del mandala, “un diseño que se hace con granos, con  productos de la tierra, y sirve como una forma de ofrecimiento a los espíritus y a los guardianes del territorio toda la energía que cada uno tiene, para concentrarla en un mismo punto de manera armoniosa”, decía Ata. Él, junto con Nataly y Yonny, gobernador del Cabildo Indígena Universitario en Medellín, trazaron con sus manos círculos y líneas en la tierra, que cada participante del ritual llenó con el maíz que llevaba entre sus puños, también con flores, pétalos, tallos y mazorcas.

Cada quien se acercó, en silencio, y acomodó sobre los círculos y  líneas de tierra el maíz que ofreció al Sol y a los espíritus de la naturaleza, mientras que una participante del grupo –que no es indígena– entonó una canción. “Vienen del Este, hacia el Oeste, vive en el Norte, vive en el Sur/ Y en el centro, muy en el centro, brilla una estrella de gran poder”. El sonido del tambor y la voz concentrada en el mandala parecían ser los que atrajeron más participantes que tampoco eran indígenas. Para la hora del refrigerio, a eso de las 11:15, llegábamos a ser 30.

Siguió la danza. Ata empezó a cantar ritmos de los pueblos del Norte, de las tribus estadounidenses Cherokee y Cheyenne. Todos, en el mismo círculo, seguimos el ritmo de  su tambor americano y de sus pies, que bailaban hacia la derecha, a la izquierda, corrían hacia el centro y hacia afuera. Ahora más y más estudiantes miraban, se acercaban, y se asomaban por las ventanas de los bloques 9 y 10.

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Los participantes de la ceremonia cantamos y danzamos alrededor del mandala, al ritmo de las maracas y del tambor americano.

La Tierra es la gran pedagoga

En medio de la danza y los cantos del Norte, del Centro, del Sur “para converger en un Solo espíritu en el Sol, del cual somos hijos”, llegó el profesor Abadio Green, de la etnia Tule. Los Tule habitan en el golfo de Urabá, en territorios colombiano y panameño. Abadio es el primer indígena con título de doctor en Colombia.

“Para nosotros, el Sol es el primer hijo de la Tierra y la Luna –para nosotros la Luna es el hombre, la Tierra es la madre–. Entre esos dos hubo un incesto, y de ellos nació el Sol, y todos los planetas y las estrellas. (…) Todos aquí somos hijos e hijas de la Tierra, de un dios, de una diosa, porque los españoles cuando llegaron nos suprimieron a la mujer, nos dijeron que había un Solo dios, que es un hombre. Pero en las lenguas indígenas no existe un dios hombre: existe una mujer”.

De izquierda a derecha, el Piache wayúu, Nataly, y el profesor Abadio.

De izquierda a derecha, el Piache wayúu, Nataly y el profesor Abadio Green.

Abadio es el fundador de la licenciatura de la Madre Tierra, un programa académico descentralizado para estudiantes de comunidades indígenas. Él dice que el sistema universitario es colonial, porque no se acerca a la realidad de los pueblos. El pregrado, perteneciente la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Antioquia, va en su segunda cohorte, y concibe a la Tierra como la gran pedagoga.

Actualmente existen alrededor de 900 estudiantes indígenas en Medellín, de los cuales solo cinco estuvieron cantando y danzando en la apertura de la Fiesta del Sol.

“En mi cultura existen más de veinte cantos de curación. Cantamos a la locura, al parto, al maíz, al cacao, al ají picante… pero todas son curaciones. Y todos estos cantos, para comenzar, siempre deben acudir al Sol, porque el él es el que ha sido el testigo de todo lo de nosotros; el día que nacimos, estuvo presente. Entre nosotros, los secretos para curar son el Sol. Yo invoco al Sol para curar cualquier enfermedad”, contaba Abadio.

Los cantos continuaron, las danzas atraían más y más miradas. Los participantes que no eran indígenas, a pesar de sus rasgos físicos y color de piel, parecían ser parte de alguna etnia andina. Por las ventanas de los bloques 9 y 10 aparecían más y más personas, que seguían con sus ojos las figuras que se formaban con los cuerpos alrededor del mandala. Era casi el mediodía, el Sol se acomodaba en el centro del cielo y en el Valle de Aburrá apenas iniciaba su fiesta, la gran Fiesta del Sol.

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