‘El Trozo’ y sus olvidos reciclados
Un personaje emblemático de El Carmen de Viboral empaca los recuerdos del pueblo todos los días en su carriel, mientras los pobladores gozan de sus particularidades.
Por Manuela López – mlopezp2@eafit.edu.co
A sus 72 años, Enrique Jiménez Jiménez es uno de los personajes más conocidos entre los cerca de 47.000 habitantes del municipio El Carmen de Viboral. Esto se evidencia en una caricatura suya que hay colgada en una pared de la heladería el Rincón Colonia, ubicada en el parque Simón Bolívar y más conocida como La Plaza. La imagen es una copia casi fiel de Enrique: baja estatura, nariz alargada y textura ligeramente áspera, orejas prominentes con por unos cuantos pelos gruesos, ojos pequeños, mirada nostálgica e inocente.
La imagen hace parte del patrimonio del negocio y Enrique de los personajes de este pueblo, considerado La perla azulina del Oriente Antioqueño por su riqueza hídrica en las 53 veredas y 6 corregimientos.
Él se ha hecho reconocido porque siempre carga en su carriel y en sus bolsillos (los de la camisa, el pantalón, incluso en sus interiores) “las cosas de la vida”: piedras, papeles, servilletas, colillas de cigarrillos, dulces, empaques, candelas, tapas, cauchos, clavos, picos de botellas quebradas… En fin, lo que le regalen o encuentre en el piso. Por eso, su delgadez natural se convierte en una robustez teatral. De ahí su mote de Enrique el Trozo. Es tan llamativo que Teleantioquia lo entrevistó.
De él se dice que es un reciclador. Sin embargo, él lo niega y dice que solo le gusta coleccionar todas estas cosas porque sí, no para venderlas sino para tener recuerdos.
Luis Enrique vive en el Centro de Bienestar del Anciano San José desde que tenía 29 años. Llegó allí el primero de marzo de 1974 acompañado por su madre Ana Julia Jiménez, quien estaba de avanzada edad, y su hermana Mercedes, conocida en el pueblo como La Maluquiada, por su irreverencia y sus gestos al saludar. Ambos nacieron con retraso mental.
Doña Julia los llevó allí por la preocupación que le causaba pensar que sus muchachos, luego de su muerte, iban a quedar desamparados. Por eso les propuso a los directivos del asilo que les entregaría las escrituras de su casa con la finalidad de que los dejaran vivir allí permanentemente.
La muerte de Julia y Mercedes no sorprendió, pero sí la reacción de Enrique, quien estuvo tranquilo, como si nada hubiese pasado. Cuando alguien le preguntaba, respondía: “¡Ah, ya qué más se va a hacer!”.
Desde entonces, Mariela Jiménez, su tía, y otros familiares lo visitan con frecuencia.
A Enrique le gusta mucho la calle, parece que el ancianato para él es un lugar de paso. “A veces se nos vuela cuando se toma los tragos, antes del desayuno, y llega a las 8:30 o a las 9:00 p.m.”, relata la religiosa Oliva Rodríguez Rodríguez. “Un día llegó a media noche y yo le dije: ‘¡voy a traer a la Policía!’. Y a él mencionarle a la Policía es como quien sabe qué. Ahí sí se pone juiciosito, pero cuando ve que no llega, se vuelve a descuidar. Cuando lo reprendo, le digo: ‘¡usted se lo buscó!’ Y al otro día se pone las pilas bien obediente”.
La religiosa sabe que prefiere comer afuera, porque la gente lo invita a almorzar o a tomar el algo, y le dan lo que más le gusta, lo que, según los médicos, no debe comer. “A él le fascina el mecato, y acá no le debemos dar eso”
Debido a que Enrique colecciona chécheres, como los llaman en el asilo, todas las mañanas, mientras una empleada lo baña con agua fría y jabón Prótex, otra bota lo que ha acumulado en los bolsillos. Cuando El Trozo nota la ausencia de sus cosas se disgusta, pero sale y se rellena nuevamente. Y así día tras día. Por eso duerme aferrado a su carriel, para evitar que cuando despierte no estén los que él considera sus valiosos objetos.
Su atuendo siempre cautiva: a quienes lo ven a diario y a los miles de turistas de este pueblo reconocido nacionalmente por su industria de vajillas y cerámicas artesanales. Siempre luce dos o tres bolsos llenos, un zurriago, un sombrero, un pantalón metido entre las medias, cordones de colores, dos relojes (uno en cada mano) con horas distintas.
-Enrique, ¿qué hora es?
-“Son las horas del corazón”, responde entre rizas, sin mirar sus relojes o los cuatro que tiene la torre de la iglesia de La Virgen del Carmen.
-Enrique, ¿cuál es su fecha de nacimiento?, ¿cuál es su fecha de cumpleaños?
– “Ahí ta’ pa’ chabeche”, responde.
A él solo le importa la hora de salida y regreso al Centro de Bienestar. Cada mañana, a eso de las 6:00 a.m., sale apurado. Se pasea por el parque principal recién remodelado, la calle del Comercio (la más concurrida que atraviesa de sur a norte el municipio), la calle de la Cerámica, la calle de la Arcilla, los almacenes, los restaurantes, incluso la iglesia, un lugar con una arquitectura imponente, vitrales, mosaicos en cerámica, columnas enchapadas con mármol de alicante. “A mí lo que me parece curioso es que Enrique se mantiene en la Iglesia, a nosotros nos dice: ‘voy a desayunar porque me tengo que ir a la Parroquia a sacar la basura’”, cuenta Luz Elena Osorio, empleada del asilo.
Lo cierto es que Enrique asiste todos los domingos a las ceremonias de las 8:00 a.m., 12:00 m., 5:00 p.m. y 7:00 p.m. Al entrar se quita el sombrero. Allí se le ve activo: camina por donde puede y al momento de “dar la paz” procura darle la mano a la mayor cantidad de gente.
Al preguntarle si al morir se va a ir para el cielo, como cree que lo hicieron su mamá y su hermana, o para el infierno, responde con su frase más común: “¡Ay, me mataste!”.
Sin embargo, ni su dieta lo ha matado. Come de todo, ¡literalmente de todo!, excepto arepa. Si le pasan una empanada se come hasta la servilleta. Se come la ceniza de los cigarrillos. Mientras la saborea, exclama: “¡Ah, tan bueno…!”… “hay que comer para poder vivir”
A pesar de sus hábitos, Enrique es muy saludable. Aunque toma medicamentos, no padece ninguna enfermedad crónica y jamás ha estado hospitalizado. Sólo pasó varias horas en el consultorio del odontólogo carmelitano Enrique Duque, quien se ofreció para arreglarle la dentadura de la mandíbula superior. Ahora tiene caja de dientes nueva, gracias a la generosidad de su tocayo, y la deja ver constantemente. Si se le pide que sonría para una foto, se ríe a carcajadas.
En el Carmen de Viboral, hay quienes lo consideran loco y no faltan quienes lo creen sabio. En cualquier caso, hace parte de la idiosincrasia de este pueblo donde viven de la industria cerámica, el frijol, el maíz, la papa, las flores y la leche.
Para Rebeca Giraldo, directora del asilo, él “es un gran ejemplo, porque siempre quiere ayudar, y a pesar de las circunstancias está feliz, nunca se queja y vive tranquilo, relajado”.