Calle Manrique

El tango, esa diablura

¿Dónde estarán las voces, aquellas cuyas líricas los padres aún entonan? A las noches de Medellín no la iluminan solo las luces o reflectores de las discotecas.

Por Santiago Jaramillo Morales, estudiante del pregrado en Comunicación Social de EAFIT (artículo publicado en la última edición (número 109) de la revista El Eafitense

Nubes negras emergen del centro de Medellín. Treinta personas, acompañantes y trabajadores, corren por la pista hacia la bola de fuego que engulle la gabardina, consume la carne y ahoga las voces.

Una decena desesperada baja del camión, gira la manivela para combatirla con agua fría. Intentan controlar la llamarada entre un caos auditivo de sirenas, el incendio agonizante y su rugido acalorado que, como humo amargo, ingresa por oídos y fosas, sulfura los ojos e irrita la garganta.

El metal se desmorona y choca con estruendo en el suelo de nafta encendida. Su olor y el hollín toman vuelo como aves mensajeras para anunciar la tragedia ocurrida.

Es el 24 de junio de 1935 y ha muerto Carlos Gardel. Sin embargo, cuenta la leyenda que su esencia y la de su género aún acechan en las noches alegres, bajo la calidez de los faroles ámbar, el brindis de aguardiente y el burlón mirar de las estrellas, que con indiferencia, hoy les ven volver.

Suena en los parlantes con el comando del cliente o la pasión desenfrenada del barítono en escena, mientras reposan en los muros los antiguos cantores y las fotos de antaño, pues las casas de tango de la capital antioqueña son la viva memoria del Medellín del siglo XX, la música ciudadana y la icónica sonrisa del difunto Zorzal.

 

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Frente al Salón Málaga una hilera de farolas iluminan el corredor oscuro hacia la estación San Antonio del metro. Por los tres marcos de la entrada se proyecta su luz blanca y los compases de la orquesta que interpreta Volver, como un faro musical para el transeúnte sin sueño.

Mientras la música suena, la vista recorre las centenas de fotografías y condecoraciones que adornan sus muros. Es un local rectangular, bastante profundo, que en horas de la noche se lo encuentra lleno de familias, grupos de gomias y de las parejas tradicionales: un hombre con su mujer… o con su botella.

En una tarima de madera, justo frente al bar, el cantante cierra los ojos y con una expresión de regocijo, entona “Malena canta el tango, como ninguna…”. Se columpia el bandoneón, el piano, la guitarra, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha, con cada punzada de “Tal vez allá en la infancia, su voz de alondra, tomó ese tono oscuro, de callejón…”.

Pasan las meseras con las bebidas mientras los bailarines contratados se deslizan al ritmo de las cuerdas y el viento.

Entrecruzan sus pies, en una corriente que como olas los lleva de un lado a otro, enlaza sus cuerpos, sujeta sus manos y los hace mecerse en el maelstrom de aquella danza fluvial. “Porque el tango, dígase lo que se diga, es consecuencialmente la historia de la pareja. La pareja formada por el  hombre y la madre, por el hombre y la amante, por el hombre y el paisaje, por el hombre y el barrio”, como dice Hernán Restrepo Duque, investigador de música popular, en el libro Medellín Pasión Tanguera.

“Porque el tango, dígase lo que se diga, es consecuencialmente la historia de la pareja.

Con su cabeza inclinada hacia arriba y el torso hacia un lado, alzando su mano derecha y con la otra en el bolsillo, los observa la imagen de Gardel junto a los cantores del tango y la milonga que, en hileras y columnas, cubren las paredes hasta el otro extremo del local.

A sus memorias también las acompañan las fotos con los sitios comunes de aquel Medellín: la estación de Cisneros, la iglesia del Parque Berrío, el sector Guayaquil… De aquel Medellín cuyas reliquias sonoras ahora reposan junto a los cantantes que, alguna vez, interpretaron en las vitrolas Mi noche triste, el primer tango que sonó en estas tierras; las máquinas tocadiscos, esos “pianos que tocaban CD”; los radios que afligidas melodías entonaron aquel 24 de junio, y los discos de acetato que en su siglo sonaron, y aún suenan, en el Málaga.

Acabado el espectáculo a las ocho y media, el controlador cambia de género.

En el recorrido por los sitios del tango en Medellín se vira al suroeste y se cruza el río.

Ya le ha llegado el cierre a la mayoría de los negocios de horario regular. Sin embargo, así como en la naturaleza, lo que para los diurnos es el fin del día, para el nocturno es el “alunecer”.

Alguna vez dijo Horacio Ferrer que “el tango tocado o vivido o ritualizado de día, mejor dicho, al rayo del sol, me parece exactamente la misma cosa que el saludo de un sordomudo con muñones y sin nadie a quién saludar”.

 

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Al frente de la canalización de la calle 23 vuelve al oído la melodía rioplatense.

El Patio del Tango es un lugar con una entrada estrecha y largos ventanales cubiertos por barrotes, notablemente más pequeño que el Málaga, pero con formidable clientela.

Unas cuantas farolas amarillas le dan una iluminación tenue, pero suficiente, para que al cliente lo reciban los rostros de Osvaldo Pugliese, Libertad Lamarque, Armando Moreno, Roberto “El Polaco” Goyeneche, Hernán Genovese, Luis Correa y Carlos Gardel, por supuesto.

La pareja de danza ha hecho de la tarima un escenario de batalla, donde el hombre trata de dirigir un tornado vestido de rojo que lanza patadas hasta llegar al techo y deslumbra cuando se acerca a la luz.

A los jóvenes y a los extranjeros que desean internarse en la cultura los ha enganchado su contienda o, si descansa la tempestad, las punzadas eufóricas del barítono en acción.

Es la noche del cantante Ovidio Barreiro, “El Pibe de Oro del Tango”, un hombre robusto, mestizo, con característico bigote de estilo copstash.

El público lo conoce, lo recibe con gusto. Le entregan el micrófono y dice: “Es un placer volver a estar aquí. Hoy la salida es a las siete de la mañana”. Una mentira que seguro sería verdad si la humanidad de muchos lo permitiera.

“Allí donde siempre vive el tango” es el eslogan del Patio. No viene sin respaldo la selección del verbo “vivir”.

No es por escaso presupuesto aquella media luz. A la lírica del tango la identifican con los matices de la melancolía, la nostalgia, los afectos y la intimidad.

Sin embargo, como afirma Jaime Jaramillo Panesso, expresidente de la Academia Colombiana del Tango, contrario a lo que se dice, no es una música triste. En realidad, el tango es serio. Es una pequeña historia que se cuenta en tres minutos, que tiene libreto narrativo y se desarrolla en un comienzo, un centro y una resolución.

“Para el tango ningún sentimiento, objeto o circunstancia humana le es ajeno: el amor, el desamor, la madre, el fútbol, el farol, la esquina, los celos, la amistad, el vino, la cárcel, la mujer, el hijo, el vecino, la riña, la lealtad, el humorismo social, la tristeza, el baile y un etcétera muy largo”, continúa Jaramillo.

“Para el tango ningún sentimiento, objeto o circunstancia humana le es ajeno: el amor, el desamor, la madre, el fútbol, el farol, la esquina, los celos, la amistad, el vino, la cárcel, la mujer, el hijo, el vecino, la riña, la lealtad, el humorismo social, la tristeza, el baile y un etcétera muy largo”

El tanguero desenreda su matorral de sentimientos en palabras, como el escritor al poema y Kahlo a la pintura. Palabras fusionadas al hálito que embisten con fuerza.

La intimidad de media luz las trasmite a los clientes. Desde los barrotes y la entrada, a la calle; por las farolas recorre la acera, hasta donde alcanza la resonancia. “Y todo a media luz”. Así exhala El Patio de Tango.

Sin embargo, están aquellos que piensan que es uno de sus últimos alientos. Que es un género en vía de extinción porque el interés de las nuevas generaciones va en decadencia y, por tanto, vale adelantarse y decir que “el tango ha muerto”.

Si esto fuera cierto, no se llenarían de jóvenes sitios como El Patio del Tango o la Casa Cultural Homero Manzi, ubicada en la esquina donde se cruza la calle 48 con la carrera 41.

 

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La casa del Manzi tiene un estilo republicano de los años 40. De los ya mencionados, es el local más pequeño.

Así, en la entrada se encuentra su dueño, Javier Ocampo, en cuyo honor hay una placa sobre el marco de la entrada.

El hombre, con alrededor de 50 años, pierde el aspecto frío y antipático en el momento en que se cruzan las miradas con los clientes. El rostro impávido rápidamente esboza una sonrisa de lado a lado que se avecina para dar calurosa bienvenida a quien acaba de llegar.

Siempre al lado​ del Gardel de cartón o conversando en una mesa, riendo o llenando el vaso, siempre hay tiempo para el apretón de manos y la palmada en la espalda.

Si hay algo en el Manzi es la esencia de la hospitalidad. Él dice que quería captar la esencia del tango. Si eso es así, la esencia del tango es la misma de Javier.

Allí en sus parlantes suena Sentimiento gaucho, una pieza cuya letra está grabada en un pergamino enmarcado. Sin embargo, a pesar de ser el mismo género, algo ha pasado con el matiz al cambiar de entorno.

A las noches del Manzi no siempre las acompaña el espectáculo tanguero. Está ahí, se escucha en los parlantes, pero no es el tango lo único que se siente. Se siente a Medellín.

La mirada contempla los cuadros del baile y de rostros conocidos. La máquina tocadiscos está a la izquierda, titila, espera órdenes.

La melodía suena, canto y guitarra. “Adiós muchachos compañeros de mi vida, barra querida, de aquellos tiempos. Me toca a mí, voy a emprender la retirada, debo alejarme de mi buena muchachada”.

Se bebe la gaseosa en una mesa metálica, redonda, en medio de su ambiente de simpleza. La farola, su luz, se refleja en el cristal.

“Adiós muchachos ya me voy y me resigno, contra el destino nadie la talla. Se terminaron para mi todas las farras, mi cuerpo enfermo no resiste más”.

El del Manzi recrea la escena del café nocturno en los años 40. Y a pesar de que al género le tildan a veces de “anticuado” o para “gente vieja”, a la mesa más grande de ese mismo café se la ha apoderado un grupo de jóvenes universitarios.

No es un caso aparte, cuenta Javier. El lugar se ha vuelto un sitio común para la juventud.

Si el tango ha muerto, ¿qué atrae a los jóvenes a un sitio dedicado a todas horas al género, tanto como ocurrió en el Manzi como en El Patio del Tango?

La Casa Gardeliana, antaño un lugar del espectáculo y la farra rioplatense en Manrique, vio a sus noches enmudecer en 2011 para convertirse en museo y patrimonio de la ciudad.

Aquel fue el lugar donde el amigo Barreiro y muchos otros ganaron, en su tiempo, el concurso de la mejor voz para el tango en Medellín.

Un sitio del baile y de la orquesta para la familia, los fanáticos y los aficionados, la bancada de amigos y, por lo menos una vez, para Jorge Luis Borges, en 1978.

Vive todavía para instruir en sus áreas a la siguiente generación de bailarines del tango y para recibir a los ciudadanos y viajeros que anhelan recorrer la memoria histórica de la capital antioqueña en su dote de muestras tangueras, unas, según afirman, pertenecientes al mismo Gardel.

Pero si ya es tan obvio que el tango enmudeció como el hombre al que la Casa honra, ¿qué placer encuentra esta gente en mecerse con el ritmo de un difunto u observar las reliquias de un muerto?

¿A qué viene ese interés del Municipio en mantener a flote una cultura que ya pereció?

¿Qué es eso entonces que hace celebrar una Fiesta Internacional del Tango en Medellín, si no es para seguir cultivándola?

Como dice Jaramillo, quizá la respuesta la tenga “el poema de mayor calado hecho al tango por alguien que prefería la milonga y sentía poco aprecio por Gardel”:

“Esa ráfaga, el tango, esa diablura,

los atareados años desafía;

hecho de polvo y tiempo, el hombre dura

menos que la liviana melodía,

que sólo es tiempo. El tango crea un turbio

pasado irreal que de algún modo es cierto,

un recuerdo imposible de haber muerto

peleando, en una esquina del suburbio”

Jorge Luis Borges. El Tango​

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