Principal

El sueño de viajar por el Río Grande de la Magdalena*

Un país desconocido

Transporte de carga pesada por un barco remolcador. La imagen es desde el puente de mando del RR Humberto Muñoz, nave insignia de la Naviera Fluvial Colombiana. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Transporte de carga pesada por un barco remolcador. La imagen es desde el puente de mando del RR Humberto Muñoz, nave insignia de la Naviera Fluvial Colombiana. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Si bien Mompox tiene toda la fama por la belleza de sus construcciones, mi gran descubrimiento arquitectónico estuvo en las iglesias coloniales levantadas en Huila y Cundinamarca por clérigos y misioneros durante la Conquista.

Hay decenas de capillas preciosas, algunas ocultas entre las montañas listas a ser descubiertas, como el templo redondo de estilo románico en la inspección de Naranjal, jurisdicción de Timaná (sur del Huila), que a primer golpe de vista lo devuelve a uno a la Edad Media.

Y me fascinó el casco antiguo de Honda (Tolima), al pie del legendario puente Navarro, la primera estructura de gran magnitud que atravesó el Magdalena.

La zona vieja de aquella otrora ciudad gloriosa del río es un catálogo vivo de los períodos de la arquitectura en Colombia: posee callejones y cuestas de estilo andaluz, la iglesia de Nuestra Señora del Rosario (construida en calicanto) con su torre divisando la comarca, mansiones republicanas en perfecto estado, casas con estilo caribeño levantadas por migrantes que llegaron en plan de negocios, caserones como les gustaban a las generaciones de españoles que hicieron fortuna en la Nueva Granada, restos de bodegas símbolo de la pujanza comercial que se movió por las aguas del Magdalena…

Movimiento de planchones llenos de combustóleo (un derivado del petróleo) frente al puerto de Ecopetrol en Barrancabermeja (Santander). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Movimiento de planchones llenos de combustóleo (un derivado del petróleo) frente al puerto de Ecopetrol en Barrancabermeja (Santander). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Porque la historia está allí, en cada vuelta del río. El paso de Simón Bolívar en tal o cual fecha se recuerda desde Purificación –pueblo tolimense que llegó a ser durante tres días capital de Colombia– hasta la desembocadura del Canal del Dique, al pie de una parte de Cartagena a la que jamás van turistas.

Y le cuentan a uno que hubo sangrientas batallas en el río como las de La Humarena y Los Obispos, ambas en las guerras de finales del siglo XIX. O las más recientes, hace 10 o 15 años, en los ataques de la guerrilla cerca a San Pablo (Sur de Bolívar) a los barcos remolcadores que pasaban llevando petróleo mientras eran escoltados por la Infantería de Marina.

Otra cosa que hay que decir con tristeza es que algunos sitios históricos están perdidos, como Puerto Nacional, al pie del actual Gamarra (Cesar), del que solo quedan piedras y una maleza que se quiere tragar todo.

Hoy se olvida que por allí desembarcaron en 1828, tras viajar por el río, muchos líderes de la Gran Colombia que iban a la Convención de Ocaña, en la que hubo un fuerte enfrentamiento entre Bolívar y Santander por sus concepciones centralistas y federalistas.

O precisamente la casa en Purificación donde se alojaba el Libertador, convertida ahora en cárcel municipal.

Basta recorrer el Magdalena despacio, con los ojos y los oídos bien abiertos, para sentir y palpar muchos rasgos significativos de nuestra historia nacional.

 

Siete días sin tocar tierra

Operaciones de enganche y desenganche de planchones en las orillas del río en el tramo más complejo para la navegación entre Barrancabermeja (Santander) y Gamarra (Cesar). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Operaciones de enganche y desenganche de planchones en las orillas del río en el tramo más complejo para la navegación entre Barrancabermeja (Santander) y Gamarra (Cesar). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Mientras reposaba un poco en el puerto de El Banco (Magdalena), agobiado por el aplastante calor y esperaba la camioneta que me iba a llevar a Mompox, se me acercó un hombre con barba de cinco días:

–Ojalá pase una Naviera…

–¿Y eso qué es? –le pregunté como quien no sabe del asunto.

–Unos barcos que van por el río. Hay unos enormes que navegan despacitico por lo grandes que son y por todo lo que llevan.

Apenas le sonreí: yo había pensado lo mismo.

Ese sofoco de las dos de la tarde hace que cualquiera desee estar echado bajo un buen ventilador. Menos mal no había comido esos bocachicos poderosos que preparan ahí mismo en cocinas de madera bien organizadas bajo toldillos de colores: un almuerzo de esos sí manda directo a una siesta.

Detrás se escuchaban las risas de Diana, una linda mujer que se había acercado a jugar en un casino rústico de solo hombres. Los tipos la habían animado a apostar y ya perdían con ella: inició con el case mínimo de 2 mil pesos y había logrado unos 30 mil de ganancia; nada mal para 20 minutos de juego en una ruleta artesanal bajo aquella carpa roja de cerveza levantada en plena calle.

Yo también pensaba en aquellos barcos porque apenas una semana antes yo había pasado por aquí mismo cuando iba en uno de ellos que bajaba el Magdalena: el RR Humberto Muñoz.

Se trata del remolcador insignia de la Naviera Fluvial Colombiana, una empresa nacida en Medellín que lleva 95 años navegando por estas aguas. Mejor dicho, otro patrimonio del río Magdalena.

Alegoría de La piragua, canción emblemática del río, del maestro José Barros, durante el Festival Nacional de la Cumbia en el municipio de El Banco (Magdalena). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Alegoría de La piragua, canción emblemática del río, del maestro José Barros, durante el Festival Nacional de la Cumbia en el municipio de El Banco (Magdalena). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Cuando subí a esa embarcación en Barrancabermeja, el capitán Darío Chaverra, un lobo de río nacido en Maceo (Antioquia) y quien lleva 42 años navegando esas aguas, me preguntó con su amabilidad característica:

–¿Y por qué su interés de venir con nosotros?

Solo le contesté:

–Vengo siguiendo el río desde el Macizo Colombiano y espero llegar a Bocas de Ceniza. Voy de pueblo en pueblo, de puerto en puerto, recogiendo historias para contar, primero por Internet y luego en un libro. Quiero relatar cómo es el río hoy y cómo su gente.

El capitán sonrió, me llevó a la primera cubierta y me presentó a su tripulación de 14 hombres entre pilotos, contramaestre, marinos, cocineros y mecánicos, y comenzó para mí la aventura de vivir la navegación actual por nuestro río.

En los tres meses siguiendo el curso del Magdalena siempre respondí lo mismo cuando me preguntaban la razón de mi presencia por esas orillas y esa respuesta fue el pasaporte que me abrió todas las puertas que quise.

Rápido descubrí que quien escuchaba el motivo de mi viaje me ayudaba en lo que necesitaba: sentí que todos se alegraban de saber que alguien estaba ahí para contar la vida actual del río y de la gente que lo habita.

 

La aventura de la navegación

En la desembocadura del río, en Bocas de Ceniza (Barranquilla), la pesca se hace con una cometa con anzuelos que es arrojada sobre el mar. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

En la desembocadura del río, en Bocas de Ceniza (Barranquilla), la pesca se hace con una cometa con anzuelos que es arrojada sobre el mar. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

En su viaje 80 –que tuve el honor de hacer– el remolcador Humberto Muñoz empujó una carga de 13.000 toneladas, representadas en 9 botes o planchones y su carga de 2 millones 730 mil galones de combustóleo. Ese es un derivado del petróleo que llevan desde la refinería de Ecopetrol en Barrancabermeja hasta la de Mamonal, en Cartagena, para luego ser exportado.

Aquellas jornadas en ese barco fueron para mí fantásticas, presenciando la dura tarea de enganchar y desenganchar varias veces al día esos botes rectangulares –cada uno de 1.300 toneladas– que son movidos en el agua como fichas enormes de dominó.

Porque hay tramos entre Barrancabermeja y Gamarra en los que la navegación es complejísima debido a la fuerte sedimentación del río.

Cuando el paso de los barcos es difícil, se hace necesario buscar un “muerto”, es decir, un árbol lo suficientemente fuerte para que aguante amarrar la pesada carga, dejarla ahí bien anclada, salir luego a “sondear” la profundidad del lecho con instrumentos satelitales pero también al estilo antiguo (metiendo al agua una vara de madera) y luego volver por la carga, pegarla al remolcador con pesados cables de acero, y de nuevo partir hasta donde nuevamente el paso sea difícil y haya que repetir estas pesadas maniobras.

En ese tramo complicado, en un día malo, un barco de esos escasamente avanza 30 o 40 kilómetros. Por eso el interés del gobierno en el proyecto de recuperación de la navegabilidad por el Magdalena, sobre el que hay bastantes dudas en un sector de la academia y en las propias comunidades ribereñas, pues sienten que no las han consultado y que aquello no les beneficiará en nada.

En una semana en ese barco, lapso en el que no toqué tierra y solo gasté 20 mil pesos en dos mojarras y una doncella (peces que cenamos a las 4 de la tarde ya que a bordo los horarios son bien especiales), presencié amaneceres anaranjados y atardeceres incandescentes, vi regiones enteras dominadas por el sistema de ciénagas y humedales, zonas donde el río tiene más de un kilómetro de ancho y 30 metros de profundidad, pescadores de atarraya en canoas, pueblitos en medio de la nada y mucha, mucha pobreza y olvido del Estado.

Al descender del Humberto Muñoz en el puerto de Pasacaballos, aún en el Canal del Dique en las afueras de Cartagena, lo hice rápido y sin mirar atrás porque me dio nostalgia dejar a aquellos navegantes con los que trabé buena amistad y porque igualmente había llegado a mi meta de acompañar el río hasta el mar.

Viajar es paradójico: se desea llegar a donde se quiere y cuando se llega se anhela el camino pasado, se quiere no haber arribado aún.

 

El fin del viaje

Bocas de Ceniza, la desembocadura del río en Barranquilla. A la izquierda, el mar; a la derecha, los últimos metros del río Magdalena. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Bocas de Ceniza, la desembocadura del río en Barranquilla. A la izquierda, el mar; a la derecha, los últimos metros del río Magdalena. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Lo siguiente fue pasar a Barranquilla en un microbús y esperar hasta el otro día para ir a la desembocadura principal del río.

De ahí solo me quedaba pendiente volver al sur del país a finales de 2014 o a comienzos de 2015, pues por sus condiciones meteorológicas es la época más propicia para subir al páramo de las Papas.

Allí terminaría ese recorrido soñado por primera vez cuando tenía 16 o 17 años y que esperó tres décadas para hacerse realidad, gracias al período sabático que me concedió mi Universidad EAFIT.

La llegada a Bocas de Ceniza fue un lunes brillante en el que el río se mostró pleno, radiante, tal y como lo hizo en su nacimiento arriba del Macizo.

El Magdalena se une con el mar por un canal artificial, un tajamar de 12 kilómetros que es una maravilla para el visitante: se recorre en un trencito rústico y pintoresco que amenaza desbaratarse cuando lleva a sus pasajeros, mientras al lado derecho baja el Magdalena agrisado en sus últimos metros y a la izquierda las olas potentes de un mar perfectamente azul golpeando el espolón.

En ese sitio, donde la pesca es con una cometa que se arroja al cielo sobre el océano, donde vi nutrias nadando en el contaminado Magdalena, ocurrió la otra demostración de la benevolencia del río con este viajero.

Una cosa que –creo– solo le puede ocurrir a quien, como yo, haya acompañado por largo tiempo sus aguas, las haya tocado con cariño cuantas veces podía y le haya conversado mucho, tal como lo hice.

Pero esa es otra historia y se contará después. Por ahora solo hay que decir que el viaje largo por el Magdalena, aquel sueño juvenil postergado, por fin se cumplió.

 

*Artículo publicado en la última edición (número 109) de la revista El Eafitense