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El sueño de viajar por el Río Grande de la Magdalena*

Durante 80 días, un profesor de EAFIT recorrió el río Magdalena desde su nacimiento hasta su desembocadura para narrar en su sitio web www.bajandoelmagdalena.com y por redes sociales la realidad actual del río padre de Colombia.

Por Juan Gonzalo Betancur B. / Jefe del Pregrado en Comunicación Social de EAFIT

Cuando me fui a bajar del caballo y sentí las piernas paralizadas, se me pasó por la cabeza una cosa terrible: que a lo mejor yo era el elegido para sufrir una antigua desgracia que caía entre quienes cruzaban el Macizo Colombiano por el páramo de las Papas. Una vieja leyenda aseguraba que entre cada grupo de viajeros que pasaba, uno terminaba tullido.

La historia de esa creencia me la había contado la noche anterior, al pie de su fogón de leña donde me calentaba, don Gúlber Papamija Palechor, un campesino que ofrece alojamiento en su finca de La Hoyola o Loyola, según las dos formas en que aparece escrito, en diversos sitios del caserío, el nombre de esa vereda del corregimiento Valencia, perteneciente al municipio de San Sebastián (Cauca).

Allí es pleno Macizo, la región en la que la cordillera de los Andes se divide en tres y donde brotan los ríos Magdalena, Cauca, Patía, Putumayo y Caquetá, que se van a recorrer el país por tres rumbos distintos. Según don Gúlber, antes los habitantes de la zona decían que entre los viajeros que cruzaban nunca faltaba el que quedaba tieso.

“¡Imposible! –pensé– Yo no podía ser el de semejante mal”. Es que no había motivo: llevaba tres meses recorriendo el río Magdalena, casi todos los días tocando sus aguas, hablándole, yendo a su lado. Por eso lo sentía ya como parte de mi ser.

Y él me había demostrado en dos ocasiones su benevolencia, la segunda apenas el día anterior, cuando me permitió ver a su madre, la laguna de la Magdalena.

Laguna de la Magdalena, donde nace el río en el páramo de las Papas, en el Macizo Colombiano. Límites entre Huila y Cauca. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Laguna de la Magdalena, donde nace el río en el páramo de las Papas, en el Macizo Colombiano. Límites entre Huila y Cauca. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Ese espejo de agua de donde brota el río está situado a 3.685 metros de altura sobre el nivel del mar en una planicie arriba de ese páramo en jurisdicción del municipio de San Agustín (Huila), casi en el límite con el Cauca. Por la gruesa neblina y la lluvia permanente, los excursionistas que habían subido los días anteriores de ese enero de 2015 no habían podido ver la laguna.

Mientras subíamos a caballo por el antiguo camino de herradura, yo le pedí muchas veces al río que me permitiera verla. Y él me respondió como habla la naturaleza: mostrándose en todo su esplendor.

Desde una colina preciosa divisé sonriendo la planicie de aquel páramo completamente despejado. La laguna estaba a menos de un kilómetro, en medio del paisaje, y detrás de ella el cerro de las Tres Tulpas que era rozado por pequeñas nubes que pasaban. A la derecha estaban las cordilleras Oriental y Central separándose frente a nuestros ojos. Un lugar imponente, hermoso, solitario, azotado por un veloz viento helado.

El paso del páramo caminando

Punto exacto del nacimiento de las cordilleras Central (izquierda de la foto) y Oriental (derecha) separadas por el valle del río Magdalena. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Punto exacto del nacimiento de las cordilleras Central (izquierda de la foto) y Oriental (derecha) separadas por el valle del río Magdalena. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Al día siguiente, ya de regreso y después de dormir en la casa de don Gúlber, nos acercamos al borde de la laguna, ubicada a unos 200 metros de otro camino en piedra. Pero la escena era distinta: llovía y todo estaba blanco cubierto por la neblina.

Para llegar a la laguna tuvimos que avanzar con cuidado casi sobre el agua, saltando entre las pequeñas islas que crea la vegetación a su alrededor.

El río Magdalena surge lento, como despertando apenas. Tiene unos dos metros de ancho y uno de profundidad. Allí lo toqué, le hablé y me eché en la cabeza sus aguas como si me estuviera bautizando.

Esa parte del Macizo Colombiano es una esponja gigantesca de la que brotan centenares de caños, quebradas, chorros y cascadas, muchas de las cuales caen entre desfiladeros y cañones al río Magdalena.

En los primeros kilómetros, su cauce es angosto y el agua limpia y transparente. La zona es cuna de lagunas y hogar de una vegetación efervescente: arriba dominada por frailejones, chusques y musgos, y más abajo por helechos, laureles de cera, arrayanes, mortiños, pinos colombianos, azucenos, candelos, higuerones, calabacillos, macos… porque aquello es un bosque andino y húmedo rico en especies vegetales.

Un tesoro de la naturaleza que está en peligro por la minería y la ampliación de la frontera agrícola y ganadera que devoran esos bosques a pasos evidentes.

Horas después de dejar la laguna, al intentar bajarme de Macizo –como bauticé al fuerte y noble caballo que me llevó durante cuatro días por aquellas montañas– quedé colgado de su cabeza cuando casi me voy al suelo por tener las piernas como muertas. Al comienzo, mis compañeros se rieron porque las escena parecía graciosa, pero se callaron cuando empecé a gritar del dolor y a decir que no me podía mover.

Ese día el clima estuvo horrible: tuvimos que cruzar el páramo caminando bajo la lluvia durante siete horas, en medio de la niebla y el viento gélido. Luego pasamos hora y media más arriba de los animales que nos subieron y bajaron por ese nudo de montañas.

Cuatro personas y cuatro caballos estuvimos casi congelados ese día pues no sirvieron para nada los equipos impermeables, ni soportaron el camino liso y con tramos enlagunados y empantanados hasta en las partes más empinadas.

Pero incluso así, a pesar de ese dolor intenso en las rodillas que me habría de durar un mes, yo iba feliz, no me cambiaba por nadie: había coronado el último tramo de mi viaje de 80 días por el río Magdalena y llegado al sitio exacto de su nacimiento.

Completé, así, un recorrido lleno de sorpresas acompañando su ruta milenaria hasta el mar. Igualmente, un sueño que tuve pendiente por 30 años.

 

El crisol de la vida nacional

Mirador del río en el embalse Betania, en el departamento del Huila. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Mirador del río en el embalse Betania, en el departamento del Huila. / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

En primer cruce emocionante del Magdalena en ese largo viaje lo había hecho en Ambalema (Tolima) en septiembre de 2014 en el ferry Omayra. Ese es un vetusto planchón en el que por 10 mil pesos me pasaron –con mi carro y todo– hasta el caserío Gramalotal, que pertenece al municipio de Beltrán (Cundinamarca).

Es uno de los pasos en esa región cargada de historias y leyendas, igual a todas por las que hay en el curso de 1.540 kilómetros que tiene el río.

En la zona central de Ambalema, declarada patrimonio por las “mil columnas” que sostienen los aleros de los altos techos de casas de más de un siglo, se topa uno, por ejemplo, con la historia de fantasía del mago Lember, un personaje real que se volvió mito local.

Su hija Patricia Elena afirma que llegó a tener un espectáculo de ilusionismo que llevó por el mundo y que usó una parafernalia que solo cabía en tres vagones de tren.

Y en otro municipio cercano y olvidado, Guataquí (Cundinamarca), Bautista Molina García, un pescador retirado de 94 años, me relató sus encuentros con el Mohán, un espíritu del río al que él califica como “un pícaro”, por lo que me pidió tener cuidado pues tarde o temprano se me aparecería en la curva o el meandro menos pensados.

Parque principal del municipio de Cambao-San Juan de Río Seco (Cundinamarca). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Parque principal del municipio de Cambao-San Juan de Río Seco (Cundinamarca). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Se trata de un ser burlón, dicharachero y mamagallista. En Cantagallo (Sur de Bolívar) me contaron que por allá el Mohán se había tratado de robar hembras, por lo que habría que definirlo también como mujeriego.

Que yo sepa, no se me apareció en todo el viaje, aunque uno no sabe con certeza ya que se presenta como un hombre común y corriente, según advirtió don Bautista.

Pero ni el Mohán, las brujas, la Patasola, la Madremonte, la Llorona Loca, el Descabezado, la Luz Corredora o ese ataúd que aparecía en medio de cuatro velas en los caminos solitarios del Medio y Bajo Magdalena han causado tanto terror por las orillas del río como la gente armada.

Guerrilleros, paramilitares, narcos, bandas criminales y soldados y policías descarriados convirtieron esas aguas, cada uno a su modo y en diferentes momentos del último medio siglo, en un gran cementerio al que fueron a parar centenares de los 50 mil desaparecidos reportados en Colombia.

Allí está Colombia entera

Región del Magdalena Medio. A la izquierda, territorio del municipio de Yondó (Antioquia) y, en la otra orilla, la ciudad de Barrancabermeja (Santander). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Región del Magdalena Medio. A la izquierda, territorio del municipio de Yondó (Antioquia) y, en la otra orilla, la ciudad de Barrancabermeja (Santander). / Foto Juan Gonzalo Betancur B.

Es que en el río Magdalena está resumida la vida del país, desde las violencias hasta esas representaciones propias de la imaginería popular, pasando por muchos de los grandes episodios que marcaron el rumbo de la nación.

Y no podría ser de otra forma: por cuatro siglos y medio fue la ruta principal de todos aquellos que entraron y salieron del actual territorio nacional, desde conquistadores, expedicionarios, virreyes, viajeros, aventureros, comerciantes y fugitivos, hasta ese desfile de bandidos que aún se mueven como Pedro por su casa porque la fuerza pública se ve más bien poco (lo que significa también que la situación de orden público anda más tranquila, así tantos pillos continúen por ahí).

En honor a la verdad, también sigue siendo ruta de miles de colombianos honestos y anónimos que siempre han ido de aquí para allá rebuscándose la vida.

En el río y sus orillas está toda Colombia: su música y su arquitectura, sus mitos y leyendas, sus horrores y esperanzas, sus tragedias y sueños.

Están, por ejemplo, la cuna de la cumbia en la Depresión Momposina y la Mojana Sucreña, el bambuco y el sanjuanero por los lados del Huila y Tolima, el vallenato en cada esquina del Medio y Bajo Magdalena, la tambora que reina en todo el río y que tiene decenas de variantes porque no hay que ser experto para distinguir que la tocan distinto en El Espinal (Tolima), Arenal (Sur de Bolívar) y en San Martín de Loba (también Bolívar), este último donde hacen cada noviembre su festival nacional.

Y ahora se escuchan músicas de otros lados del mundo pero nuevas en la región, como el thrash death metal en Garzón (Huila), las fusiones de ritmos tradicionales y contemporáneos del grupo Magdalena Music y lo que hace la banda Rock-Az en Puerto Wilches (Santander), tocadas por jóvenes que no tienen reparo en darle duro a la guitarra eléctrica y al sintetizador para luego irse a bailar un aire típico en cualquier caseta comunal.