Secuestro

El secuestrado que escapó de sus verdugos

Una noche de agosto de 1995, un empresario de Medellín huyó de una finca después de planear minuciosamente la fuga. Esta es su historia.

Por María Giraldo Vargas – mgiral95@eafit.edu.co

Jorge tiene una historia que muy pocos pueden contar. En 1995, este empresario, quien hoy tiene 51 años, estuvo secuestrado durante tres meses en una finca del municipio de Sopetrán, en el Occidente de Antioquia.

Sus secuestradores querían sacarle dinero a su padre, pero él no estaba dispuesto a pagarles. Por ello, las negociaciones se extendieron más de lo previsto. Jorge estuvo privado de su libertad durante 88 días. Escapó de sus captores el 18 de agosto de ese año.

En ese entonces, el secuestro era pan de cada día en Colombia y, en particular, en Medellín. Secuestraban las guerrillas, los paramilitares  las ‘bandas’ criminales de la ciudad.

En la actualidad, Jorge vive tranquilo en Medellín. Tiene dos hijos, trabaja en su fábrica de postes y alambres. A pesar de haber sufrido este traumático episodio no ha dejado de querer a su país y a su ciudad.

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¿Cómo lo secuestraron?

“Era un martes o un miércoles y yo me dirigía a mi casa. Iba en el carro subiendo por la loma de La Guaca hacia Las Palmas, y cuando estaba pasando frente a una unidad que se llama San Julián, dos tipos en una moto se me atravesaron y me dijeron que parara. Tenían brazaletes del Das (Departamento Administrativo de Seguridad) y me apuntaron con una pistola.

Paré y otras dos motos llegaron a hacerse adelante del carro y otras dos se hicieron atrás, cada una con dos tipos: eran 10 personas.

Dijeron que me bajara y me sentara en la silla de atrás para ellos manejar. Pero el tipo que iba a hacerlo no sabía cómo arrancar porque mi carro era automático.
Se desesperaron, me bajaron y me montaron en una moto con dos tipos, el de atrás pegándome un revolver en la espalda.

Ahí nos devolvimos y cogimos la avenida El Poblado, bajamos por la calle 30 y tomamos la avenida Regional hacia el sector de Aranjuez.

Cerca al basurero de esa época nos caímos de la moto. El revólver rodó por la calle pero nadie que estaba cerca notó nada extraño. Ellos corrieron a coger el arma y nos volvimos a montar a la moto”.

¿A dónde lo llevaron?

“Primero llegamos a una casa en Aranjuez y me metieron en un cuarto donde había un televisor y una cama. Me dejaron ahí solo. Salieron. Ellos no me habían aclarado por qué me habían retenido. Me estaban diciendo que era porque necesitaban mi carro, que en unas horas me iban a dejar ir, etcétera. Yo ya sabía de qué se trataba realmente.

Me dejaron en la habitación hasta las 8 p. m.. Ahí llegó un encapuchado a ponerme una inyección en la pierna. Yo supuse que era para dormirme y me la dejé poner, pero realmente no me hizo efecto. Me hice el dormido porque me pareció lo más lógico.

A las dos horas entró otro hombre a ver si ya estaba dormido. Me decía: ‘don Jorge, don Jorge’. Y me movía. Pero yo no respondía porque estaba actuando como si estuviera profundo. Él gritó: ‘Hágale, ya está dormido’. Un taxi llegó a esa casa.
Me cargaron y me montaron en la silla de atrás y empezamos a bajar por Aranjuez. Yo abría el ojo cuando el man no me veía. Así iba reconociendo por dónde íbamos. Llegamos a la Terminal de Transporte y cogimos para Robledo. Ahí fue cuando yo pensé: ‘vamos pa’l monte, esto es guerrilla y me deben llevar para Urabá’.

Después de un rato muy largo llegamos a una primera casa cerca de San Jerónimo. Me metieron otra vez a un cuarto y salieron a emborracharse y a fumar marihuana.
Al otro día yo me desperté y me hice el güevón. Yo les preguntaba: ‘Hermano, ¿dónde estamos, qué pasa?’ Y ellos solo me decían que me quedara tranquilo, que ellos me habían robado el carro y después me iban a soltar.

Al rato sentí que llegaron unos caballos a la casa y pensé: ‘Mierda, vamos más pa’dentro’. Al caballo lo tenían cargado con dos bultos y me dijeron que me montara para que siguiéramos subiendo.

Yo les dije que me dejaran caminar, que estaba muy entumecido porque quién sabe cuántos días llevaba durmiendo, pero lo que yo realmente quería era darme la caminada para reconocer bien el camino hacia donde me iban a llevar.
Salimos de la casa, que estaba al borde de la carretera, y empezamos a caminar por un bosque. No había casas por ahí.

Después de un rato llegamos a una casa de tapias medio abandonada, pero estaba preparada para nuestra llegada (…) Me abrieron una pieza y me dijeron: ‘Don Jorge, este es su cuarto, lo estábamos esperando’. Había un colchón nuevo, una sábana, papel higiénico, dos bombachos, dos medias, cepillo de pelo y de dientes, crema, shampoo, jabón. Todo nuevo. ‘Lo estábamos esperando hace dos meses que andamos detrás de usted’, me dijo”.

Entonces podría decirse, comparado con otros casos, que era un secuestro medianamente “cómodo”…

“Sí, realmente no me tenían en las horribles condiciones que suelen tener a la mayoría de secuestrados. Yo no estaba en la selva y a pesar de que bajé unos seis kilos no pasé hambre. Como era obediente, no tuve mayor problema con los que me cuidaban.

¿En algún momento le aclararon por qué estaba secuestrado o gracias a quien?

«Cuando llegamos a esa casa me dijeron: ‘Usted ya sabe que está retenido, necesitamos que su papá nos dé una plata y entonces ya va a empezar un proceso de negociación. Si nos va muy muy bien, si su papá es juicioso y lo quiere sacar rápido, usted sale de aquí en un mes’. Yo sabía que era un secuestro económico».

¿Cómo era un día “cotidiano” en el secuestro?

“Me despertaba a las 5:45 de la mañana que pasaba el primer avión. Yo sabía que era de los que pasaban para Apartadó. Pasaban tres tres aviones: el de Apartadó, el de Turbo y el de Chigorodó.

Yo me despertaba ahí y no salía ni les hacía saber que estaba despierto, sino que me quedaba oyéndolos a través de un huequito que tenía el cuarto.
A esa hora me llevaban una taza de jugo de naranja y yo seguía haciéndome el dormido. Los oía hablar hasta las 7 u 8 de la mañana y después dormía hasta las 12 del día.

A las 12 salía al jardín de la casa donde había papayas, guanábanas, mangos, zapotes, bananos y mandarinas, y cogía cualquier cosa que había ahí para desayunar. Trataba de comer sano para no irme a enfermar.

Después me bañaba con agua chorreada de un tanque y me sentaba a conversar con ellos de cualquier bobada y a jugar cartas de 2 a 5 p.m. Ellos eran amables conmigo, me decían que me tenían que amarrar, pero que como yo era tan tranquilo no iban a hacerlo.

Yo hacía todo lo que ellos me dijeran, sin rebeldía ni groserías. Tomé una posición apática, no me involucré mucho y tenía presente que ellos estaban cumpliendo un trabajo de tenerme ahí. Eran los que me iban a matar porque lo lógico era que me mataran de una u otra forma.

Yo me portaba bien para evitar todo el sufrimiento que podía conllevar eso. Si tenía buen trato, buena comida y televisor, no iba a pelear con eso. ¿Éntrese? Éntrese. ¿Sálgase? Sálgase. Lo que me dijeran…

A las 7 comíamos y me entraba a ver televisión con ellos, ahí podía ver algo de noticias. A las 10 se iba el último y empezaban a hacer rondas día y noche mientras los otros dormían.

Cada uno mantenía una granada colgada del pecho y una pistola. Así eran todos los días de los 88 que estuve allá guardado, desde el 26 de mayo hasta el 18 de agosto”.

¿Cómo era la comunicación con su familia?

“A los 8 días de haber llegado allá me dijeron que iba a ir un tipo a tomar unas pruebas de supervivencia para mandarle a mi familia y que me iban encadenar en el cuarto para que él viera que siempre me tenían amarrado: ‘Como usted tiene que estar amarrado, le vamos a poner las cadenas y si a usted le preguntan usted dice que ha estado amarrado toda la semana’.

Llegó un tipo encapuchado como a las 11 de la mañana, me llevó una sopa de cachama y me salió con el cuento de que había salido de Medellín desde hacía dos días, que eso era en la puta mierda y que casi no lograba llegar, y yo le seguí el cuento.

Él estaba encapuchado y yo solo le veía los ojos, que eran verdes muy claros. Llevó una grabadora y el periódico del día, yo leí un artículo que había sobre la muerte del futbolista Andrés Escobar. Él me grabó leyendo eso y me dijo que se lo iba a mandar a mi familia.

Después me preguntó que si estaba siempre encadenado y yo le dije: “Sí viejo, estos manes no me sueltan”. Y el dijo: “Ah, sí, así tiene que estar, son órdenes de los patrones’. Él me preguntó qué hacía todo el día y yo le dije que jugaba cartas con ellos”.

¿Fue el único modo de comunicación?

“La otra forma fue muy peculiar. En mi casa sabían que yo siempre oía radio, que oía el programa La Luciérnaga. Pasado un tiempo a mi papá se le ocurrió hablar con el director del programa y buscó la forma de mandarme mensajes en código por medio de un lenguaje de humor que yo usaba con Pili, mi esposa.
Así solo yo entendía lo que me querían decir. Ella me tenía un apodo que solo conocíamos nosotros dos: Nestorerí. Y con ese nombre me mandaban a decir cosas: ‘Nestorerí, te extrañamos, todo saldrá bien, estamos tranquilos’… mensajes de ese estilo.

Mi papá también sabía que yo leía los clasificados todos los días de la vida y al mes o los 40 días de secuestro los secuestradores empezaron a traer el periódico. Yo veía mensajes como: “Se alquilan bodegas llenas de paz y tranquilidad, fáciles de negociar”. Y mensajes parecidos. Yo entendí que era mi papá porque el trabajaba arrendando bodegas y ponían números de teléfono que yo conocía.

En las pruebas de supervivencia también utilizaba un lenguaje especial, un tono de voz diferente al que siempre uso para que ellos entendieran que yo estaba bien, que estaba tranquilo. Si los secuestradores me obligaban a hablar sufrido usaba palabras que mi papá sabía que yo no usaba para que entendiera que era mentira”.

¿Qué le ayudaba a sobrevivir estando allá adentro, una esperanza, un apego, un pasatiempo…?

“Uno se apega a los recuerdos, se apega a lo que vivió. Cuando tú no tienes nada que hacer distinto a dejar que pasen las horas, empiezas a recorrer tu vida. Yo recorrí mi vida cuatro veces, desde el momento que tuve el primer uso de razón hasta ese día. Más o menos cada tres semanas le daba la vuelta. Uno termina preguntándose por qué está allá y por qué debe quedarse o por qué debe salir.

El primer día, cuando paramos en la primera casa, yo me había encontrado tres libros: la Biblia, La Hojarasca y El vendedor más grande del mundo. Me leí cada uno como cuatro veces. Yo me aferré a eso, a los recuerdos y a preguntarme por qué estaba allá y por qué debería salir.

Pensaba que no había razón para que eso me pasara a mí, sabía que no había hecho nada malo y que no era una mala persona, y eso me daba alientos para soportarlo, especialmente cuando a los dos meses ya se estaba poniendo muy aburridor”.

¿Cuándo tomó la decisión de escaparse?

“Cuando el tiempo va pasando y se ve que las negociaciones no avanzan porque mi papá no quería pagar, ellos se van desesperando y me dicen que me van a vender.
¿Qué es vender? La delincuencia común le muestra a la guerrilla que tiene una persona que puede ser una fuente de dinero. Ellos averiguan uno quién es y si les interesa, ya pasa a estar en manos de ellos.

Desde el primer día, yo también sabía que tenía que ayudarme desde adentro para facilitar esa salida, por ejemplo no hacerme encadenar porque uno encadenado no se vuela ni loco”.

¿Y cómo se preparó para fugarse?

“Empecé a ver las falencias de ellos. Los días van pasando y ellos se van relajando, se van volviendo más tranquilos, se van agotando, van cometiendo errores.

Un día que uno entró a llevarme el jugo, metió la llave y sin tener que girarla, la puerta abrió. Yo estaba como siempre haciéndome el dormido. Ahí me di cuenta que ellos se equivocaron y dejaron la puerta abierta la noche anterior cuando salieron de ver televisión conmigo. Yo pensé: ‘El que se equivoca una vez, se equivoca dos’.

Empecé entonces a trabajar todos los días en función de eso. Tenía que preparar mi volada: ¿Cómo? Tenía que seguir observando su rutina, su comportamiento.
En ese momento no me cuidaban tres sino dos hombres porque uno se iba durante la semana y volvía de sábado a domingo. También había un perro que bajaba de alguna finca a asolearse en el jardín, entonces me deshice de él tirándole el agua fría de los platos todos los días sin que los secuestradores se dieran cuenta, hasta que ya no volvió.

Me fijé cómo era su rutina de sueño para poder saber cuándo actuar el día que me dejaran la puerta abierta nuevamente”.

¿Usted cambió su forma de actuar?

“Mi rutina empezó a ser la siguiente: ellos salían de mi cuarto a las 10 de la noche y yo ponía mi camisa encima de la chapa para intentar abrirla sin que sonara. Ellos dormían con la puerta cerrada, entonces tampoco escuchaban mucho, y la puerta de mi cuarto daba para salir derecho al jardín y al camino de salida.

Empecé a hacer ese trabajo para ver cuando llegaba el día. La bisagra que iba a tener que abrir de noche era muy vieja y chillaba. Entonces en el día yo me iba al escondido con un tarro de repelente para engrasar las bisagras y evitar que fuera a sonar cuando saliera.

También empecé a hacer ejercicio para estar en forma porque la caminada hasta el pueblo iba a ser de unas cuatro horas. El día 88 llegó, el 18 de agosto de 1995 intenté y la puerta abrió.

Me puse mis zapatos. Recé y salí a caminar para abajo hasta el pueblo con un susto el verraco. Mientras caminaba podía escucharme el corazón. Llegué a la estación de Policía de Sopetrán y les conté la historia a los policías. Ellos me dieron una moneda para llamar a mi familia del teléfono público del lado y llamé a mi casa. Me contestaron y al rato llegó un helicóptero por mí. Eso fue más o menos a las 2 a.m.
En el helicóptero estaba mi papá que me saludó y me recibió con la noticia de que iba a ser papá: Pili, mi esposa, tenía tres meses de embarazo. Se había enterado a la semana de mi secuestro”.

Según su experiencia, ¿qué es lo más recomendable para una familia y una persona que atraviesan un secuestro?

“Lo primero que se debe hacer es ir donde alguien que sepa de eso. Las autoridades, la Policía, el Estado, el Ejército manejan eso todos los días y son los que saben. En mi caso nosotros hicimos los contactos y las negociaciones por medio del Unase (Unidad Antiextorsión y Secuestro).

En la familia no debe haber negociadores ni involucrados, solamente consejeros que ayuden a las autoridades. El secuestrado debe tratar de hacer su estadía lo mejor posible.

El día que yo llegué allá recordé cuando llevé a mi mejor amigo al Ejército. Él me dijo: ‘¿Sabe qué? Yo voy a estar aquí un año. ¿Y sabe qué voy a hacer aquí un año en esta mierda de Ejército? Me la voy a gozar. Me voy a relajar’. Entonces uno como secuestrado debe buscar hacerse la estadía más amena y no oponer resistencia para facilitar su salida”.

Es bastante lógico que la visión de la vida cambie después de una experiencia así. ¿Cambió mucho su vida antes y después del secuestro?

“Mi vida cambió completamente. Me di cuenta que a uno la vida se le acaba en cualquier momento, que no está en manos de uno, que en cualquier momento, así de fácil, se le daña todo lo que tenía pensado.

Yo tenía un plan de vida que cambio 100% desde el día que salí del secuestro. Hay personas que hacen planes para dentro de 20 y 30 años; yo dejé de hacerlos. Yo voy viviendo a medida que voy teniendo la oportunidad de hacer cosas, viviendo de manera muy integral sin dejar cosas para después. Eso fue lo que más me afectó”.

¿Considera que ese cambio en su forma de ver la vida fue para bien?

“Eemm… No sé. No sé. Yo vivo así hoy y alcanzo a percibir que veo la vida muy distinta a la gran mayoría de la gente. Si uno no ve la muerte de cerca no sabe que la vida se puede acabar muy rápido y que se pueden quedar cosas sin hacer.
Yo vi la muerte de cerca y decidí vivir mi vida muy intensamente, haciendo la mayor cantidad posible de cosas a la vez”.

¿Alguna vez entendió por qué las personas pueden llegar a hacer algo tan malo, tan dañino a alguien más?

“Claro que sí. Son las culturas que se corrompen y adoptan formas de vida y la violencia es una de ellas. El tema es cultural. Yo sí lo entiendo, es una cultura de la violencia, de la supervivencia a costa de lo que sea que se va implementando, y si alguien ve que es posible, por más inmoral que sea, cae en eso”.

¿Perdonó a sus secuestradores?

(Piensa un rato) “Yo… yo no siento esa necesidad. Ni de echarles culpas ni de nada. Eso fue un momento que se vivió en el país, yo fui una víctima, ellos los victimarios. Si no era yo era otro, entonces no me lo tomo personal. Eso era un negocio y yo caí ahí, pero ya hoy no guardo rencor”.

 

Nota: la imagen que acompaña este texto fue tomada del banco de imágenes libres Gettyimages.

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