El río lo invadía todo, sin parar
Jair Miranda tenía veinticuatro años y trabajaba en una zapatería. Le gustaba jugar fútbol con otros jóvenes y niños de su barrio. Él los llamaba y entre todos conformaban los equipos.
En 1992, bañar el calor del cuerpo con sudor y atrapar la luz del sol sobre la piel era la mejor forma de cubrirse contra el paso del tiempo. Cuando no hacían volar el balón, Jair y su grupo de amigos, como dioses dorados, iban de aquí para allá en bicicleta o en caminatas por las cascadas que todavía permitían las laderas de Medellín.
Por Juan Sebastián Gómez A
jgomeza@eafit.edu.co
Ese enjambre de brazos y piernas se agitaba con la impaciencia particular de la fuerza que aún se desconoce a sí misma, y que busca aire ávidamente. El juego les pertenecía a ellos. El alma joven quería tocar el mundo a su alrededor, probarlo.
Pero aquel mundo, en el que nacieron, no se abriría nunca sin quitarles algo a cambio.
Jair sabía que cuando un amigo o conocido del barrio aparecía con una chaqueta de cuero o con un par de tenis nuevos, un pacto, de los que abundaban para personas vigorosas y curiosas como él, había sido consumado.
Si me trae un Renault 4 le doy un fierro
Esto le dijeron a Mantequillo, un conocido de Jair, al que este intentó disuadir: “después de que usted tenga un fierro, está dispuesto a matar o a que lo maten”.
Mantequillo se convirtió en uno de los “pillos”, jóvenes deseosos por tomar un poco del poder y del conocimiento que brindaban fácil pero cínicamente las generaciones mayores.
Él y muchos otros deberían responder a los “duros”, quienes, a su vez, responderían ante el hombre que, rehusándose a morir, se convertiría en sombra por muchos años más: Pablo Escobar.
Después de quitarle la vida a una profesora de la Universidad de Medellín y su hijo que aún no nacía, quizás siguiendo órdenes que brotaron de las necesidades de su combo y no necesariamente del capo principal, Mantequillo continuó creciendo en su nueva vida.
Probó las delicias de la violencia por un tiempo, hasta que Ronald, otro pillo con el que acababa de “coronar una vuelta”, lo mató y le robó la parte del dinero que le correspondía mientras celebraba lo que sería su último trabajo.
Durante toda la década de los ochenta, parte de la población de Medellín se fue convirtiendo en un campo de batalla en el que se enfrentarían distintas fuerzas que iban desde las guerrillas de izquierda y los seguidores de Pablo Escobar, hasta la policía, el ejército y los combos roídos por la paranoia y la enemistad entre ellos.
Los poderes que tomaban las decisiones actuaban a través de los habitantes y los jóvenes de los barrios de la ciudad, y los reclutaban con la distribución de armas financiadas por dineros del narcotráfico.
Jair, sin embargo, había logrado escapar ese destino que se iba extendiendo entre sus conocidos, y en el proceso había logrado salvar a muchos otros como él, quienes hoy, con sus propias empresas, le agradecen y lo honran cuando le dicen “yo soy lo que soy es por usted Jair”.
Para él era necesario “saber vivir”; relacionarse con todos los del barrio, pillos o no, saludar siempre, evitar permanecer mucho con ellos en público, no montarse en motos, estar atento a carros desconocidos, desconfiar de la fuerza pública o hacer deporte para ocupar su tiempo.
Sin embargo, incluso con estas estrategias de adaptación, solo era cuestión de tiempo para que la violencia, que no había sido ajena a la historia del país, pero que ahora hacía crecer su caudal por lugares urbanos con una fuerza intransigente, lo arrastrara todo.
Un segundo río invadió el valle e imitando la flexibilidad tranquila del agua lo rodeó. Se metió por debajo de las puertas de las casas, las canchas de fútbol, los colegios, las tiendas de barrio, los centros comerciales.
Corrió cuesta arriba hasta encontrar las piernas no tan firmes de la autoridad, levantándolas y llevándoselas lenta pero decididamente consigo hasta la boca de un agujero negro que no se llenaba, que seguía siempre abierto y el agua sin parar, moviéndose, el agua enturbiada, sin parar.
El 15 de noviembre, a eso de las 8:30 p.m., César Martínez, de once años, salió de la iglesia de su barrio con su mamá. Acababa de terminar la misa y se dirigían para la casa que quedaba unas tres cuadras abajo.
Alrededor suyo se movía la gente en un murmullo respetuoso pero creciente, mientras piernas más largas que las suyas se alejaban en todas direcciones. César y su mamá ya habían caminado unos pasos cuando unas ráfagas, que venían desde la dirección de su casa, cortaron el aire.
Como si estuvieran teniendo una conversación, un arma respondió con un disparo al aire desde la brigada del Ejército, que se encontraba cerca de la iglesia.
El ruido fue ensordecedor. El murmullo se convirtió en griterío. El soldado que lanzó la advertencia desde la brigada reaccionó rápidamente para atender los ataques que todos acababan de escuchar.
Cuadras abajo, Jair, que minutos antes subió por la loma de su casa, miraba petrificado desde la ventana. “¿Qué está pasando?”, preguntó su mamá al tiempo que ella y su hermano se acercaban desde adentro de la casa. “Afuera están disparando”.
Los soldados se enfrentaron a los doce hombres que se habían bajado de tres carros, dos de ellos rojo y azul. Todo zumbaba. Eran metralletas, changones y revólveres. No había inhibiciones.
Cuando los hombres huyeron, Jair salió de su casa para buscar caras entre quienes yacían sobre el suelo del billar de la masacre. El aire había sido quebrado por las explosiones ajenas de las balas, y los gritos de los vecinos apenas podían intentar armarlo de nuevo.
Todavía se escuchaban disparos cercanos, por La Libertad.
Reconoció a Bolillo, su primo, a quien habría ido a saludar en el billar si lo hubiera visto momentos antes cuando volvía para su casa. Vio también a Nelson Flórez, su amigo, que todavía estaba vivo y que murió más tarde en el hospital, no sin antes dar un testimonio que sería clave para esclarecer los hechos ocurridos: los hombres responsables eran agentes de la policía.
Más tarde, los análisis balísticos confirmarían la teoría que, sin embargo, permanecería impune.
Las nueve personas asesinadas el 15 de noviembre en Villatina, Caicedo, eran todas jóvenes. Entre ellas estaba una niña de ocho años, Johanna Mazo Ramírez.
Los perpetradores, que pertenecían al grupo de la policía F2, dispararon a sangre fría en retaliación contra Pablo Escobar, quien había puesto recompensas de dos o más millones de pesos por su muerte en medio de la guerra contra el Estado.
Los menores de edad, que no podían permanecer mucho tiempo en las cárceles y quienes eran fácilmente seducidos por el poder, fueron la herramienta del uno y el blanco del otro.
Semanas antes, Jairo Flórez, un miembro de la policía que fue asesinado tiempo después por Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar) en un semáforo de la ciudad, avisó a los jóvenes armados del barrio que la policía tenía “esa cuadra codificada”.
En la noche de la masacre no murió ninguno de los pillos que los hombres del F2 pretendía eliminar.
César Martínez bajó con su mamá por la loma del billar para llegar a su casa. No quería ver lo que se encontraba en el suelo, y solo escuchaba a su mamá que lo tenía de la mano y decía “¡ay no, ay no, ay no!”.
Al día siguiente, cuando el Celador, un hombre al que algunas mujeres del barrio pagaban para que las acompañara a tomar el bus o caminar por las calles a hacer vueltas, tocó la puerta de su casa para recoger a su mamá, César los acompañó.
Al caminar, César sintió un olor rojo que se desprendía desde la calle. El billar estaba varias cuadras arriba, en la loma, y a pesar de que ya había sido limpiado, el olor permanecía. Flexible como el agua, el río lo invadía todo, sin parar.
Símbolos y espejos
El pasado viernes 22 de febrero la Alcaldía de Medellín demolió el edificio Mónaco, que décadas atrás habría sido la fortaleza de ocho pisos de Pablo Escobar y su familia.
Preocupado por las narrativas que han extendido las series de televisión y las telenovelas en los últimos años, tanto nacional como internacionalmente, el alcalde Federico Gutiérrez quiere que los jóvenes de ahora, a quienes no les tocó vivir la violencia de los ochenta y los noventa, conozcan los efectos del narcoterrorismo iniciado por Pablo Escobar.
“Queremos hacer el tour de la memoria. Volver al pasado para contarla desde el lado correcto; desde el de las víctimas. Más que tumbar un edificio, lo que estamos haciendo es construir”, dijo el Alcalde el viernes en Caracol Radio, cuando explicaba las razones detrás de la demolición y construcción de un parque en reconocimiento a las víctimas.
Gutiérrez, consciente de las críticas que se le hacen, aclara que, aun así, la demolición es solo una parte de un plan estratégico y educativo que se debe articular con los colegios y con la resignificación de valores en la cultura.
Sin embargo, algunas personas han reaccionado negativamente a este proyecto, pues piensan que destruir el edificio no soluciona nada, ni es una reparación para las víctimas del narcotráfico que aún hoy sufren las consecuencias de una población civil armada.
Piensan también que los extranjeros que vienen atraídos a Colombia por la figura de Pablo Escobar, no dejarán de hacerlo en los próximos años.
Y, de hecho, para bien o para mal, varias industrias, como la del turismo, se han beneficiado de este pasado en la forma de narcotures. Estos recorridos, organizados por privados y sin ninguna intervención gubernamental, visitan lugares significativos en la vida de Pablo Escobar.
Desde La Catedral y el barrio Pablo Escobar, hasta el edificio Mónaco. Los guías turísticos ofrecen lo que los turistas están más interesados en conocer cuando visitan la ciudad. “Están hasta más informados que nosotros mismos. Ellos son los que vienen solicitando los lugares”, afirma Camilo Uribe, fundador y propietario de Medellín City Services, una empresa que cuenta con treinta guías.
Servicios como el de Camilo se basan sobre todo en tures personalizados, en los que el guía recoge personalmente a los turistas en sus hoteles y les hace el recorrido por la ciudad.
Así, Camilo explica que ellos deben ser flexibles y adaptarse a los deseos de sus clientes. Ahora que el edificio Mónaco no existe se podría cambiar la parada por otra, o, dependiendo de la demanda, seguir visitando el lugar que recientemente ganó tanta atención pública por la decisión del alcalde.
Varias empresas especializadas en narcotures como Medellín City Services, Paisaroad y Pablo Escobar Tour aseguran que la demolición del Mónaco no tendrá mayores efectos en su funcionamiento, pues, de hecho, ellos se encargan de incorporar el sufrimiento de las víctimas en sus discursos.
Su trabajo, afirman, si bien responde a la atracción de los extranjeros por lo dramático, y si bien saben que es más frecuentado que lugares como el Museo Casa de la Memoria, no implica dejar de lado la “concientización sobre las víctimas”.
Para Camilo Uribe la decisión de demoler el Mónaco y construir un parque de memoria, aunque acertada, es sobre todo una decisión política. A la de él se suman voces de víctimas y testigos como las de Jair y César, quienes aseguran que tumbar símbolos es inútil si la realidad, el mundo al reverso de esas narrativas de optimismo e innovación que se encuentra latente todavía, no se atiende.
“La historia hay que mostrarla para no repetirla. ¿Porque en Alemania no la tapan con los campos de concentración? ¿O en Chicago con Al Capone?”, dice César, y continúa: “Si quieren hacer algo lo que tienen que hacer es, acabar el negocio que lo hizo famoso, como con Al Capone”.
“Hoy hay más mafiosos que antes, hay más narcotráfico. Solo que los mafiosos de hoy aprendieron a no mostrar tanto como Pablo Escobar y a ser más discretos. Desde la muerte de Pablo muchas cosas empeoraron, porque ya había muchos grupos que no le respondían a nadie”, dice Jair que a pesar de haber logrado mantenerse por fuera de esos conflictos, camina por su barrio siendo respetado precisamente porque se relaciona con todos, porque sabe vivir.
Oscar Cantor, creador del Pablo Escobar Tour, que hace recorridos en Bogotá, la Hacienda Nápoles y Medellín, piensa que lo que debió haber hecho el Alcalde era un museo que contara la historia.
La interpretación que él hace del símbolo en sus recorridos es que el narcotráfico lleva solo a lo que era el Mónaco: ruinas. Para Oscar, los recursos invertidos en el proyecto del alcalde debieron haber sido invertidos en otras cosas y la ciudadanía debería pedirle cuentas.
Oscar, que se ha informado durante años sobre Pablo Escobar leyendo libros, artículos y todo tipo de referencias, quien siente cierta admiración por la figura del capo y quien tiene su cara tatuada en el brazo derecho, explica que la atracción de Escobar se extiende a otros países.
“Algo que llama mucho la atención de la historia de Pablo y lo he visto en muchos turistas, es que dicen que Pablo fue el único que se le paró a un gobierno corrupto y que lo estalló y que lo volvió nada. Digamos los mexicanos dicen que se necesita algo así en México. Los argentinos dicen que necesitamos algo así en Argentina. Porque es que los gobiernos siempre son los más corruptos y los que consideran que no vale nada el pueblo”.
Diferenciar entre legalidad e ilegalidad, entre buenos y malos, parece algo imposible. La corrupción de la que se acusa al Estado es enfrentada o utilizada a conveniencia, por personas como Pablo Escobar, con más corrupción.
La violencia que se le recrimina a los mafiosos y a los grupos armados es contestada con violencia indiscriminada por parte de las autoridades. “La verdad es que el narcotráfico movía toda la economía, no faltaba trabajo”, dice Jair.
Escultura de Los niños de Villatina en el Parque del Periodista, bajo construcción será reemplaza por la Alcaldía.
Pareciera que el espíritu del Mónaco, incluso antes de ser abandonado, se hubiera vuelto uno con la ciudad, y que ahora solo se destruye un cascarón.
Días después de la masacre de Villatina, en memoria de la cual se construyó varios años más tarde una escultura en el Parque del Periodista en el centro de Medellín, llamada Los niños de Villatina, cuyos personajes permanecen en una pose de juego eterna, pesados por el metal que es oscuro y refleja el blanco del sol, el metal duro, Jair fue a la misa celebrada por la muerte de los nueve jóvenes asesinados.
La ceremonia tuvo lugar en la iglesia del barrio. La tristeza que sentía Jair fue algo que jamás olvidará. Sus amigos estaban muertos. En el momento de luto las lágrimas parecían espesar el aire y volverlo lento. Estático. Por fuera de la iglesia, cuadras más arriba, se escucharon unos disparos. Acababan de matar a un policía. La congregación disolvió los sollozos de pena y salió despavorida del recinto. Al suelo cayeron los cajones de los difuntos y la iglesia, sagrada, fue vaciada.