El rincón de Pigmalión
La venta de libros es uno de los negocios que se ha visto afectado por el auge de las tecnologías. Augusto Bedoya, un veterano librero, nunca ha perdido la fe en ellos.
Texto y foto Martín Uribe Velásquez
Un adagio popular dice: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”. Y otro más sentencia: “Las canas son el reflejo de la sabiduría». Augusto Bedoya parece ser la síntesis de ambos, pues sus canas son como un libro abierto.
En el cubículo de tres por tres metros donde trabaja hay centenares de historias que acogen a este personaje hecho del mismo material. Luce como un académico y sin duda podría dar cátedra. Solo estudió hasta terminar el bachillerato, es padre de ocho hijos y además es el capitán que dirige la librería Pigmalión, situada en el pasaje La Bastilla, en el centro de Medellín.
Según él, los libros nunca morirán y la tecnología no podrá ser el veneno del papel. Augusto lleva cuatro años en este puesto, pero los libros lo han llevado a todos los confines de la Tierra: siempre han sido su inspiración y, por añadidura, vive de ellos.
¿Piensa que los libros van a morir por la literatura electrónica?
“Al libro le están decretando la muerte desde que salió la radio. Cuando salió esta, que es una cosa maravillosa, la gente dijo: “¡No, ¿quién va leer con ese invento?!” Después llegó la televisión y ese fue otro decreto de muerte, y no pasó nada. Viene Internet y aunque lastimó mucho al libro, sobre todo a las enciclopedias que ya no valen nada, el libro no ha muerto”.
¿Por qué piensa que los libros nunca van a desaparecer?
“Porque siempre habrá románticos, siempre habrá quijotes y amigos de las causas perdidas”.
Augusto es un amante del tango; más que un género musical es su poesía. Piensa que los vinilos o elepés tampoco desaparecerán: “Ellos vuelven, así sea con nuevos dispositivos”.
Se inclina por la filosofía, se enamoró de las novelas rusas y al hablar sus palabras tienen un aire borgesiano. En el día es librero. Pero, según lo narra, en la noche es un sacerdote de la aurora: “Me gusta mucho la noche, soy nictálope. Veo mejor de noche que de día… como los felinos”.
¿Por qué cree que hay países en los que se lee más?
“Somos un pueblo sui-generis, ya la gente vive en una cultura de la economía del consumo que se basa en tener y tener y tener. Ya los jóvenes solo quieren estudiar lo que deje plata y eso también va dejando a la gente vacía. Aunque por fortuna hay mucha juventud lectora.
La última vez que visité una biblioteca no pude leer: la gente va a conversar y en este lugar tiene que haber silencio y el que está encargado no los hace callar”.
¿Qué piensa de la educación?
“Hay profesores que ponen a sus alumnos a leer a Paulo Coelho y este personaje es a la literatura como Darío Gómez es a la música y lo que Uribe es a la política”.
Este veterano de las letras no solo es un lector empedernido. La sabiduría y el arte no sirven de nada si se entierran en la simple comprensión. Augusto, con algo de modestia, admitió que también es un poeta: “Por ahí he perpetrado poesía y algunas relatorías”.
Sin dudarlo, comenzó a recitar uno de los poemas que la oscuridad le inspiró:
Noche vestida de alcohol
Negro muy negro tu pelo
Te dedico mi desvelo,
Te entrego mi corazón
Que no salga más el sol.
Nunca le quites tu velo,
Porque cuando alzas el vuelo
Se muere mi corazón.
No me abandones ahora,
Quédate negra señora
Que no quiero perecer como aquel.
Vampiro soy
Si me dices, no me voy,
Antes del amanecer.
El centro de Medellín es un trajín constante. Los gritos de los vendedores compiten con los pitos de los buses, el gamín obstruye el camino del transeúnte, el transeúnte compra con afán, pues el afán es aliado con el miedo a ser robados, se vende incienso, se compra contrabando. Hay moteles, putas y descuentos, hay calles con semáforos y entre las calles sobrevivientes, una de ellas, el pasaje La Bastilla, entre tantas calles ofrece tesoros en forma de libros.
En este pasaje los libros crean otro entorno, los locales son bautizados con nombres particulares que nacen de los libros que se exhiben en los estantes. La planta baja está colonizada por librerías, el segundo piso alguna vez fue sitio de los artesanos, hoy ya no están. Ahora son pocos los locales que le dan vida al segundo nivel.
Augusto es uno de los valientes que lleva cuatro años en este desolado piso. Su compacto local se vuelve aún más pequeño con las estanterías llenas de libros.
La literatura clásica que va desde Homero hasta Tolstoi varía de precio según la obra, la edición y la calidad del libro. Él es un amante del teatro, pero del teatro escrito, es de los enamorados que encuentra inspiración en Shakespeare y vive tras los lomos de los libros que vende con gusto.
A diferencia de la creencia popular, el libro en sí mismo no es un atentado contra los ecosistemas. Una librería no es un cementerio de árboles. Según Greenpeace, la demanda de papel va en aumento, el 50% del consumo de papel mundial se da solo en Europa y Norteamérica. Los libros electrónicos son vendidos como una propuesta amigable con el medio ambiente y esto magnifica en gran parte su aceptación en la sociedad, posicionándolos en el mercado.
No obstante, es menos contaminante leer un libro impreso que uno virtual. Todos los dispositivos electrónicos tienen una vida útil limitada, en cualquier momento estos aparatos van a ser finalmente incinerados, emitiendo gases nocivos. La reforestación ayuda que el negocio del papel sea más renovable y a partir de árboles de crecimiento rápido se constituye una industria sostenible cuando cumple con ciertos parámetros legales y de responsabilidad.
“Tengo ocho hijos, dos cartageneros, un isleño y cinco paisas. Ellos me regañan porque me estoy perdiendo de un mundo maravilloso, por no relacionarme con la tecnología”. Augusto tiene un Nokia de los viejos, de esos “coquitos” que hoy hacen sentir vergüenza. Tal vez ese “coquito” sea la solución para esta sociedad coquita.
Él es una historia que vende historias. Su librería y los libros son su Pigmalión.