Secuestro

Secuestro exprés


Por Tomás Maya Jaramillo
tmayaj@eafit.edu.co

Ella llega a la una de la tarde, tal y como se lo había señalado aquel hombre dos horas antes en su oficina. Despelucada, agitada, sudorosa y con el corazón acelerado, solo quiere que ese fin de semana termine pronto. Él, no muy sereno, la espera sentado en una de las mesas del Centro Comercial Obelisco.

Por fin se encuentran, y ambos sienten como si no se hubiesen visto por muchos años, quizás décadas, y destrozan ese desespero con un fuerte abrazo. Ahora que están juntos, tienen una meta: conseguir el dinero restante en 72 horas.

Carlos Ortíz (nombre cambiado por petición de la fuente), de 49 años, tez morena, 1,70 metros de altura, bigote perfilado a la perfección, quien además usa lentes, y su esposa Marta Osorio (nombre cambiado por petición de la fuente), de 37 años, cabello corto y cinco centímetros menos de estatura que su pareja, están trabajando en la oficina que juntos crearon un año atrás: Inmobiliaria Mi Casita, dedicada a la propiedad raíz.

El local del negocio está en el segundo piso; en el primero hay una taberna con pinturas alusivas al Atlético Nacional, donde en ocasiones se reúnen algunos jugadores del onceno verdolaga.

Unas escaleras angostas, no muy extensas, son el pasillo para acceder a la inmobiliaria, que dan a la recepción, donde hay un pequeño sofá de espera, tres escritorios para los asesores y la secretaria y, al fondo, un pequeño pasadizo iluminado que desemboca en dos cuartos: a la izquierda, el de Marta; y a la derecha, el de Carlos.

Es viernes, 10 de la mañana, día caluroso, se oye con intensidad el tráfico vehicular, debido a que el local está ubicado en la 80 con San Juan, sector con una alta afluencia de vehículos. Por el balcón de su oficina, Marta escucha que llegan unas motos, pero piensa que es algo rutinario, pues deben ser clientes.

Guilermo y Marta en una reunión familiar, semanas antes del secuestro.

Alza su cabeza y ve en frente de ella dos hombres altos, de cuerpo fornido y portando armas, su vestimenta totalmente negra es lo que más la asusta, visten unas botas muy gruesas, un pantalón de bota no muy ancha, un buzo estrecho, unos guantes y un pasamontaña que solo deja ver sus ojos y sus bocas. Estos la interrogan de inmediato, con un tono algo nervioso.

—¿Dónde tiene la plata?

—¿Cuál plata?

—La que tienen acá guardada.

Los dos hombres esculcan por completo todos los cajones que ven a su paso, sin hallar ni un solo billete. Simultáneamente, a Carlos lo rodean cuatro más, que visten de manera idéntica a los que revuelcan la oficina de su mujer. Cierran la puerta y le cuestionan si él es Carlos Ortíz.

—Sí, soy yo —responde con voz temerosa.

De repente, ve que traen a su esposa, se miran angustiados sin saber qué hacer, allí interviene el más robusto de ellos —quien aparenta ser el que está al mando—, dice que son de la Fiscalía, que los conocen y pone una hoja sobre la mesa: una lista con todas sus propiedades, entre las cuales figuran dos fincas, un apartamento y varios locales comerciales.

—Nosotros no tenemos nada que ocultar —dijo ella con tono desafiante.

—Vea mi señora, nosotros solo les estamos pidiendo cien milloncitos —sentencia con carácter burlón uno de los asaltantes.

Les hicieron saber que solo tienen tres millones de pesos en cheques, y otros siete en una cuenta de banco, aunque esto no es suficiente para aquellos individuos vestidos de negro.

—Tienen hasta el lunes para darme toda la plata, mientras tanto, el señor se va conmigo.

—De dónde voy a sacar todo ese dinero, si este fin de semana es festivo.

—Eso no es lío mío. Y ya sabe, no llame a nadie, la vamos a estar siguiendo y nos vamos a estar comunicando con usted —dice el jefe, en forma de amenaza.

A Carlos lo vendan, a pesar de esto es como si les hubiesen quitado la vista a ambos, ya que solo queda un ambiente de incertidumbre. Al salir de la oficina de su esposo, Marta se entera de que en total eran diez los artífices del secuestro, lo que la sorprende aún más. Mientras tanto, a él lo sacan del lugar, lo suben al auto y sin tener ni idea de cuál es su destino, prenden el motor del carro y se van.

No se le ocurre preguntar, pues el miedo lo domina, el olor del viejo pasamontaña que le cubre el rostro le da la sensación de que estuvo guardado por mucho tiempo, pues el aroma no es el más agradable. Presiente que van hacia el sur de la ciudad, ya que logra percibir un particular sonido que lo hace pensar que transitan por la autopista Regional, y efectivamente así es.

No cruza muchas palabras con los secuestradores, solo escucha que conversan entre ellos —son cuatro— y cuentan que la operación fue todo un éxito. Antes de bajarlo del automóvil, siente unas palmadas no muy fuertes en la espalda.

—Tranquilo que esa platica aparece, si no vendemos una finca —le declara el cabecilla del grupo.

Por su parte, Marta, en medio de una desesperación atroz, debe recurrir a medidas casi extremas para obtener cien millones en un fin de semana. Su primera opción es un conocido de la familia que tiene un negocio de cambio de cheques en La Mayorista. Se monta en su carro, temblorosa, indecisa y asustada.

Mira a todos lados, tiene la impresión de que la están siguiendo, y no se equivoca: detrás suyo van dos de los hombres en una moto, así como se lo aseguraron.

Estando reunidos, le comenta todo lo sucedido, a lo que le aconseja llamar a las autoridades, y ella desiste; Javier Cárdenas —así se hace llamar— solo puede facilitarle veinte millones, a pesar de ello le promete que le ayudará a conseguir lo restante, pero debe pedir un sobregiro en una entidad bancaria, y así entregarle el dinero en la mañana siguiente.

Con una esperanza renovada, decide emprender rumbo de nuevo, con la ilusión de que en el banco le colaboren con el préstamo. Como era de esperarse, la moto una vez más la persigue a donde quiera que vaya. Siente que los segundos se hacen horas, que cada avenida es cada vez más larga, no para de pensar en todo lo que está ocurriendo, los pensamientos no le permiten tener la mente clara para salir de este enredo y el tiempo la asfixia como si le quitara el aire.

Parquea el Renault Brio en la calle, entra y toma un ficho, no debe esperar mucho, no hay tantos turnos. Se acerca al punto de atención, solicita el sobregiro, será de veinte millones, aunque le señalan que se lo dan el martes. En medio de su angustia, revisando su lista de contactos, buscando a alguien que pudiera ayudarle, se topa con el nombre de Sergio Torres (nombre cambiado por petición de la fuente), un amigo de la infancia, quien tiene un importante cargo en la industria nacional.

Luego de expresarle lo acontecido, él le ruega con insistencia que llamen a su primo, quien es fiscal y puede ayudarles a solucionar el problema, si bien era lo más recomendable, una vez más Marta declina esa opción. Sergio está en la facilidad de brindarle diez millones, sin embargo, le reitera la alternativa de acudir a la justicia.

Al mismo tiempo, Carlos es llevado por sus secuestradores hasta el lugar donde lo tendrán retenido. No puede observar muchos detalles del apartamento, pues solo le quitan la venda hasta que está en el cuarto.

No es muy grande, solo tiene un sofá en el que podrá pasar la noche, una ventana por la que no entra suficiente luz, puesto que tiene una cortina que lo impide, y cuatro paredes blancas que con el pasar de los minutos dan la impresión de que el espacio es cada vez más estrecho.

Uno de los hombres entra al rato, le dice que no haga nada raro, que no juegue con candela, y que en un rato le traen algo de comer, y él solo asienta con la cabeza. A la media hora le traen un sándwich poco gustoso: dos panes no muy frescos, una tajada de jamón y un pedazo de lechuga, que no provocan mucho apetito, pero no tiene otra opción, pasa cada trago con un poco de agua y hace lo posible por no saborear mucho los alimentos.

Después de comer, se recuesta en el sofá y por su mente cruzan un montón de dudas que ahora no puede resolver, se pregunta cómo está su familia, si les ha pasado algo malo, cuándo acabará este calvario, y muchas otras intrigas que le nublan la mente.

El jefe del grupo la llama, le informa que a las siete se encuentran en la oficina.

—Tenemos que tratar unos asunticos varios —le explica antes de colgar.

Llegada la hora de la reunión, escucha otra vez ese mismo sonido infernal: las motos que horas antes llegaron a quitarle su tranquilidad. Suben cinco hombres, todos portaban el mismo atuendo que en la mañana; dos de ellos se quedan abajo, y los tres faltantes suben hasta la recepción.

—¿Ya la tiene toda? —la interrogan de inmediato.

—Obvio no, he ido a todos lados, ustedes saben que es complicado.

—Nosotros sabemos dónde ha estado, por eso no se preocupe —le afirman los tres criminales.

Le recuerdan que la vida de su esposo está en sus manos, y ella, como última opción, les ofrece los veinte millones que tiene a la mano. Suplica que se lo dejen ver, pero se niegan, y le dicen que si colabora, pronto estarán juntos. Cuando los ve salir del local siente un alivio, ya que esos hombres le producen mucho temor, se monta en su auto y se dirige a su apartamento, sin saber que esa sería la noche más larga de su vida.

Abre la puerta de su casa y la soledad del lugar se hace sentir al instante. El ver todo oscuro la abruma, decide irse a bañar, luego de eso se acuesta en su cama tratando de dormir, pero no logra conciliar el sueño en toda la noche, presentía que esto nunca iba a terminar.

Se para de la cama, se da un duchazo breve, se pone lo primero que encuentra en el clóset, —no le interesa mucho cómo la ve la gente—, llama a sus dos asesores para que la acompañen a empeñar los carros en La Mayorista y se dirigen hacia allá.

Alrededor de las ocho de la mañana ya se encontraba allí, tratando de negociar con un hombre con un aspecto poco agradable, pues su aseo personal no es el mejor, sus dientes amarillos y sus prendas sucias no dan la mejor sensación, pero no hay otra escapatoria.

El comerciante le oferta veinte millones de pesos por un Renault Brio, un Chevrolet Sprint y un Suzuki Saiki —el favorito de ambos—, frente a la inmensa necesidad que presenta, acepta, y debe soportar los incómodos piropos que le lanza. También debe ir donde Javier Cárdenas, quien le había prometido otros veinte millones, para así sumar sesenta en total, y poder negociar de mejor manera con los asaltantes, lo que la toma por sorpresa es el modo en el que le entregan el dinero: en unas bolsas de papel.

Echa los fajos de billetes en el bolso y convence a sus dos asesores de irse en bus para así evitar que la vuelvan a seguir las motos. No obstante, su plan falló, pues sí la seguían, ya que llegaron en simultáneo a las once a la inmobiliaria. Junto con ella y sus trabajadores entran tres hombres, quienes vienen dispuestos a seguir cobrando la millonaria suma.

—Qué noticias nos tiene —interviene uno de ellos, a lo que ella le responde que adquirió cuarenta millones, aunque ya es justo que pueda ver a su esposo, ya que lleva más de 24 horas sin saber de él.

Se rehúsan, mas ella no se rinde y les argumenta que si estuviese con Carlos, sería más sencillo pagar el monto, los tres se miran entre sí y con un gesto de resignación acceden a su propuesta.

Marta y Carlos en compañía de su hijo Tomás.

Le comunican que en dos horas vaya al Obelisco, que lo encontrará sentado en una de las mesas, pero debe recordar que las autoridades no se deben enterar de lo sucedido, y que tiene plazo hasta el martes para entregarles lo que resta.

Cuando los tres hombres tienen el dinero, hacen una llamada dando las indicaciones necesarias para la liberación de Carlos y le hacen saber lo acordado. Esta noticia es inesperada para él, puesto que no tenía la fe de que sucediera en un lapso tan corto, sin embargo, solo les agradece.

Alrededor del medio día es vendado nuevamente, permanece así unos diez minutos, hasta que unas manos firmes lo ayudan a pararse y le indican el camino. Tiene el leve presentimiento de que han cambiado de automóvil, ya que este último es más cómodo, mas no le da importancia al asunto. Al llegar al sitio de encuentro, lo dejan en un parqueadero cercano.

—Sin falta para el martes, si no, vuelvo por usted, ¿me oyó? —es lo que logra escuchar al bajarse.

Decide ir sola al lugar acordado. De camino solo espera que no le hayan jugado una trampa, gracias a que confió a ciegas. Ya es la una de la tarde, le es fácil reconocerlo entre el tumulto de gente, el bullicio le impide gritarle para que venga hacia ella y el camino se haga más corto.

Por fin llega a su lado, percibe que sus ojos le hacen saber lo mucho que la extrañó la noche anterior, y la incógnita que había sembrada en el ambiente tras lo ocurrido se les nota en sus caras largas.

Se sientan a decidir cómo harán para terminar de pagar y no arriesgar la vida de su esposo; luego de unos minutos pensando, a él le surge la idea de hablar con Fernando Muñoz, a quien conoce hace algunos años y sabe que tiene la forma de darle el apoyo monetario.

Deciden ir a buscarlo a su casa en Laureles, al tocar el timbre es él quien les abre, un poco asustado por la inesperada visita, los hace seguir y los invita a un café. En medio de la sala, y con el cantar de los pájaros de fondo —tres que tiene en una jaula cerca de la cocina—, le revelan los hechos y la carencia que tienen ahora.

Sin meditarlo demasiado resuelve ayudarlos, y les manifiesta que el martes a primera hora tendrán el efectivo en su poder.

Luego de pasar un fin de semana no muy agradable, pero con la tranquilidad de estar juntos, se despiertan el martes con la determinación de terminar este embrollo de una vez por todas. A las nueve de la mañana, como se los había asegurado, Fernando les envía la cantidad prometida a su negocio para que resuelvan el problema.

A las tres escuchan el sonido de las motos, pero esta vez eran menos; con algo de valentía Carlos osa encararlos, pero ve que es innecesario cuando el jefe de la banda solo toma el dinero y se va sin decir una sola palabra ni dar explicaciones.

Una semana después reciben una llamada, es ese hombre de nuevo, aquel de la voz con tono grave, el que les amargó la vida, los dejó llenos de deudas y nunca fue capaz de mostrar su rostro ni mucho menos decir su nombre. —Muchas gracias por el detallito, y que no se les olvide, nadie puede saber lo que pasó —suelta una carcajada y cuelga, ya solo se escucha el repicar del teléfono, el cual les indica que todo terminó.

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