El Parque de los Nevados en sesenta horas
El 9 de noviembre se celebra el día de los Parques Nacionales Naturales de Colombia. Por lo general son espacios subestimados, pero están llenos de biodiversidad y paisajes increíbles que se han visto afectados por la mano del ser humano.
El pasado mes de abril visité el Parque Nacional Natural los Nevados para experimentar de primera mano la riqueza natural de nuestro país.
Por Daniel Velilla Pérez – dvelill2@eafit.edu.co
Mis movimientos se volvieron automáticos. Lo único que pasaba por mi cabeza era que tenía que poner un pie delante del otro y que no podía dejar de hacerlo hasta que llegara a mi destino. Los 4.100 metros de altura sobre el nivel del mar, la deshidratación y el cansancio estaban volviendo cada vez más difícil, con toda la razón, el esfuerzo físico que estaba haciendo.
Habíamos avanzado seis kilómetros: apenas la mitad del camino. La mochila adquiría en mi cabeza un kilo más de peso cada hora que pasaba. El dolor en los hombros era tan constante que llegó un punto en el que no los sentía más.
El lugar de llegada ya era visible. De vez en cuando, levantaba la mirada sobre mi hombro izquierdo, lo observaba y agachaba de nuevo la cabeza. Sabía que nuestro destino final estaba ahí, no se iba a mover, pero su presencia era fantasmal. Los pensamientos también se volvieron automáticos y repetitivos. No podía distraerlos ni tampoco quedarme quieto.
El grupo se había estirado tanto que quedé en la mitad de todos. Adelante iban a buen paso, y atrás a un ritmo rezagado. Parecía que me estiraba entre los dos extremos. A veces iba rápido y luego disminuía el paso.
El montañismo es, la mayoría de veces, incómodo, doloroso e intenso, pero las recompensas que ofrece carecen de palabras para describirlas. Caminar o escalar una montaña cabe dentro de la clasificación “diversión tipo dos”. Es decir, diversión en retrospectiva. Miras el pasado y te das cuenta de que estabas sufriendo, pero la estabas pasando bien, y probablemente lo volverías a hacer.
Indudablemente lo repetiría de nuevo. La calma que transmiten las montañas es algo indescriptible. Además, la búsqueda por la tranquilidad que brota de la naturaleza es incesante. No basta con hacerlo una vez. La relación montaña-hombre debe ser alimentada y cuidada como cualquier otra historia de amor.
A tres kilómetros de nuestro destino, el esfuerzo físico no había disminuido. Teníamos que llegar a la laguna del Otún, un cuerpo de agua a 3.950 m.s.n.m., rodeada de montañas, al Sur por el Paramillo del Quindío y al Norte por el nevado de Santa Isabel, donde nace el riachuelo que alimenta la laguna.
Paramos en un punto donde se dividía el sendero. A la izquierda, una bajada para llegar a la laguna; a la derecha, un sendero hacia la ciudad de Pereira. Llevábamos caminando casi cuatro horas, pero la aventura había comenzado mucho antes.
El día anterior, un viernes, salimos desde Medellín a las siete de la noche hacía Villamaría, en Caldas, a las afueras de Manizales. Un municipio pequeño, con algunas casas de tapia, a 1.920 m.s.n.m., a donde llegamos alrededor de la medianoche. Las expectativas y las ansias por salir hacia el parque hicieron que descansara poco.
Éramos ocho aventureros, que a las 8 a.m., de alguna manera nos metimos en una 4×4 que nos llevaría hasta la entrada del Parque. Adelante, en una motocicleta, iba uno más abriendo camino y atento a informarnos sobre cualquier percance.
Desde ese momento, la palabra comodidad desapareció de mi cabeza y mi vocabulario. El carro tenía un olor a marrano. No éramos nosotros, aunque seguramente, estábamos tan incómodos como los marranos que don Carlos, un campesino de la zona y nuestro conductor ese día, transporta en el vehículo donde íbamos. Yo no tenía olfato, pues días atrás un resfriado había puesto en duda mi participación en la expedición, pero las siete narices restantes de mis compañeros olían lo mismo, y lo tendrían que seguir oliendo por dos horas y media más, hasta que llegáramos a la entrada del parque.
La carretera es destapada. No hubo un solo momento en el que estuviera sentado más de un minuto. Siempre saltaba y volvía a caer en mi silla. Lo único que quedaba por hacer era agachar la cabeza y esperar la llegada. Sin embargo, los ánimos estaban a tope. El aire frío ya se comenzaba a sentir y las energías no pudieron haber hecho mejor el viaje hasta nuestra primera parada, a 3.300 m.s.n.m. La última casa habitada por una familia antes del Parque.
Doña Diana y don Alexander, con sus dos hijos, nos recibieron con una aguapanela y una tajada de pan. Habíamos ganado 1.300 metros solamente en el carro, por lo que la carretera siempre es empinada y culebrera. Cuarenta y cinco minutos después de haber comido y continuado nuestro camino en el carro, estábamos en la entrada del Parque Nacional Natural Los Nevados. Una joya natural en la Cordillera Central de Colombia, con 583 kms2, y con alturas que oscilan entre los 2.600 y 5.321 m.s.n.m.
Es la fábrica de agua de gran parte de nuestro país, con montañas imponentes, silenciosas y poco conocidas. Un lugar, entre otras cosas, para querer y cuidar, pues ha sido una región bastante afectada por el cambio climático. Este ha causado el derretimiento de masas glaciales de nevados como el Santa Isabel, o el del Ruíz, y la desaparición de estas mismas masas en lo que ahora son conocidos como paramillos, como el de Santa Rosa o el del Quindío.
En la entrada, a 3.850 m.s.n.m. y el último punto con señal telefónica, hay una casa de Parques Nacionales, donde dos guardaparques atienden a quienes van a entrar al lugar. Mientras uno de ellos nos daba información acerca del lugar, el otro, a la distancia y bastante tímido nos miraba. Era un señor de avanzada edad, con la piel arrugada y curtida por la altura y el sol.
Pasados trece minutos de las once de la mañana, comenzamos a caminar. Nos faltaban doce kilómetros. Habíamos pasado de vegetación frondosa, verde y espesa a un verde pálido, casi amarillo. Los frailejones cubrían gran parte de las laderas, y una niebla espesísima cubría el horizonte.
A esas altitudes, el clima puede cambiar muy rápido, y quince minutos después de haber comenzado a caminar las nubes que se encontraban a nuestra altura habían desaparecido, revelando una cadena de montañas que parecía infinita. Una detrás de la otra, nos llenaban de humildad, recordándonos que éramos solo invitados en esa inmensidad tan aplastante.
No habían pasado más de 500 metros y la primera sorpresa ya nos esperaba. Un Águila de Swainson, ave migratoria, descansaba en una cerca a un costado del sendero. La fauna, al igual que la flora, también disminuye a medida que se va ganando altitud. Son pocos los animales especializados para vivir en la alta montaña, pero sí que son espectaculares y únicos.
Las primeras dos horas de recorrido transcurrieron normalmente. Parábamos a descansar, a tomar algunas fotos y a contemplar el paisaje. La respiración comenzó a agitarse, pero todavía la altura no influía de gran manera en el ritmo, que era lento, pues debía haber una apropiada y cuidadosa aclimatación.
Lo que no esperó fue el clima. Así como habían desaparecido las nubes, regresaron. Los microclimas de estas zonas son algo que se debe tomar muy en serio, pues así como una llovizna puede durar cinco minutos, también se puede convertir en un aguacero. Por fortuna, para nosotros, solo fue un pequeño chapuzón, que iba y volvía, por lo que teníamos que parar constantemente para quitar y poner capas de ropa impermeable sobre nosotros y sobre las mochilas que llevábamos en la espalda.
Entre todos esas pausas, decidí adelantarme del grupo. A la cabeza iba Juan Camilo, uno de los más experimentados en la montaña, y quería alcanzarlo. En caminatas de este tipo, es normal que el grupo se estire, pues es fundamental que cada persona mantenga su propio paso. También es importante que en la parte de atrás quede alguien con experiencia, esperando y barriendo el camino, para que nadie se quede atrás. En nuestro caso era Juan Fernando, fotógrafo, escalador y líder del grupo.
Además el sendero estaba demarcado, y habíamos acordado parar en el kilómetro tres para el almuerzo, así que continué solo. Entré en un estado casi de meditación mientras caminaba. El cansancio no era grande todavía y ante tanto silencio y soledad, solo quedan con uno sus propios pensamientos. No queda sino pensar, buscar preguntas y formular respuestas, que muchas veces la propia montaña es capaz de responderlas: ¿Qué hago aquí?, ¿en dónde estoy en realidad?. Ese momento con uno mismo es tal vez uno de los mejores que puede ofrecer las montañas y las caminatas, mientras se conocen sus propios límites y el trabajo se vuelve más mental que físico.
Doblé a la izquierda en una curva pronunciada del sendero, después de ascender una pendiente larga pero poco inclinada, y ahí estaba Juan Camilo sentado y descansando. Al frente, el Paramillo de Santa Rosa de Cabal a 4.600 m.s.n.m., sin una sola nube, imponente, pero también con ningún rastro de nieve, pues se derritió toda.
Mientras me sentaba a descansar me asombró ver a tres hombres ascender por un camino adyacente al nuestro, con botas de caucho e indumentaria un poco rudimentaria. Llegaron a donde estábamos nosotros, saludaron y siguieron el camino. Mientras sacaba mi comida, el silencio volvió a invadir el momento. Lo comenté con Juan Camilo, un tipo tímido, que parecía caerle a la perfección esa ausencia de sonido en el ambiente.
Quedé admirado por lo que estaba viendo. Alejado de la ciudad, en semejante inmensidad, sabía que ese era un momento que no tiene precio. Además, estaba en mi país. No en Europa, ni en un parque de Orlando en Estados Unidos, o en un centro comercial. Estaba sentado en una piedra, con frío en la cara, mojado, con una vista envidiable, almorzando maní, cábano y agua.
Pasaron varios minutos hasta que el resto del grupo llegó. Nos dimos cuenta de que habíamos avanzado muy poco en mucho tiempo, apenas 2.5 kilómetros en algo más de una hora, por lo que acordamos no volver a parar hasta el kilómetro seis. El camino fue largo, y de nuevo quedé solo por momentos. Juan Fernando iba y venía de atrás hacia delante, llevando la mochila de Andrés, uno de mis compañeros, quien ya comenzaba a sentir la altura. En una de esas, me pegué al paso de Juanfer, y traté de sostenerlo, pero al rato lo aumentó, y quedé caminando con Juan Diego, otro de los caminantes, y con quien llegué al kilómetro donde habíamos quedado que pararíamos.
Paramos entonces en La Asomadera. Una especie de mirador, donde era totalmente visible la laguna del Otún. Creí que ya habíamos llegado, casi tratando de ignorar los otros seis kilómetros que faltaban, pero sabía que ese pensamiento era nada más un consuelo frente a lo que nos esperaba. Yo ya había almorzado, así que tomé algunas fotos. Marta y Juan David, sacaron una mini estufa a gas y calentaron una lata de chili con carne, me ofrecieron un poco y lo acepté. Luego me tiré en el suelo. Estaba cansado, pero además, por primera vez me sentía mareado. Tenía que seguir.
Esos últimos seis kilómetros fueron confusos. El camino parecía corto y fácil, pero en el montañismo hay tres reglas simples: Primero, es más lejos de lo que parece. Segundo, es más difícil de lo que parece. Tercero, es más alto de lo que parece. Las primeras dos reglas se cumplieron a la perfección. La tercera, no aplicó tanto, pues lo que restaba de camino era plano o en bajada.
El último kilómetro fue el más duro y el más largo de todos. Ya estábamos al nivel de la laguna, pero la debíamos rodear para llegar al punto donde íbamos a acampar. Al lado de ella habían pequeñas subidas y bajadas, pero que con 11 kilómetros en la espalda parecían interminables.
Alrededor de las cinco de la tarde llegamos a una cabaña de Parques Nacionales que está a las orillas de la laguna. Ese era el sitio donde pasaríamos la noche en nuestras carpas. El sentimiento cuando llegué es indescriptible. Una mezcla de felicidad, con cansancio. Hice lo mismo que todos los que ya habían llegado: sin si quiera quitarme la mochila me senté en un costado de la cabaña mientras arribaba el resto.
Estaba inmóvil, recorriendo en mi mente el camino, recordando el cóndor que vimos patrullar esas montañas que son su hogar, con sus alas gigantes e imponentes. Lo primero que hay que hacer en ese tipo de situaciones al aire libre es armar el campamento, el cual en menos de 30 minutos ya estaba completo. Lo único que hice fue tirarme en mi carpa a dormir, para hacer pasar el cansancio y el dolor de cabeza, que era debido más a la deshidratación que a la altura.
La noche cayó en compañía del frío. Las nubes taparon el cielo y lo único que se veía era el resplandor de las linternas. Además de nuestro grupo de nueve personas, habían en el campamento una pareja de italianos. Lo único que se puede hacer en semejante soledad y oscuridad es prender una estufa pequeña de gas (no se pueden hacer fogatas), y sentarse alrededor de ella a conversar.
Eso significó interminables historias de todos alrededor, mientras nos calentábamos con el fuego, y nos preguntábamos de nuevo porqué estábamos ahí, con frío y seguramente incómodos, pero con la seguridad de que cada instante escribíamos en nuestra cabeza momentos inolvidables. Tan rápido como llegamos, nos íbamos. La noche fue larga, el frío se mantuvo durante la madrugada sin llegar a ser incómodo y los primeros rayos de luz despertaron casi al tiempo a todo el campamento, exceptuando a los italianos, que antes de que saliera el sol ya estaban listos para seguir su camino.
Era domingo y debíamos regresar, no solo a la entrada del Parque donde nos esperaba de nuevo don Carlos en su carro, sino también a Medellín. Iba a ser un día largo.
Decidimos regresar por un camino diferente, que nos llevaría de nuevo hasta La Asomadera pero en un menor tiempo. Era un sendero menos amplio y más escabroso que el del día anterior, pero los paisajes eran tres veces más impresionantes. El camino le daba vuelta a la laguna por el lado opuesto al que habíamos llegado, y era el camino de inicio hacia la cumbre del nevado de Santa Isabel, pero que nosotros solo tomaríamos para regresar a casa. El recorrido fue mucho más agradable y más rápido.
El grupo se separó en dos; mientras unos fueron bordeando la para luego subir hasta el mirador, otros decidimos subir lo que más pudiéramos para rodear unas torres de roca que acompañaban ese lado de la laguna. El camino era además demasiado húmedo, pues estaba lloviendo y pasábamos alrededor de varios nacimientos de agua, que ponían más agua en frente nuestro.
Una vez en La Asomadera, salimos caminando en parejas hacia la entrada, en donde en menos de tres horas estábamos ya bebiendo una taza de aguapanela cortesía de los guardaparques que nos recibieron el día anterior. La satisfacción era única. Solo habían sonrisas y alegría. Estábamos mojados y salía humo de nuestros cuerpos, pero la montaña había cumplido con la tarea de renovarnos.
Don Carlos llegó en su carro y regresamos por la misma carretera destapada. Queríamos llegar ya, y el silencio de las montañas lo habíamos traído al carro, pues todos parecíamos repasar en nuestras cabezas el fin de semana que acabábamos de pasar y estaba terminando. El que echaba humo ahora era el carro, que se varó antes de llegar a Villamaría, pero sin afectar nuestro itinerario de regreso.
Sesenta horas después estaba de nuevo en mi otra casa, la de concreto y paredes. Totalmente renovado, con el cuerpo y el alma purificados y con la satisfacción de haber estado en uno de los lugares más impresionantes de Colombia.