El corazón de la vieja Villa
Mariana Becerra Arboleda
mbecerraa@eafit.edu.co
“Ubíquense con los edificios”, insistía el guía mientras cruzábamos un puente peatonal al lado del Sena de la avendia del Ferrocarril.
“Vean, por allá se puede ver la punta de la Candelaria, por allá pueden ver el cerro Pan de Azúcar, al otro lado pueden ver el edificio Coltejer y más allá…”.
En realidad, no podíamos ver nada, solo el Coltejer sobre un cielo blanco y espeso. Eran pasadas las nueve de la mañana, atravesábamos días de crisis ambiental y había llovido la noche anterior.
La mañana estaba nublada. No podía echarle la culpa al guía por ello, que nos decía donde quedaban esos puntos de referencia y nosotros le creíamos, aunque no los pudiésemos ver.
Éramos un grupo de más o menos doce personas: los guías, una comunicadora de la Alcaldía de Medellín, un compañero de Eafit y el profesor, unos trabajadores de la secretaría de Hacienda del municipio, una japonesa que estudiaba español en Eafit y una estadounidense.
Cruzamos el puente peatonal del Sena. Camino a nuestra primera parada encontramos un carrito pequeño, lleno de botellas de vino y de gaseosa recicladas y llenas de menjurges raros. Había un señor que atendía un carrito y varias personas rodeándolo. No podíamos irnos de ahí sin saber de qué se trataba, así que nos acercamos retrasando un poco el recorrido.
–Buenos días, ¿qué es eso? –preguntó el profe.
–Jugo de sábila y emuliente peruano –respondió el hombre.
–¿Y de qué está hecho?
–Está hecho a base de sábila, linaza, un concentrado de hierbas y aromática. Sirve para todo, para la artritis, riñones, colon, hígado. Todo.
Llegamos a la iglesia San Benito. Primera parada. Para ese momento el guía hablaba, pero mi mente ya había perdido todo rastro de esa explicación. Estaba parada frente a la iglesia, casi centenaria, mirando cómo una pantallita de luces led arriba de la puerta rezaba en letras azules un fragmentado VEN-ESPÍRITU-SANTO-ILUMÍNANOS. No dejé de verla hasta que entramos. Desentonaba con todo lo que había alrededor.
Entramos apenas para distinguir lo que había dentro. La iglesia tenía unas columnas color piel y otras dorado chillón que finalizaban en arcos. El tiempo adentro no fue suficiente ni para rezar un padrenuestro, igual no tenía la intención de hacerlo.
La iglesia estaba a un costado de lo que habría sido la calle Boyacá. Era la calle real de Medellín, la primera de la Villa de la Candelaria que por allá en 1800 daba entrada a la realeza española a la Villa y por la cual se podía salir a Santafé de Antioquia, la capital.
Ahora de real tiene solo la historia, pues terminó convertida en un pasajito escondido, muy tranquilo para lo descontrolado que puede llegar a ser el centro de Medellín.
Había una que otra persona por ahí sentada, un carretillero pasando, un hombre sentado en un muro, con unos tenis amarillos relucientes, pero sin cordones, que supuse se los habría regalado alguien, y casas antiguas con arcos en sus ventanas y puertas, algunas color rosa pastel, o naranja que destacaban en medio del pasaje gris. Caían de los balcones goteras de la lluvia de la noche anterior.
Cruzamos una cuadra, dos cuadras… Plazuela de Zea. Segunda parada. De repente, el sol comenzó a salir y pronto se torno calcinante, como suele suceder en Medellín. Todo el parque estaba cubierto con flores caídas de los árboles, que lucían cual nieve amarilla junto con bolitas de icopor.
En la mitad de la plazuela se erguía la estatua del prócer Francisco Antonio Zea, heroico sobre un gran pedastal de unos tres metros con el escudo de Colombia y dos mujeres paradas a cada costado del pedestal.
No tuve duda alguna de que la plazuela era bella, pero parecía el ‘parche’ de todos los habitantes de calle de la zona. En efecto, lo era. Pasó uno de ellos arrastrando una caja pesada que contenía quién sabe qué, jalonada por un buzo; había varios vagabundos deambulando con sus barbas descuidadas y otros más sentados con sus chécheres en el suelo de la plaza nevada.
Uno de ellos tenía un un costal vacío en frente, en el que reposaban lo que parecían ser los ingredientes para un sancocho: papas, yucas, plátanos, algunas lechugas, hierbas y algo más. Se hacían en grupos y conversaban. Todos menos el hombre de los vegetales sobre el costal, que lucían tan frescos como los de la plaza de mercado a las cinco de la mañana.
Caminamos muy poco hasta llegar a la tercera parada. La Galería Tenerife, una mueblería por la que solo dimos una corta pasada, el tiempo suficiente para reconocer que todos los muebles estaban tapizados en el mismo tono beige y que el olor a madera que invadía el lugar era tan fuerte que no podría confundirse con ningún otro.
Según la señora que nos atendió al entrar, la casa que alojaba la galería rondaba los 200 años, y mientras nos enseñaba las lámparas del techo, contaba que aún se conservaban originales.
Una cuadra más adelante encontramos la casa de Francisco Antonio Zea, el mismo de la plazuela, el primer vicepresidente de la Gran Colombia. La casa no estaba amoblada, ni tenía imágenes que contaran su historia, aunque estaba muy bien cuidada. Una combinación de amarillo y verde oscuro vestían la casa, que tenía un jardín en la mitad con flores fucsias.
Era bella, pero no era un museo, como esperaba al entrar. Nos atendió un hombre muy amable, que no recuerdo si se presentó o no. Nos contó la historia de dicha casa, que la habían restaurado y que había terminado por ser un espacio que todo el mundo podía ocupar para diferentes actividades; que iban fundaciones, que hacían talleres para niños y novenas en diciembre.
Nos invitó a que pasaramos a la cocina, que podíamos tomar tinto o aromática. Nos ofreció, además de eso, probar las hierbas aromáticas de una huerta minúscula que tenían en la parte de atrás.
Noté que sus plantas eran más pequeñas aún, parecían ser unos retoños apenas y cada planta estaba marcada con su nombre: toronjil, hierbabuena, menta. Fue un lindo gesto.
Parecía que él era el cuidador de la casa o que, por lo menos, pasaba demasiado tiempo allí. Salimos de ese lugar, no sin antes recibir cada uno un libro titulado Patrimonio material e inmaterial de la comuna 10, repartidos por su hijo Samuel, de cuatro años.
Para ese momento nos habíamos desviado de la calle Boyacá. Retornamos hacia el corazón de la vieja Villa y el panorama ya era diferente a aquel pasaje inadvertido por el que habíamos pasado más temprano. Ruido, bicicletas, motos, el vendedor de los chontaduros y el de los vidrios templados para celular.
Pasamos por un bello mural en el que nos tomamos una foto grupal, y de ahí en adelante el paisaje se tornó todo de color, el cielo se había tornado azul y comenzaban a aparecer las sombrillas de colores de los puestos de venta y los vendedores con sus carretillas de frutas.
Avanzamos hacia el costado de la iglesia de la Veracruz, y se veía lo habitual. Los casinos, las tiendas de artículos religiosos y de hierbas, la iglesia, el aire impregnado por el olor a panadería dulce y las mujeres que allí trabajan de pie, recostadas contra los muros del templo, solas o en parejas, con vestidos cortos y ombligueras tratando de atraer a los clientes.
Algo en esa calle era nuevo, desconocido. Lo había visto semanas antes, ya que había pasado por la misma parte y, gracias a un artículo que había leído, sabía qué era, pero para quienes pasaban por allí podrían parecer las ruinas de algo.
Estaban estrenando en esa calle un museo a cielo abierto, al que todo el mundo le pasaba por encima con temor a que el acrílico que lo protegía se rompiera y los hiciera caer al vacío.
No había un nombre, un letrero, ni siquiera una pequeña pista de qué podría ser esto. La gente se asomaba, lo detallaba, un niño saltaba desde uno de los muros jugando a ser un superhéroe y una niña pasaba de la mano de su abuelo diciéndole que le daba miedo pararse ahí.
Bajo el acrílico se podía ver la que fue la primera red de acueducto que tuvo la ciudad, que operó entre 1826 y 1920. Se veía que estaba hecho a base de barro y piedras, pero no pudimos encontrar ninguna explicación sobre cómo era su funcionamiento.
De la nada me vi parada a un costado de la iglesia mirando las mujeres que habían paradas entre las tiendas del frente, como si tuviera un catálogo, como si yo fuera un cliente y estuviera tratando de escoger una.
Uno de mis compañeros me dijo: Vamos donde ella, señalando una mujer un poco robusta, de cabello rubio, ojos claros y un vestido corto y ceñido con la impresión de una cara que le cubría prácticamente todo el tronco.
–¿Qué sabe de este museo? —le pregunté.
–Sé muy poco sobre eso, sé que es un arte que hicieron ahí sobre tierra –respondió.
–¿Y cómo ha cambiado el espacio desde que inauguraron esto?
–Viene mucha más gente a visitar, más turistas, gente de diferentes partes. Quedó muy curioso.
–Si ha venido más gente, como me cuenta, entonces, ¿cómo les ha ido con el trabajo?
–Nos ha favorecido mucho, porque como hay más gente también hay más curiosos.
Supuse que a los que ella llamaba “curiosos” eran sus clientes.
Mientras hablaba con ella, en el fondo sonaba una música electrónica de una tienda Se llama Cindy Lorena Coudin García, un apellido francés, me dijo con orgullo.
Después de hablar con Cindy, dejamos atrás los 300 años de historia que habíamos conocido esa mañana recorriendo el corazón de la vieja Villa, que ha visto crecer la ciudad a su alrededor, para finalmente llegar a la Plaza de Botero. Una imagen como la de las postales de Medellín era lo que veía ante mis ojos.
El cielo azul y radiante, las mórbidas esculturas icónicas de la ciudad, grande el palacio de la cultura Rafael Uribe Uribe, el Metro pasando en el fondo y en lo alto del cielo, imponente, el edificio Coltejer izando en su cúspide las banderas de Colombia y de Antioquia.
Tomé una fotografía en mi mente, que espero no borrar jamás. Repasé todo el recorrido en mi cabeza y pensé en todos los contrastes y la diversidad que hacen única a mi ciudad