El arte de naturalizar la muerte
“Mucha gente cuando me llama por teléfono me pregunta que si yo sé “taxidermiar”, porque no saben cuál es la palabra; la mayoría de la gente relaciona el nombre de lo que hago con taxímetros o con que manejo un taxi, cuando digo que soy taxidermista se me quedan mirando y hasta de pronto lo escriben con s”.
Por Cecilia Vélez González
cvelez12@eafit.edu.co
Al tener una profesión tan poco común, como lo es ser taxidermista, Miguel Ángel Parra muchas veces se encuentra en situaciones como esta, en donde se tiene que hacer entender y explicar a qué se dedica.
Esto es entendible al ser una de las pocas personas con este título en Medellín, aunque este no sea un título oficial sino un arte que lleva aprendiendo empíricamente por más de 50 años.
Sentado en un banquito negro en el hueco que dejan las escaleras de su casa en Itagüí, que es el lugar que ha convertido en su taller, hablaba mientras recordaba su recorrido como taxidermista.
Me miraba por cortos momentos a través de sus gafas de lentes gruesos y devolvía la mirada al suelo mientras movía impacientemente el pie que tenía cruzado encima del otro.
Vestido con unos blue jeans oscuros, una camisa polo de rayas azules metida y unos tenis de hacer ejercicio, Miguel Ángel podría pasar desapercibido por cualquier calle, pero este no es el caso de lo que pasa con su oficio.
Desde que tiene memoria, Miguel Ángel siempre ha sentido por los animales un profundo amor y respeto y los ha visto como criaturas indefensas que nos reconocen como una especie superior y que por esto les podemos ayudar.
Contrario a lo que piensan algunas personas acerca de su oficio, que los taxidermistas son como cazadores o depredadores, él siempre ha trabajado con la filosofía de que no recibe animales que han sido cazados o que hayan matado de gusto.
“Eso es para mí lo peor que puede hacer una persona contra un animalito indefenso, puede ser el animal más fiero del mundo, la serpiente más venenosa, pero un animalito no es nada contra un arma.
Cuando veo un animal en agonía me da tristeza, la derrota me causa tristeza. Ver un pobre animalito, ver el poderío caído… es que son descarados” decía mientras bajaba la mirada al piso compungido.
Cuando tenía apenas 4 ó 5 años, el pasatiempo de Miguel Ángel era guardar en cajas de fósforos insectos muertos que se encontraba, “no los clasificaba ni nada, porque yo qué iba a saber de eso, sino que, a los amiguitos de la infancia, les decía, por ejemplo, que un grillo era un león; algún nombre de los que me sonara le ponía a un insecto, y les cobraba una plata por mostrarles la colección».
Eran niños como yo, les daba curiosidad, y pues claro, ellos qué iban a saber que eso no era un león.
Más adelante, cuando estaba haciendo el bachillerato a los 15 ó 16 años, un día cualquiera Miguel Ángel pasó por el museo de la Universidad de Antioquia, que quedaba donde ahora son las torres de Bomboná, y al ver el letrero sintió curiosidad y entró.
Inmediatamente se enamoró de lo que allí estaba exhibido: del arte, y pensó para sí mismo que estos animales eran muy llamativos y que debía ser algo muy difícil de hacer.
A él siempre le han gustado los retos, no los peligrosos, sino aquellos que requieren el uso de alguna habilidad, y la taxidermia representaba precisamente eso para él, “yo decía, bueno, cómo alguien hizo para hacer esto, cómo hizo para que eso tuviera los ojos abiertos, la pose en la que está, que conserve el colorido, en fin, todo eso me interesó, entonces empecé a indagar”.
El museo tenía un taxidermista, Ramón Cadavid, que también era empírico y que había llegado allí cuando un día había surgido la idea de que la Universidad de Antioquia tenía que tener un museo y habían sabido de este señor que inicialmente solo hacía este oficio para su colección propia.
Miguel Ángel, en su dedicación por frecuentar el museo y a conocerlo bien, se empezó a acercar a Ramón Cadavid y a aprender sobre sus técnicas, porque hasta ese entonces él siempre lo había hecho como él creía que era, pero eso no se acercaba a la realidad de lo que es verdaderamente la taxidermia.
Cuando empezó a emplear y perfeccionar las técnicas que iba aprendiendo de Ramón, este empezó a contratarlo para los trabajos más simples, “por ejemplo los huesitos de los sistemas óseos, a quitarles los restos de carne que hubiera tenido el animalito, a cocinarlos, a blanquearlos… y ya él luego los armaba”.
Al poco tiempo, Miguel Ángel sintió que tenía suficientes conocimientos para poder hacerlo solo y esto fue lo que empezó a hacer.
“La taxidermia no se estudia, la taxidermia es un arte” —decía él cada vez que yo le preguntaba sobre su profesión— “Ahora actualmente en Estados Unidos y en Europa se consiguen escuelas de taxidermia, donde el que tenga el gusto o la habilidad y el gusto por el arte, le enseñan; es como al que le enseñan técnicas de pintura, hay gente que le gusta pintar pero no tiene la técnica, entonces en las escuelas se las enseñan. Lo mismo hacen ahora, pero no en Colombia”.
La palabra taxidermia viene de dos palabras griegas, taxus, que significa trabajo, y dermus, que se refiere a las pieles de animales.
Este “arte científico”, como lo llama Miguel Ángel, toma un animal que ya ha dejado de prestar un servicio útil a la naturaleza y le da apariencia de vida; dejarle de prestar un servicio a la naturaleza es un decir, porque el animal hasta después de muerto le presta sus servicios descomponiéndose y sirviendo de alimento para otros animales.
La taxidermia busca recuperar ese ser que ha muerto para ponerlo al servicio del hombre, porque este es precisamente su fin, servir como una herramienta de estudio y aprendizaje para estudiantes de biología, científicos y demás personas que con algún fin observan sus detalles, colores y los clasifican.
“Mi labor es fundamental para otras profesiones, y hay muchas de ellas que se lucran de la taxidermia o de los museos”, dice él mirándome orgulloso de poder aportar a un amplio universo de saberes con el oficio que realiza.
Para Miguel Ángel, el sentido de hacer a lo que se dedica, es hacerlo bien. “La idea es que parezca real. Siempre procuro hacer el trabajo bien hecho, no es ganarme la plata por ganármela.
Lo que a mí me interesa es el desafío y cada pieza representa eso para mí”, dice mientras toma en sus manos un ejemplar de pájaro siete colores, el cual naturalizó y ahora decora una de las paredes de su taller.
Esta profesión representa un desafío en muchos sentidos, una de ellos es por las técnicas que se deben usar según la piel del animal que se va a naturalizar (poner en su forma natural), palabra que Miguel Ángel me explicó es la correcta para referirse a lo que él hace.
Dependiendo de si es un animal de plumas, pelo o escamas, este taxidermista tiene que resolver la técnica que va a utilizar para obtener los resultados que desea.
“Yo no aplico la técnica en diferentes animalitos como si fuera una secuencia, como quien hace zapatos o bolsos, que hacen 10 pares de los mismos, la misma copia; yo a cada uno le tengo que hacer algo diferente, por eso es que la taxidermia no es aburrida, porque cada espécimen tiene una cosita para resolver.
Por ejemplo que hay uno que trae una mancha, hay uno que trae los huesos partidos o desviados, el pico atrofiado, hay otros que tienen sucio el pelo o la pluma… el pelo no es tanto problema, pero cuando es la pluma sí es mucho problema para organizarla.
A mí no me interesa coger un animal y armarlo de cualquier forma y dejarle lo que sea, no, sino que me interesa es que me quede bien hecho, que la persona cuando lo vea quede satisfecha y, sobretodo, porque cuando mandan a hacer el trabajo es porque el animal les representó algo muy importante, entonces yo trato de que el animalito los acompañe durante mucho más tiempo”.
Afortunadamente, todo el proceso que Miguel Ángel debe hacer para completar la naturalización de un animal vale la pena, si se conserva bien, pueden durar hasta 150 años.
Estos cuidados incluyen no mojarlo, no ponerlo al sol, no dejarlo en una parte baja donde una mascota o una persona lo pueda tocar y no intentar cambiarle la pose que se le dio originalmente, “que lo estén tocando es uno de los principales problemas, la lubricación natural que tiene la mano se va quedando en la pluma, en el pelo o en la escama y después le cae polvo sobre esa grasa y lo va deteriorando»
Recuperar eso es casi pagar por hacerlo otra vez
El precio de estos animales naturalizados es por centímetros, tomados desde la punta de la nariz hasta la raíz de la cola.
En animales de pelo, como los perros, el centímetro varía según el tamaño entre los 7,500 y 9,500 pesos; en los caballos y bovinos el centímetro varía entre 14,000 y 15,000 pesos; en los camellos el centímetro puede valer hasta 30,000 pesos; en las aves cobra el centímetro parejo, un canario, por ejemplo, puede valer 50,000 en su totalidad; y en los peces varía según el largo y ancho.
El proceso de taxidermia, que empieza cuando alguien le lleva su animal a Miguel Ángel, se puede demorar 20 días en aves, 1 mes en peces y 2 en animales de pelo, que él sabe que para alguien que quería mucho a su mascota puede ser una eternidad.
Aunque estos tiempos parecen cortos, todo el proceso que este artista debe hacer es complejo y requiere de mucho trabajo.
Lo primero que debe hacer una persona que desea naturalizar un animal es meterlo al congelador, así como suena, puede ser el mismo congelador en donde se guarda la carne en la cocina.
Claramente, debe estar envuelto en una bolsa plástica limpia para evitar que contamine el ambiente y que este lo contamine a él. En el congelador puede durar hasta dos meses, y esta parte del proceso es fundamental ya que el frío vuelve más lenta la descomposición.
Después, cuando el animal llega a las manos del artista, este lo deja descongelar al aire libre para hacerle con un bisturí una abertura, que generalmente va desde el esternón hasta el orificio anal. Separa la piel, corta las extremidades y la cabeza y saca el cuerpo.
“Mucha gente piensa: que maluco para usted, el fastidio, observar todas esas vísceras y todo eso. No, en realidad yo no veo eso. Yo lo único que hago es, hágase de cuenta, como si usted se quitara la camisa.
Yo desprendo las extremidades y sale toda la piel completa en una pieza, el cuerpo también sale en una pieza completa sin exhibir las vísceras. Es muy escaso las veces que las veo, y eso no me representa a mi nada».
Si es un animal al que le voy a hacer el sistema óseo sí me toca verlas porque tengo que limpiar todo eso, pero nada más.
Cuando ya tiene la piel afuera, el animal es sometido a un proceso que se llama piquelado.
Este consiste en aplicarle una fórmula de químicos (sal, alumbre, sulfato de aluminio tipo a y ácido fórmico) en unas cantidades específicas según su tamaño que evitará que el pelo, las plumas o las escamas se desprendan.
“Eso lo compro en cualquier tienda, aunque hay algunos que son de uso restringido porque con ellos se producen sustancias alucinógenas psicoactivas, entonces uno tiene que presentar la cédula y estar registrado, como que uno ya ha comprado eso por mucho tiempo y que ha sido responsable con ese manejo, que no haya estado involucrado en la convicción de algún delito”.
Esta combinación de químicos se deja hasta que la piel responda, que tenga la apariencia indicada, y mientras tanto Miguel Ángel va trabajando en lo que hará de cuerpo del animal, un maniquí hecho a medida de Icopor y poliuretano. La idea es que queden las mismas facciones del animal.
Cuando el piquelado se ha completado, lava el cuerpo con bicarbonato para parar el proceso y procede al montaje. Mete el Icopor en la piel y cose con un hilo y aguja normal; para las aves utiliza una aguja específica, de mostacilla, porque la piel es muy delgadita.
Finalmente, le da los toques finales de expresión, le pone los ojos y lo deja en secado, proceso que varía según el clima.
“Siempre se les advierte a las personas que el animal queda en un 90% parecido porque cuando este fallece, es como nosotros, que tenemos un fluido entre la piel y el músculo, ese fluido se pierde con la taxidermia entonces es imposible verlo con el mismo volumen que antes tenía, queda más flaquito y se le ve la piel más apretadita.
Uno no es que lo vaya a tocar y lo vaya a sentir como un peluchito, eso se les advierte».
Refiriéndose a la parte que más lo reta de su trabajo, Miguel Ángel tiene claro que esta es darle la pose que el dueño quiere que tenga, pero es un reto que disfruta porque le permite llegar a ese momento que es el que más satisfacción le trae: que cuando la persona vea el animal sienta que lo está viendo como si estuviera vivo.
“Me encanta verle a la persona la expresión de asombro, saber que se le está entregando lo que ella esperaba. Y también, en la parte personal, saber que hice un trabajo bien hecho. Me satisface mucho porque estoy logrando cumplir con el deber de hacer lo mío”.
Para la tarea que desempeña Miguel Ángel, es fundamental que se esté informando diariamente, la consulta lo ayuda a cumplir mejor con su deber, y esto es evidente al conversar con él.
“Informarme es una herramienta para mi trabajo, porque no puedo, por ejemplo, pintar una piraña azul. Tengo que presentar el trabajo lo mejor posible, los pescadores son muy detallistas, ellos saben mucho”.
En una conversación como la que tuvimos, de dos horas, alcanzó a mencionar con especificaciones especies de aves como: bichofué, loro cascabelito, loro indio viejo y siete colores, y además, me contó las historias de los animales más exóticos que ha naturalizado en la época en la que trabajó para el museo de la Universidad de Antioquia: conejillos de indias, bisontes, jaguares, tapires, leones, camellos, osos, pájaros sombrilla, gamos, cocodrilos y faisanes.
Uno de los animales exóticos que quizá es el que más recuerda es el osito trueno, también conocido como serafín del platanar, la gran bestia, oso hormiguero pigmeo u osito sedoso. “Jamás con ningún animal había sentido tanta suavidad, era una miniaturita”.
Aunque esta lista de especies suena impresionante, hacen más parte de las excepciones que de lo común, su día a día consiste, generalmente, en la naturalización de perros, gatos, aves y peces.
No solo porque son los animales que las personas normalmente tienen de mascota, sino porque, regido por la norma, la legalidad y su moral, no puede naturalizar animales nativos a menos de que vayan para un museo. Miguel Ángel considera que su trabajo es muy absorbente, pero siempre es muy variado, razón por la cual nunca se aburre.
Tal vez, a este factor contribuye no solo la cantidad de animales con la que ha trabajado sino su amplio inventario de instrumentos con los que lo puede hacer.
Bajo el escritorio de madera que tenía en frente, se asomaba una caja plástica transparente, que luego me mostró en detalle, llena de cuantas cosas uno se pudiera imaginar. Pinzas, pincitas, bisturís, agujas, hilos, alicates, palos de metal, ojos y pinturas.
Mientras yo esculcaba su caja, él se quedó pensativo y mirándome, después de un rato, me preguntó que si su trabajo sí iba a quedar bien para el reportaje que yo estaba haciendo porque la palabra extraordinario no le cuadraba, ser taxidermista era un oficio extraño en todo el sentido de la palabra.
“Antes la taxidermia era considerada como un arte negro, las personas pensaban que eran brujos, eran artes oscuras. Se trabajaba al escondido. De ahí viene la palabra pelagatos, los taxidermistas usaban personas humildes para pelar los gatos, y eso se quedó”.
Teniendo un poco de fondo sobre este personaje, no sería difícil asumir que es una persona multifacética: sabe de animales, le gustan y los respeta, aun así, es taxidermista, colecciona estampillas y le encanta leer. Y sabiendo todo esto, solo una pregunta más se me venía a la mente:
—¿Serías capaz de naturalizar a tu propia mascota? —Le pregunté yo curiosa de su respuesta
—Nunca, me daría mucho dolor hacerle daño, no sería capaz de verlo así. Hasta hace tres años tuve un perrito, y cuando se murió no fui capaz —me respondió él mientras algo parecido a una lágrima se empezaba a formar en la esquina de su ojo. Este artista que se dedica a esto todos los días de su vida, no se podía imaginar haciéndole a su mascota lo que le hace a las de tantas otras personas, esa sensibilidad que lo caracteriza demuestra aquello que más adelante me había dicho, que un taxidermista no es un cazador ni un depredador, o que por lo menos, él no lo es.