Dulce aguapanela para las noches frías de la Medellín subterránea

Desde hace 9 años, un grupo de estudiantes reparte aguapanela con pan a cientos de indigentes que habitan las calles de esta ciudad.

Una tarea silenciosa de ayuda a los más pobres de los pobres. Crónica sobre uno de sus recorridos.

Por Camilo López Galeano

clopezg5@eafit.edu.co

Fotos Fundación Maki Waylluna

 

Son las 9:15 p.m. de un jueves de mayo, una noche como cualquiera en la calle ubicada al costado derecho de la Basílica Metropolitana de Medellín. Allí empiezan los preparativos para la repartición de aguapanela con pan por Tejelo, un barrio del centro de la ciudad donde se resguardan cientos de habitantes de la calle; un sector que de día es abierto a talleres de carros y chatarrerías, pero que de noche se convierte en sombrío y oscuro. También, al que todos los jueves llega una voz amiga de solidaridad para ayudar a centenares de indigentes que aparecen como salidos de la tierra tras oír el grito de “¡aguapanela con pan!”.

Se les iluminan los ojos y sienten el abrazo de compañía y cariño que les brindan los miembros de la Fundación Maki Waylluna, que significa “mano amiga” en el lenguaje indígena quechua, institución creada hace nueve años por jóvenes estudiantes de Medellín.

“¡Vamos a hacer una oración!”, dice Gina, una de las líderes de la fundación, quien en un pequeño parque cerca de la sede de Maki Waylluna reúne a todos antes de iniciar con la labor.

“La oración no significa que tengamos una creencia religiosa, simplemente es decir un objetivo que tengamos para la noche y transmitir una buena energía a todos los que estamos reunidos”, continúa con su discurso la joven, quien lleva consigo un niño en sus brazos con el que se la ha pasado jugando desde hace rato.

Después de la oración hacen una pequeña recolecta voluntaria para gastos futuros y sostenimiento de la fundación, aportes que van desde 500 hasta 5.000 pesos que sirven mucho para continuar comprando panes y panela para regalar en las noches.

Un menaje sencillo

Comienza el recorrido. Los voluntarios se pelean por llevar el rechinante carrito de mercado y algunos panes. Entregar estos alimentos es un momento conmovedor ya que miran a los ojos a las personas y se siente el alivio que ellos demuestran al recibirlos.

El carrito carga cuatro lecheras o cantinas metálicas en las que envasan la aguapanela, seis bolsas negras con pan y un botiquín por si alguien necesita auxilio o curar heridas.

A partir de ahí empiezan a llegar por si solos los seres humanos que habitan en la Medellín subterránea quienes, al igual que todos, viven, sienten, tienen necesidades, les da hambre, sufren y hasta son felices de vivir en esos tétricos lugares.

De un momento a otro hay un conteo: “Uno, dos, y tres: ¡aguapanela con pan!”, gritan todos los colaboradores, que se unen en una sola voz como para darle ánimo y entusiasmo a la tarea.

La llegada de El Diablo

De repente hay un caluroso y efusivo saludo y es por la llegada del escolta mayor de la fundación, un guía en la oscuridad que acompaña a estas personas a hacer el recorrido por calles oscuras y la poca luz eléctrica. Él tiene derecho a repetir las veces que quiera, pero no abusa de la confianza que le brindan y que él también les da.

Una tez morena un poco sucia y algunos cuantos pelos en la barba, así es el rostro de este señor; además, posee una dentadura que para muchos de los indigentes podría ser perfecta porque al parecer no le falta ninguno y él los tiene enteros; estatura de 1.68, uñas negras y largas, vestido de cualquier manera con ropa que al parecer le dura puesta muchos días; una mirada perdida e indiferente, pero al que no le falta una risa loca que impregna felicidad cuando los aguapaneleros rondan por todas las calles que él llama su “casa”.

El Diablo, que en realidad tiene como nombre de pila Esneyder, cuenta una serie de eventos y situaciones que vive a diario en la calle. Él, que con 31 años de edad ha vivido en el asfalto 20 de esos años que lleva encima, dice no tenerle miedo a nada, saber pelear, pero también ser humilde y agradecido.

Mientras los del grupo van repartiendo aguapanela y pan, El Diablo cuenta cómo es su diario vivir. “Yo duermo donde sea, no tengo horarios ni le tengo que rendir cuentas a nadie. Hago lo que me dé la gana y si en este momento me da por irme pa’ donde yo quiera, lo hago”, narra mientras se embute un pedazo de pan y se fuma un cigarrillo.

En las ollas de la muerte

Con una voz medio enredada, quién sabe si por la droga que consume o por otras circunstancias, El Diablo cuenta que trabaja como cotero en la Plaza Minorista, donde consigue el dinero suficiente para vivir su día a día, para tener lo que a duras penas necesita -que al final no es mucho-, para su “coso” o dosis de bazuco y para comer donde le alcance la plata.

Como si fuera todo un agente de tránsito, es capaz de parar los buses y carros para que la procesión de personas que acompañan a los aguapaneleros pase cada vía. Él es el vigilante, todo lo sabe, y conoce cada una de las marañas que hay que hacer para sobrevivir en el pavimento, producto de esos 20 años de experiencia.

“Esto por acá ha cambiado mucho, esto está caliente. La Policía se mantiene por acá dando vuelta, si no esto estaría lleno de gente”, cuenta Esneyder cuando están cerca a una “olla de vicio”.

Esos son lugares donde se encierra gente de toda condición a drogarse y a comercializar sustancias alucinógenas, edificaciones que en dos pisos y hasta media cuadra pueden albergarse hasta a 400 personas. Son lugares vehementes, llenos de enfermedades como tuberculosis y pestes de transmisión sexual, animales de todo tipo y oscuridad.

Solo ingresan quienes quieran apartarse del mundo, los que se quieren perder y no encontrarse con nadie, ni con ellos mismos, personas de todos los estratos sociales, incluso de familiares con muy buena estabilidad económica, y hasta los más pobres que han sufrido porque no han tenido nada en la vida. También pueden hallarse niños y niñas de todas las edades.

Una vez hubo un amor…

“Aquí encontré al gran amor de mi vida, enferma, tirada, vuelta nada… estaba muerta y a nadie le importaba. Tenía 19 años y apenas era una niñita”. El Diablo, con voz enredada y perdida, no da más detalles de la horrible historia de su amor.

“¡Ahora yo por Gina doy la vida, si a ella le pasa algo primero me muero yo home!”, le expresa a la muchacha y le da un abrazo.

Mientras tanto, van llegando todo tipo de personas a pedir aguapanela y el pedazo de pan: ancianos con lentes y libros debajo del brazo, hombres con costales donde van guardados vestidos o cosas para reciclar, niños y niñas que al parecer se volaron de sus casas para vivir el día a día de la calle, adultos con diferentes atuendos –hasta con disfraces y extraños gorros–, otros descalzos o con enormes cabelleras, con motilados raros, sucios y malolientes… cada uno recibe y se despide con un “Dios les pague”.

Algunos hasta intentan repetir cambiándose de ropa o poniéndose alguno que otro accesorio extraño.

En la Calle del Pecado

Finalizando el recorrido, los aguapaneleros pasan por la que llaman la Calle del Pecado, cerca a la calle Barbacoas; tabernas, discotecas y prostíbulos abundan en el paisaje. La salsa vieja, la ranchera y la guasca ayudan a meter al que por allí pasa dentro de un lugar muy popular.

Travestis, hombres de dos metros de estatura, acuerpados pero vestidos de mujer y ensortijándose su cabellera con el dedo índice, se deslizan como si estuvieran en una pasarela mal vestida; recorren la vía de esquina a esquina.

A pocos metros, niños y jóvenes que juegan al sube y baja con bolsas negras aspiran pegante para calmar las ansias de comer y de paso subir a la luna. Pisos sucios con grandes charcos de agua, basura tirada, colillas de cigarrillo, pedazos y pedazos de chatarra tendidos en el piso porque aquí se vende toda clase de artículos usados y de reciclaje…

Todo eso en medio de una suave lluvia, la cual ayuda a recrear el camino por el cual va finalizando el recorrido.

Intervención policial

Los que reparten la aguapanela entran a Barbacoas, que días antes era considerada la calle más peligrosa de Medellín, con más de 20 “ollas de vicio”, venta de estupefacientes y prostitución de niños y adultos. Hoy la encierran unas carpas de la Policía.

El deterioro social era tan grande que la Policía hizo una redada de 15 días con perros de olfatos sensibles, agentes antimotines, uniformados que se montaron hasta por los techos para sacar, como se dice vulgarmente, a las patadas a todas las personas que se resguardaban allí, a quienes consumían y vendían todo tipo de droga, desde el bazuco hasta la cocaína y la heroína, las sustancias más costosas en ese mercado negro.

Aunque hay policías, es una calle fantasma en la que se siente un ambiente pesado y tenebroso, en las que puertas y ventanas de las señaladas casas de vicio fueron tapadas y selladas con grandes bloques de cemento; como quien dice, aquí no entra nadie más durante el resto de su existencia.

La presencia de agentes encubiertos por el sector hace de esta calle un centro de investigación y vigilancia 24 horas al día.

A pocas cuadras está la sede de la fundación. Vuelven a eso de las 11:30 de la noche, después de entregar felicidad, amor y tranquilidad. Gina y su grupo dan las gracias por la labor y la bonita tarea que han realizado.

Empiezan a recoger el carrito de mercado vacío y consumido por esas personas que están escondidas en la ciudad. Todos quedan satisfechos por lo que hicieron. Varios indigentes van hasta el final con la esperanza de que quede algo de tomar o restos de pan, pero en realidad ya no sobra nada.

El Diablo se despide de unas cuantas personas que llegan a la sede. Da abrazos y besos a los más conocidos, y coge rumbo a una de sus casas, es decir, a cualquier esquina, cualquier acera. Ahí descansará por esta noche, mientras llega el siguiente día, cuando no sabe qué nueva situación le tendrá preparado el destino.

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