San Juan de Urabá

De Uveros a Montería en 1963

Siempre he encontrado fascinantes los viajes hechos a pie o en tracción animal. Desde los viajes de Simón Bolívar por Italia, los descritos por Robert Louis Stevenson en Viajes con una burra por los montes de Cévennes; los narrados por Fernando González Ochoa en “Viaje a pie” –por el occidente colombiano– o los del Ché Guevara en “Diarios de Motocicleta”. Viajar es la mejor forma de aprender sobre el otro y, ante todo, de nosotros mismos. Siempre encontraremos un amigo en la ruta que hará más ameno el camino. La crónica que presento a continuación, la escuché de una segunda mamá que tengo, que se llama Gregoria Páez Medrano (1955). Doña Grego, mujer aguerrida y noble, y oriunda de Uveros (Antioquia), será la narradora de esta historia que podría verse instalada en un pasado distante y difícil de imaginar para las mentes citadinas de la sociedad actual.

Por William Puche Barraza – guilianpuche@gmail.com

 

“Si el trabajo fuera virtud, el burro cargara medalla” “Una cosa piensa el burro y otra el que lo jarrea”

Benjamín Puche Villadiego en “El Refranero Sinuano” (1987)

El viaje

Mi papá, José de las Mercedes Páez, mandaba to’o un camión completo de arró, yuca y plátano para Montería pa’ venderlo. Como no existían carreteras pa’ llegá al pueblo en esa época, él mandaba toda esa carga en lancha desde el puerto de Uveros hasta el puerto de San Juan de Urabá. Allá subían to’o al camión y lo mandaban a Montería con un chofer. De San Juan a Montería se echaban cinco días en carro; y eso sí la carretera, que era puro camino de herraduras y puro monte, se encontraba buena. Como yo soy la mayor de mis once hermanos, mi papá me dijo que lo acompañara hasta Montería a esperar el camión. En esa época se llegaba más rápido a Montería a pie o en burro que en carro. Nos demorábamos dos días en llegar. Eso era en el 63. Yo tenía ocho años y ese viaje nunca se me olvida.

Un día en aquella época

Nosotros salíamos de la casa a las cinco de la mañana pa’ una finca que tenía mi papá a las afueras del pueblo. Nos íbamos a pie por un camino destapado. En esa época no conocía qué era el pavimento. Allá llegábamos a las ocho de la mañana. Amarrábamos a esos burros y les dábamos agua. Veíamos sí estaban completos, que todo estuviese bien, y de ahí nos devolvíamos pa’ la casa. A las diez, once de la mañana ya estábamos llegando nuevamente.

Cuando llegábamos, mi papá nos llevaba al monte a trabajar. ¡A tirá machete! A limpiar plátano, a sembrá ñame, yuca, arró. Al mediodía almorzábamos en la casa. Pero no alcanzaba uno a terminar de comer cuando ya estaba mi papá otra vez: –“¡Bueno! Se reposan porque van a pilá”.

Cogíamos entre todos el arroz y lo echábamos al pilón a pilarlo. Después teníamos otra vez que ir a darle agua a los burros y cocinarle plátanos hervidos a los cerdos a las cinco de la tarde. ¡Imagínate! ¡Uno era el cocinero de esos animales! (Risas). Total, a las ocho, nueve de la noche ya estábamos en la casa de nuevo pa’ cenar. A veces tocaba por las noches acostarnos con plátano sancochao con coco. Na’ má. Así era casi todos los días.

Cuando las cosas estaban un poquito mejor en la casa, comíamos pescao de mar como el Barbudo, Huevo Lucio, la Corvina, o Cangrejo. A veces mi mamá nos hacía Viuda de Plátano y lo que se tenía en el momento. Tomábamos agua. O a veces mi mamá cogía la guayaba y la ponía a hervir con canela. Cuando estaba bien blandita, la machucaba con un molinillo, porque en esa época no conocíamos la licuadora; la echaba en una jarra y la batía. Ese era el jugo. Pero eso no era pa’ todos los días: se hacía cuando había un poquito de azúcar o se tenía la facilidad de comprarla.

En el pueblo había colegio. No recuerdo los nombres pero sí había colegitos privados, ¿ya? Por lo menos, usted era un profesor y cogía y recogía 20, 30, 40 alumnos y usted montaba su colegito pa’ enseñá a los pelaos. Los padres de familia recogían ellos mismos su plata y le pagaban al profesor. Le enseñaban a leer, a escribir. Y mi papá nunca nos quiso poné a estudiá.

Cuando tenía diez años le pregunté a mi papá: –“¿Por qué no pone a uno en el colegio”–.

–“No los voy a poner a ustedes al colegio po’que las mujeres van es a aprendé es a mandarle las carta a los maríos. A mí nunca me pusieron al colegio, entonces yo no los puedo poner a ustedes. Ustedes van es a trabajar”–, nos decía. ¿Ya uno qué iba a hacer cuando uno no podía?

Yo me recuerdo que cuando tenía once años, me robé un cuaderno y un mochito de lápiz de un señor que vivía ahí en la casa. A ese señor le llamaban Lorenzo Morello y se trataban como de familia con mi papá. Así que le cogí el cuaderno y el mochito de lápiz y me fui escondía pa’l colegio. Aproveché que mi papá nos había mandado a mí y a mis hermanos a darle agua a los burros. Así que les dije a los hermanos: –“Yo no voy a darle agua a burro. Yo voy hacer un mandao por acá”–.

¡Mentira! Llevaba el cuadernito metío por dentro de la blusita y me fui pa’l colegio.

Cuando llegué, le dije al profesor: –“¡Señor! Yo quiero estudiar”–.

–“¿Quiere estudiar, mija?”–, me preguntó el profesor. Yo le dije: –“Sí”–.

–“Bueno, ven y siéntate aquí”–, me dijo. Como no había banquitos, me buscó un tronquito de madera y me sentó.

Cuando los hermanos llegaron de darle vuelta a los burros, y en vista de que yo no llegué, mi papá les preguntó: –“¡Ajá! ¿Y dónde está Gregoria?”–

Entonces mis hermanos le dijeron: –“Ella salió dizque hacé un mandao”–.

–“¿Un mandao dónde?”–, preguntó mi papá.

–“Yo no sé. Ella salió”–, le dijeron.

En eso fue el profesor del colegio a mi casa. En esa época nos daban una hora de recreo, así  que  el  profesor  aprovechó  para  ir  donde  mi  papá.  Antes  de  irse  nos dijo:

–“Bueno, jueguen. ¡Cuida’o van a pelear!”–.

Y se fue a donde mi papá y le dice: –“Ombe, vea. Lo que pasa es que allá apareció la niña en el colegio. ¿Por qué no le compra otro cuadernito para que haga los numeritos, para que haga los ejercicios con las vocales?”.

Ya el profesor le había dicho varias veces a mi papá que nos metiera al colegio, que no nos iba a cobrar. Mis hermanos me cuentan que mi papá no le digo nada al profesor. El caso fue que se acabó el descanso y el profesor volvió para empezar la clase. En eso llega mi papá al colegio y le dice al profesor: –“Yo vine a buscar a Gregoria. Vamos a comprarle los cuadernos hoy para que pueda venir mañana”–.

Así que me fui con mi papá a la casa pensando que me iban a poné a estudiar. ¡Le digo que me pegó mi papá una monda que a mí que me dio fiebre! Acá en la pierna tengo la cicatriz. Me pegó con esas correas con que se amarran las sillas de los caballos. Fue la única monda que me metió. Y me castigó una semana: yo solo debía ir a darle vuelta a los burros y a echarles agua. ¡Todo porque me fui pa’l colegio!

Después, un día me consiguió el profesor y me preguntó: –“¡Ajá, mija! ¿Y tú por qué no volviste al colegio?”–.

–“Porque usted fue a la casa y le dijo a mi papá y él me pegó una monda”–

–“¿Y por qué?”–.

–“Porque usté le dijo que yo estaba en el colegio”–, y le mostré la pierna.

Y fue el profesor otra vez donde mi papá y le dijo: –“Vea, eso no se hace. Usted algún día va a necesitar de sus hijos. Y si sus hijos son alguien en la vida, tienen posibilidades de ayudarlo cuando los necesite”–.

Y mi papá le dijo: –“Yo con lo que aprendí a trabajar, con lo que mis papás me enseñaron, yo veo que vivo bien”–. Es decir, como sus papás, mis abuelos, lo enseñaron fue a trabajar, él también enseñó a trabajar a sus hijos.

Mi casa

Mi casa era de techo de palma y cercá con tablas. El piso era de tierra. Éramos doce hermanos. Los hermanos varones dormían en una sola pieza, las hermanas hembras en otra. Mi mamá dormía en su propia habitación. Los varones dormían en camarotes de dos o tres camas. Las pelás teníamos unas camitas individuales. Mi mamá sí dormía en una cama bastante grande. Tres habitaciones. Esa casa la construyó mi papá y se la dejó a mi mamá antes de él irse con otra mujé.

No teníamos electricidad. Pa’ planchá había que usar planchas de ca’bón. También recuerdo que usábamos toldillo en las camas para cuidarnos de los zancudos. Eso era una mallita que se ponía alrededor de la cama para cubrirla. En la noche, eso era oscuro a punta de mechón de vela.

En esa época no se lavaba en lavadora sino en batea. La llenábamos con agua que sacábamos de un pozo que estaba en el patio de la casa. Antes hacían unos canastos de bejuco que era donde echábamos la ropa que se debía planchar. Esos canastos los trenzaba un señor del pueblo. Así que mi mamá sacaba un día exclusivamente para planchar. Casi siempre era el domingo.

La casa tenía un bañito en el patio. Ahí nos bañábamos con agua del pozo. La echábamos en unos baldes y usábamos unos totumos pa’ limpiarnos. Las necesidades fisiológicas las hacíamos en el monte. Le decía a cualquiera de las hermanas:

–“Acompáñame al monte a ensuciar”–, y nos íbamos to’as.

Hacíamos lo que teníamos que hacer y pa’ limpiarnos usábamos hojas de plátano, tusa de maíz. Eso fueron los papeles higiénicos que uno encontró (Risas). Después ya uno salía a

la casa a lavarse las manos. Eso sí, mi mamá nunca nos aceptó que los hermanos varones nos acompañaran.

En la casa había un radio grande y ahí era que uno escuchaba la hora. Mi mamá lo mantenía prendío to’o el día pero escuchando noticias. Pero, que estuviera escuchando música, no. Las novelas las escuchaban por la radio también. Antes salía una disque “Kaliman”, pero la escuchaba mi mamá. Ella no aceptaba que uno escuchara novela. Cuando se iba a escuchar su la novela, le decía a uno: –“¡Vayan a jugar! ¡Vayan a ver a las gallinas!–.

Se quedaba ella sola con su radio sonando bajitico ahí en su habitación. Esa novela la daban a las cinco de la tarde.

El Uveros de la época

La abuelita materna de nosotros, Cándida López, soltaba los vestidos de ella y nos hacía ropita a nosotros. Ella no cosía en máquina: ¡cosía a mano! Imagínate si yo vine a conocé la máquina de cosé cuando tenía quince años.

Las pantaletas que uno se ponía eran de pedazos de tela que mi mamá hacía. Tampoco usábamos toalla sanitaria, que se usan ahora. Lo que yo hacía era que los lavaba, los ponía a hervir en agua caliente; los ponía a secar, los doblaba y los guardaba.

Cuando tenía catorce años, la señora donde yo trabajaba, Catalina Góngora, vino un día desde San Juan de Urabá con las bolsas del mercado. Me entregó tres paquetes de toallas sanitarias y me dijo: –“¡Mira, mija! Esto es tuyo”–.

Y yo le dije: –“Bueno, ¿y esto pa’ qué es?”– (risas).

–“No, mija…  Esas son unas toallas sanitarias para que ya no uses esos trapos en esos días. Ya esto cuando lo utilices, lo botas”–, me contestó.

Entonces cuando yo me iba pa’ la casa, yo le llevaba a mis hermanas. Yo les decía:

–“Miren, mis hermanas: esto es para que ya no usen esos trapos”–.

¡Mañana salimos para Montería!

Uveros

Yo salía con mi papá de Uvero madrugaos. A eso de las tres, cuatro de la mañana pa’lcanzá a llegá a Puerto Escondido ese mismo día. Mi mamá, Gabina Medrano, en la madrugá se levantaba a cocinarnos y nos hacía a cada uno su coca. La envolvía en hoja de

bijao y le hacía una zarapa. Ahí te empacaba arroz, carne… O te envolvía una gallina, cosas así. Mi abuelita hacía unos calabazos de tomuto pa’ cargá el agua. A ese totumo le perforaban un hoyuelo por la parte superior y por ahí le sacaban la pulpa y las semillas.

Eso lo limpiaban bien y lo ponían a secar en el sol. Ya después lo llenábamos de agua y lo tapábamos con un pedazo de balsa. Algo así como si se tratara de un corcho, ¿ya? Esos eran los ‘termos de la época’ que usábamos para hidratarnos en el camino.

Como salíamos antes de que saliera el sol, llevábamos una linterna de mano para alumbrar el camino. Lo primero era sacar a esos burros del potrero y ensillarlos. Ese sillón se construía –y todavía en esos pueblos se hace– con madera de roble o cedro y se bordaba con trenzado de junco, que es una hierba. Con esos trenzados hacían las esterillas, que es una especie de tapete de paja, que va entre el lomo del burro y los palos de madera que forman la estructura del sillón. Esos sillones tenían unos soportes de madera entrecruzados en forma de V, así como una cauchera, que los llamábamos ‘las orejas del sillón’, tanto en la parte de adelante como en la parte de atrás. Esas ‘orejas’ servían para amarrar las tres cinchas que le daban estabilidad y firmeza a la silla. De lo contrario, te caías cuando ibas a montarte, ¿ya? Una de esas cinchas iba alrededor de la barriga del burro; la otra, iba alrededor del pescuezo; y la última, iba debajo del rabo. Esa última cincha, mi papá la envolvía en una tira de tela para que el movimiento mientras el burro andaba no le lastimara el ano. A eso lo llamábamos ‘gurupa’.

Mi abuelita hacía unas almohadillas tejidas a mano en lana que poníamos encima de la silla del burro para que no nos maltratara las nalgas durante el recorrido. Ya cuando uno se cansaba de andar sobre el burro, uno se bajaba a caminar y llevábamos el burro al lado de uno.

También, en esas orejas, amarrábamos las cabuyas que sujetaban la carga que le poníamos de lado a lado al burro. Por ejemplo, un quintal de maíz: medio y medio a cada lado. O sino, mi papá le ponía un jolón, que eran unas canasta redondas y tejidas en bejuco, donde metíamos el plátano, el maíz y el arró cuando mi papá iba a mercar en San Juan de Urabá.

A mi papá no le gustaba maltratar a sus animales porque él decía que sus burros eran sus manos y sus pies. Es por eso que en los viajes en burro a Montería él no les ponía ninguna carga para que no se cansaran.

Así que salíamos mi papá y yo cada uno en su burro. De Uvero a San Juan de Urabá nos íbamos por toda la orilla de la playa. Eso eran como unos tres kilómetros. Uno se iba en el burro o se iba caminando al lado de él. En la arena seca uno no se podía poné las sandalias

ni andar en el burro porque en la arena se hacía más pesado andar. ¿Cuándo me ponía las sandalias? Había veces que la arena se ponía muy caliente por el sol y me salían vejigas en los pies. Ahí ya tocaba ponérselas. Igual cuando uno subía por los barrancos, ya de tierra

firme, o entrábamos a un pueblo. Pero era más el tiempo descalzo que uno andaba. Mi papá, por el contrario, no usaba zapato, usaba abarcas. Y siempre de sombrero vueltiao y con la cubierta del machete guindada al hombro. También llevábamos cada uno un paraguas –que después le empezaron a decir “sombrilla”–, para protegernos del sol.

En realidad era un viaje silencioso. ¿De qué hablábamos? Uno iba escuchando el mar, escuchando las olas, la brisa; las gaviotas, los alcatraces, y cuanto animal se encontrara por ahí. Los barcos pesqueros y los gritos de la gente que pasaba en canoas navegando. Los saludos de los amigos o desconocidos que nos cruzábamos en el camino. Era un viaje en que uno iba escuchando el sonido de la naturaleza.

Ya en cierta parte del camino nos sentábamos a comer. Buscábamos una sombrita debajo de un árbol y ahí comíamos. O sino entrábamos a saludar en alguna de esas casas que estaban en la orilla del mar: –“¡Buenas tardes, compadre! ¿Será que me regala un poquito de agua pa’ la niña?”–, decía mi papá.

–“Ombe, claro. ¿Cómo no, compadre? ¡Siéntense pa’ que descansen!”–, decía el dueño.

Nos sentábamos en la terraza o en la salita de la casa, y te brindaban jugo, galletas, algo pa’ picar.

Cuando esos burros tenían hambre, ellos mismos buscaban la hierba que estaba sobre el camino para comer. Ahí comían dos o tres bocados y salían solos nuevamente a buscar al camino.

Había veces que esos burros se asustaban cuando aparecía un perro a ladrarles o se cruzaban con un lobito (un pequeño lagarto terrestre) que iba pasando por el camino. Con los perros eran más fácil estar atento pero con esos lobitos no porque son muy rápidos. Así que como uno iba desentendío en el burro, mirando lejo, no esperaba a que el burro fuera a saltar del susto, lo que hacía que uno se cayera al piso y se raspara los codos, las piernas. Uno se levantaba, se sacudía el polvo y con las mismas, se subía de nuevo en el burro a seguir en el camino.

Ya llegaba un punto en que ya no se podía continuar por la orilla de la playa porque habían unos barrancos bastante rocosos en donde golpeaba la mareta. Ya por ahí no se podía pasar. Entonces, mi papá nos hacía subir por un camino que bordeaba a esos barrancos. Ahí nos adentrábamos un poco a esa maleza hasta que encontrábamos esos caminos por donde pasaban los burros que te botaba directo a San Juan de Urabá.

San Juan de Urabá

El pueblo puede estar a una hectárea del mar. Cuando comenzó era una sola calle: La Calle Principal con casas a cada lado. Ahí mi papá compraba queso, pan, esa gaseosa roja que venden en Montería, –¿Cómo es que se llamaba?–: ¡La Kola Román! Todo eso lo echaba en una mochila que él guardaba. El comercio de San Juan era ahí en la placita principal, que era donde uno veía más gente. Ahí estaban las carnicerías, las chacitas de la gente vendiendo.

Ya a la salida de San Juan, seguíamos andando por un camino de tierra firme pero buscando la playa, ¿ya? Pasábamos la Vereda Boca del Río, que es donde está el río San Juan. Seguíamos andando hasta que veíamos que podíamos pasar fácil a la orilla del mar por dentro de to’a esa maleza. Ya de nuevo en la orilla del mar seguíamos caminando derechito. Pasábamos la Vereda El Hoyito, la Vereda Montebello, Santa Rosa… Hasta el río Jobo. Ese río desemboca en el mar y era bastante hondo. ¡sí había llovío! Como no se podía pasar, tocaba esperar a que bajara la corriente. Uno normalmente pasaba el Jobo y el agua alcanzaba hasta las rodillas. Cuando estaba crecío, sí te habías ido a pie, había que bordearlo por la orilla hasta encontrar un cruce donde estuviera bajito pa’ atravesarlo. Ya en la otra orilla volvíamos a bordearlo hasta que salíamos otra vez a la desembocadura en toda la playa.

Si te ibas en burro, y la corriente estaba tranquila y el río no estaba tan crecío–, nos metíamos con todo y burro. Sólo se alcanzaba a ver la cabeza del burro cruzando el río. ¡Yo me acuerdo que una vez casi me ahogo ahí! El río estaba bastante crecío y tenían unos rápidos muy bravos. Mi papá me dijo que esperara pero yo la verdad vi fácil la cruzada. Así que íbamos pasando cuando de repente una de las patas del burro quedó atrapada en algún remolino. Esa marea me arrastró y me hundió; y me botó por unas piedras grandotas que están cerca de la desembocadura del río. A pesar de que yo sabía nadar, la corriente no me dejaba salir a tomar aire. Sentía cómo esos palos que la corriente del río arrastraba me golpeaban la cabeza. ¡Yo pensé que me iba a desmayar! De pura vaina por esos días de lluvias, la brisa había tumbao un árbol y, tanto el tallo como las ramas, habían caído hacia el río. Me sostuve de alguna rama y ahí esperé a que mi papá me ayudara a salir a la orilla. Cuando caí en cuenta, busqué al burro y me di cuenta que también había salido a la orilla. Los dos estábamos con el corazón a mil, respirando agitadamente con la boca abierta. Ahí nos quedamos como una hora esperando a que la corriente bajara en su caudal. Ya de ahí seguíamos caminando hasta que por fin veíamos las casitas de Arboletes.

Arboletes

Ahí llegábamos a las once, doce del mediodía. Arboletes sí era como tres calles. Tenía un aeropuerto donde caían las avionetas. Tenía tienditas pequeñas, gente con sus locales, y un puesto de Policía. Imagínese que en Uveros uno no veía policías. Ahí había una tienda bastante grande. Era un granero que surtía a todos los pueblos que estaban por ahí: San Juan, Uveros, Damaquiel, Mulatos, con mercancías que compraban en Montería.

Recuerdo que una vez saliendo de Arboletes, el burro de repente se acostó en el camino. Mi papá me decía: –“A este burro le duele la barriga”–. De una le quitaba el sillón y buscábamos una casa cerca para pedir que le regalaran o vendieran un puñáo de sal. Esa sal, él la echaba en una totuma o en cualquier chócoro donde pudiera disolverla en agua. Cuando esa agua estaba completamente disuelta, la envasaba en una botella. Esa agua se llama salmuera. Así que le abríamos la quijá al burro y con le dábamos la salmuera a través del pico de la botella. Ya el burro se tomaba eso y esperábamos unos veinte o treinta minutos a que defecara. Cuando el burro hacía eso significaba que ya se le había pasado el dolor de barriga. Dicho y hecho, el burro se levantaba y mi papá lo dejaba descansar otros treinta minutos. Ya cuando veíamos que el burro andaba bien, seguíamos el camino.

En Arboletes seguíamos caminando por la playa hasta que bajábamos a Puerto Rey, que está bastante cerquita de ahí.

Puerto Rey

A Puerto Rey podíamos estar llegando a la una, dos de la tarde. ¡A esa hora sí hacía calor! Eso ahí ya era el departamento de Córdoba. Ese era un pueblito que quedaba cerquitica del mar, que uno tenía que pasá pa’ llegá a Los Córdobas. En Puerto Rey tocaba adentrarse otra vez en esos caminos de herradura. Ahí dejábamos a los burros en unos potreros de un amigo de mi papá que se llamaba Manuel. Tres pesos ($3) le cobraba ese señor por cuidar a esos burros a mi papá mientras íbamos a Montería y regresábamos por ellos de venida pa’ irnos al pueblo. ¡Imagínese! Cuando tres pesos eran plata. ¿Hoy qué se compra con tres pesos? ¡Ná!

En fin, volviendo al viaje, ya de ahí, el camino lo hacíamos a pie hasta Santa Lucía. Esas trochas estaban muy malas y había que cruzar puentes y a mi papá no le gustaba que pasáramos en esos burros por ahí. Además, en el camino aparecían muchas culebras así que era mejor estar caminando atentos al camino a que de pronto esos burros se asustaran y nos cayeran encima dando algún brinco.

Recuerdo que teníamos que pasar por un puente de madera colgante, bastante artesanal, que estaba sobre la Quebrada Gallinazo, pa’ llegá a Los Córdobas.

Los Córdobas

A Los Córdobas llegábamos a las cuatro de la tarde. Ahí seguíamos caminando por un camino destapao hasta que llegábamos a un pueblito que se llama San Miguel. Ahí en ese pueblo uno no paraba sino que seguía caminando hasta que llegábamos hasta el río de Canalete. Ahí lo cruzábamos y seguíamos caminando paralelo al mar, que era mucho más fresco y fácil de andar, hasta Puerto Escondido. Esos atardeceres sí eran bonitos porque se veía esa sabana verdecita y planita; y el sol detrás perdiéndose en ese paisaje lleno de árboles.

Puerto Escondido

A Puerto Escondido llegábamos a las seis de la tarde. Ya ahí volvíamos a prendé las lámparas de mano para alumbrar el camino. En ninguno de esos pueblos había electricidad. Las casas de ese lugar eran de madera, bareque y palma. Recuerdo que las empañetaban con barro y mierda de vaca y las cercaban con tablas. También había una cancha grande donde jugaban softball o béisbol.

A veces nos tocaba dormir ahí porque el camino se hacía oscuro pa’ continuar, ¿ya? Ahí dormíamos donde cualquiera en el pueblo te daba una posada pa’ amanecé.

Mi papá llegaba a cualquier casa y le decía al dueño: –“Buenas tardes, compadre”–.

–¡Buenas tardes, mi compadre! ¿Pa’ ‘ónde van?”–.

–“Pa’ Montería”–.

–“¡Ombe, mi compae, si ya es de noche! ¿Usted cómo con esa pelá andando por ahí de noche?

¿Usted por qué no se queda esta noche y se va mañana se va?”.

Ya uno se quedaba en la casa de donde ese señor. Un completo desconocido. Ahí nos daban una cama o una hamaca pa’ dormir. A mí me acostaban con cualquier pelá de la casa, hija o sobrina de ahí; y a mi papá le daban una hamaca. La gente de antes no era tan desconfiada como la de ahora. Usté llegaba a cualquier casa y eso parecía que se conociera con esas personas hace tiempo.

Ya en la madrugada se levantaba la señora de la casa a prepararnos el desayuno y a envolvernos otra coca entre una zarapa para el camino. Ahí nos bañábamos con agua de baldes y con totumo. Nos despedíamos y cogíamos camino pa’ Santa Lucía. Salíamos a las cuatro de la mañana por un camino de tierra. Ya de ahí pa’lante no volvíamos a ver el mar. Pura trocha y camino malo. Ahí sí me ajustaba bien las sandalias.

Pasábamos por el camino que lleva a Canalete. Uno no entraba allá, porque el pueblo no está sobre el camino sino adentrao, pero uno decía que pasaba por Canalete. De ahí caminábamos por un caserío que se llama Si Dios quiere. Eso eran puras fincas con unas casitas de palma que estaban cercadas con palos. Seguíamos caminando y pasábamos por pueblitos que se llamaban El Castillo, Poco te gusta, Aguas Vivas… Seguíamos andando hasta que por fin salíamos a la actual vía Montería-Arboletes. En ese momento era pura trocha. Continuábamos como una hora hasta que llegábamos a la intersección de la vía Las Cruces-Moñitos. Subíamos por ese camino hasta que llegábamos a Santa Lucía.

Santa Lucía

A Santa Lucía llegábamos al mediodía. Ese trayecto lo hacíamos directo, sin parar. Mi papá tampoco era que tuviera prisa. Y como sabía que iba a llegar primero que el camión, no tenía afán para llegar. Ahí descansábamos un rato, nos lavábamos los pies, tomábamos agua.

Los carros se ubicaban a las afueras del pueblo sobre la vía Las Cruces-Moñitos. Ahí estaban unos tipos que gritaban: “¡Montería! ¡Montería!”. En esa época los pasajes costaban como dos pesos. Ahí viajábamos doce pasajeros en un carro dizque “uases” (El nombre del carro se escribe Uaz). En el techo le ponían de cuanto chécheres, bolsas, bultos, cajas. Nos tirábamos una hora y piquito pa’ llegá a Montería. En el puesto de adelante estaba el chofer con dos pasajeros. Detrás, nos íbamos los demás. Esa carretera era destapada pero era mucho mejor porque le echaban piedras. Esos carros todavía los hay en Montería.

Montería

A Montería llegábamos como a las dos, tres de la tarde. Mi papá tenía un amigo que se llamaba Luis y nos bajábamos en su casa. Él vivía con su esposa, María del Carmen, por el puente viejo. Ahí nos aguantábamos tres, cuatro días, mientras llegaba el camión. Mi papá se iba con el señor Luis a tomá trago en el centro. Y la señora se ponía a pelear con el esposo porque se desaparecía todo el día y llegaba trasnochado y borracho.

En Montería fue que conocí la electricidad por primera vez. Estábamos ahí en la casa y estaba anocheciendo, así que le dije a la señora María: –“Doña Mayo, ¿dónde está la lámpara pa’ prenderla”–.

–“¡No, mija! Aquí no se prende lámpara. Aquí hay luz”–. La señora se paró y prendió el foco que estaba en el techo. Así que yo le pregunté:

–“Ajá, ¿y eso cómo es?”–.

–“No, mija. Eso es una planta que hay aquí grande pa’ todo Montería”–.

Allá también conocí lo que era la moto. Cuando vi esos carritos chiquitos de dos llantas le pregunté a mi papá: –“Papi, ¿y eso qué es? ¿Esos carros de dónde vinieron?”–.

–“No, mija. Eso no es carro. Eso es una moto”–.

Una vez nos metimos en un almacén allá en el centro que tenía aire acondicionado. Cuando entramos: ¡ese frío! Yo le dije a mi papá: –“¡Papi! ¡Vámonos de aquí que va a llové”– (Risas).

–“¿Qué va a llové, mija?”–

–“Papi, ¿usté no ve este frío que está haciendo?”–.

–“¡Mija! ¿Usté no ve que eso es aire acondicionado que está aquí. Eso es como un ventilador gigante que echa ese viento frío”–.

Yo cuando sentí el primer frío pensé que en realidad iba a llové (Risas).

Un día llegó mi papá y me dijo: –“Ajá, mija! ¿Quieres una gaseosa?”–. Yo le dije que sí. Entonces compró su gaseosa y la mía. Como en los pueblos esos la gaseosa se tomaba caliente porque no habían neveras ni electricidad, yo tampoco conocía el hielo o que las cosas se podían tomar frías. Cuando me tomé ese primer buche de gaseosa le dije: –“¡Papi, yo no quiero esto porque está muu-uu-y frío!”–.

–“Mija, ¿tu no ves que es porque las meten en estos congeladores y están frías? Esto no es como por allá en el pueblo que se las tiene que beber uno caliente”–.

Entonces cuando yo llegué al pueblo le decía a los hermanos: –“Yo ya bebí gaseosa fría. Y ustedes no han bebido”–, y los molestaba (Risas). Entonces me decían:

–“¡Ya estás corroncha porque fuiste a Montería! Ya porque conociste la moto, porque conociste la gaseosa fría, porque conociste el hielo”–.

Entonces ellos se peleaban pa’ que mi papá los llevara a conocer Montería. ¡Esos eran los viajes a pie en esa época!

Nota: este texto ganó en la categoría «mejor crónica escrita» en la actividad «Periodistas en la Carrera 2015«
Fotografía: San Juan de Urabá. Imagen tomada del sitio web: sanjuandeuraba-antioquia.gov.co

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