El suspenso de Capote en «Ataúdes tallados a mano»
A un escritor norteamericano se le ocurrió investigar el caso de un asesino en serie. El resultado fue la crónica Ataúdes tallados a mano. El autor es Truman Capote, quien provocó controversia porque le puso un poco de imaginación a algunas escenas.
Por Carolina Franco Villegas
Hace 35 años, Truman Capote escribió una crónica en la que cuenta la historia completa de un criminal que dejaba un regalo a sus víctimas antes de asesinarlas. La tituló: Ataúdes tallados a mano. La obra se encuentra en el libro Música para Camaleones que publicó la Editorial Anagrama, en 1980.
La emoción es parte de esta obra periodística. En 80 páginas, el trabajo se transforma en un storytelling detallado, en el cual se conoce personalmente a todos sus actores: Jake, un detective obsesionado con culpar al tipo con el que juega ajedrez; su enamorada Addie, una mujer joven y nerviosa que muere ahogada; y el propio Capote, quien se desvela investigando al criminal que desde un principio sospechó, era el culpable.
De Capote se dice que era un rebelde de la literatura, que mentía. Se cuestiona su estilo que más que periodístico, se dice, es ficción. Combinaba sus obras con algo de fantasía, y su inteligencia hacía creer a sus lectores que esas conversaciones entre testimonios eran ciertas. Ataúdes tallados a mano no fue la excepción:
“QUINN: Hola, Jake. Dije a Juanita: querida, ese pillo se va a echar atrás. Por la nieve.
JAKE: Esto no es nieve.
QUINN: Bromeaba, Jake. (A mí.) ¡Debería ver cómo nieva aquí! En 1952 hubo una semana entera en que la única forma de salir de casa era trepando a la ventana del altillo. Se me murieron setecientas cabezas de ganado, todas mis Santa Gertrudis. ¡Ja, ja! Fue terrible. ¿Juega ajedrez, señor?
TC: Como hablo francés. Un peu.”
Leer Féretros tallados a mano -traducción que le otorga una editorial uruguaya- es como ponerse el sombrero y el abrigo de Sherlock Holmes, adaptar los comportamientos de un detective, y tratar de desenmarañar los asesinatos que ocurrieron en aquel pueblo norteamericano. O por lo menos así lo relató Capote. Él se involucró en su propio relato, pero más que un engaño, era un juego. Jugaba a los detectives y a hacer de la realidad una novela, y eso le funcionó muy bien.
En la historia, narra todos los momentos por los que pasó para descubrir al asesino: mató a una cascabel con un rastrillo; se atrevió a ganarle una partida de ajedrez a Robert Quinn, el propio criminal; recorrió parte de Europa para detener su depresión existencial; y se comió una torta de chocolate cubierta de hongos.
Capote recrea el escrito como una animación en tiempo real. No estuvo presente en el momento en que se dieron todas las conversaciones, pero se involucra en la obra, en el espacio y en el tiempo. Esas son licencias poéticas, un lujo que pocos se dan. Truman Capote, sin duda, es uno de esos.
Interrogaba a los testigos y describía los momentos hasta hacer despertar los sentidos en sus lectores: oír las risas de Addie al coquetear con el detective, refrescarse con la brisa de la cascada del Río Azul y tiritar con la nieve al caer.
A cada víctima que le llegaba un ataúd de madera, era su entrada al purgatorio. Morían quemados, envenenados, ahorcados, ahogados. Sin embargo, este escritor neoyorkino se encargó de evitar las tragedias cuando una persona recibía el “pequeño cajón”, y eso es lo que convierte el escrito en una obra de suspenso.
Tal vez, Capote tenga su parecido con el escritor Leonardo Padura, el cubano que habla del detective Mario Conde, pero sus diferencias se trazan cuando Capote imagina para adornar los hechos reales y Padura investiga para darle realidad a sus novelas.
En ciertas ocasiones, no hay que cuestionar estilos. Hay que deleitarse con las historias que nos hacen vibrar de suspenso, historias como este “relato de no ficción de un crimen americano”. Así lo nombró él mismo.
Hace 31 años murió Capote. Algunos dicen que la fama literaria no fue suficiente para el escritor, que las drogas y el alcohol fueron los excesos que opacaron una vida periodística brillante. Ese día de agosto, en 1984, la vida misma le envió un paquete: un ataúd tallado a mano.