“Aprendí a ver la vida con otros ojos”: Juan Diego Torres
A los 6 años, este estudiante de Comunicación Social empezó a sentir molestias en los ojos. Los médicos dictaminaron que tenía retinitis pigmentosa, una enfermedad hereditaria que lleva a la pérdida gradual de la visión. Su vida se volvió un reto y entendió que era alguien con capacidades diferentes.
Por Juan José Londoño Acosta – julondo6@eafit.edu.co
Era demasiado pequeño para entender, solo recuerdo el ardor y la molestia constante en mis ojos que ya se habían vuelto usuales. No tengo memoria alguna de mi reacción al enterarme de la noticia, solo sé que desde el momento en que los médicos le dieron el dictamen final a mi madre, ella hizo todo lo que pudo para hacerme entender que no había nada malo en mí.
Un año antes de ser diagnosticado con retinitis pigmentosa mi mamá, mi hermana y yo nos encontrábamos en salas de espera, corríamos de una cita médica a otra, escuchábamos evaluaciones y opiniones de todos los oftalmólogos y especialistas en la ciudad, y buscábamos la causa de mi permanente dolencia.
Para los médicos resultó difícil identificar la enfermedad, pues los antecedentes de esta en el país eran muy pocos y no se habían realizado estudios vinculados para la época. Actualmente, en Estados Unidos una de cada 4.000 personas padece de retinitis pigmentosa, lo que hace que sea un trastorno atípico.
Según El Manual de Genética de la Retinitis Pigmentosa y el Síndrome de Usher del INCI (Instituto Nacional para Ciegos) apenas en los últimos años entidades colombianas públicas y privadas, han sido pioneras en la investigación y concientización de patologías causantes de ceguera, sordera y sordo-ceguera que afectan al 9% de la población colombiana.
Durante ese tiempo, algunos médicos llegaron incluso a formularme lentes con la esperanza de que esto ayudara, pero ellos no corrigen la retinitis ni mitigan sus efectos.
Lo que esta enfermedad hace, de acuerdo con la Guía para la Retinitis Pigmentosa, publicada por la Foundation Fighting Blindness, es impedir la presencia de ciertos aminoácidos en la retina, que son necesarios para que las células de los foto-receptores se renueven, causando así la pérdida progresiva de la vista.
Tras muchos exámenes e innumerables hipótesis, mi familia pudo saber que era lo que me pasaba. Esto no solo les permitió entender qué le sucedería a mi cuerpo y a qué tratamientos me debía someter, sino que también los preparó para afrontar los cambios que tendrían que hacer.
La infancia
Mi mamá siempre estuvo ahí, siempre me acompañó. Ella me ayudó a entenderlo todo antes de que fuera demasiado tarde, antes de que la pena o el miedo me impidieran ser feliz.
Desde el diagnóstico mis calificaciones en el colegio eran cada vez peores, los pocos días de tratamiento aún no tenían resultados en mis ojos y mis padres se estaban separando.
Mi familia decidió entonces reunirse con el rector y todos mis profesores para ponerlos al tanto de mi enfermedad. Yo no estuve presente, pero mi mamá me contó que todos estaban dispuestos a ayudarme, esto me dio mucha tranquilidad y estoy seguro que a mi familia también.
Agradezco a mi madre y a mi hermana, a las directivas y a los profesores de mi colegio por su receptividad y acompañamiento, por haberme dado la mano mientras otros me dieron la espalda.
Los niños pueden lastimar. La inocencia puede hacer daño. Viví el matoneo de primera mano durante varios años. Un día fui un niño normal con muchos amigos y para el siguiente me había convertido en Gregorio Samsa de La metamorfosis de Kafka. Se reían al verme parado justo al lado del tablero intentando tomar apuntes, ya no querían jugar conmigo porque Juan Diego se había ido y era ahora “el ciego”.
Cuando tenía ocho años mi papá se fue de la casa y yo me quedé con mi mamá y mi hermana. Para ese momento ya estaba yendo donde un psicólogo cada mes. Rápidamente empecé a creer en mí y supe comprender que era una persona con capacidades distintas.
La radio
Se me hacía muy difícil ver, era como mirar directo al sol por unos segundos y luego dirigir rápidamente la mirada a un lugar oscuro. Leer o dibujar era casi imposible, ver televisión era todo un reto, creo que fue esto lo que me obligó a usar otros sentidos e indagar con ellos.
Nunca olvidaré la primera vez que, lleno de curiosidad, tomé un radio antiguo que había en la sala de mi casa y lo encendí. Maravillado con todo lo que podía encontrar en él, pasé cinco horas sintonizando distintas emisoras y escuchando programas. Al día siguiente, cuando llegué de estudiar, hice lo mismo.
Pasaba las mañanas en clase, aburrido y solo ansioso por llegar a mi casa en la tarde para escuchar radio. Eran horas ilimitadas de entretenimiento para mí. El viejo radio de mi casa y su variada frecuencia AM se habían convertido en mi mejor compañía.
Diana Uribe con sus fascinantes historias los domingos en Caracol Radio, El Manicomio de Vargasvil donde las noticias eran risas, el noticiero Radiosucesos RCN con Juan Gossain y 6:00 a.m. Hoy por Hoy con Darío Arismendi fueron solo algunos de mis programas favoritos que me acompañaron durante mi infancia.
A medida que iba creciendo y entraba en la adolescencia, esta exploración de sonidos se hizo más amplia y compleja cuando descubrí la frecuencia FM y la música me capturó de tal forma que dedicaba a ella casi todo mi tiempo, dándome la oportunidad de conocer los más diversos géneros musicales.
Uno que llamó particularmente mi atención fue la canción social o música protesta, en donde se destacaron los intérpretes del sur del continente.
“Gracias a la vida que me ha dado tanto,
me dio dos luceros, que cuando los abro
perfecto distingo lo negro del blanco
y en el alto cielo su fondo estrellado
y en las multitudes el hombre que yo amo”.
Permanece en mi memoria la dedicatoria que una amiga muy especial me hizo, en una ocasión, de la canción Gracias a la Vida de Mercedes Sosa. Con el tiempo estas letras han cobrado un gran valor sentimental para mí, cientos de personas que padecen retinitis pigmentosa no pueden ver absolutamente nada. Esta canción es el recordatorio de lo agradecido que debo estar por ver, por distinguir y por amar con mis ojos.
El hecho de haber escuchado sobre política, historia y actualidad toda mi vida no solo despertó en mí una gran pasión por la radio, sino que también me hizo culto, abrió mi mundo y me hizo tal vez una persona más madura.
En mis años de bachillerato tenía claro que quería trabajar en la radio, no sabía cómo lo lograría, pero estaba decidido a perseguir ese sueño.
Un día en una reunión familiar mis padres me presentaron a Mauricio Ballesteros, un viejo amigo de ellos que dirigía un programa de radio. Al darse cuenta de mi pasión por este medio, él empezó a invitarme a talleres sobre locución y reportaje, y nos convertimos en grandes amigos.
Con el tiempo sus amigos se convirtieron en mis amigos y terminé siendo parte de un círculo social en donde todos eran 10 años mayores que yo, lo cual no me molestaba en absoluto: por primera vez en mucho tiempo estaba sintiendo que pertenecía a un lugar.
A los 16 años tuve mi primera oportunidad en radio, precisamente en el programa que Mauricio dirigía, un programa de radio institucional de Empresas Públicas de Medellín (EPM). Yo cubría lo que pasaba en mi barrio, Robledo.
Este trabajo me reiteró que lo mío era la radio, por eso cuando me gradué hice una tecnología en locución que me sirvió para perfeccionar mi voz. Pero yo quería seguir cultivando mi mente y eso solo lo lograría estudiando periodismo.
La universidad
Muy dentro de mí sabía que terminaría escogiendo la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB); sin embargo, investigué un poco de otras facultades en mi ciudad, visité la Universidad de Medellín, EAFIT, la Universidad de Antioquia y la Colegiatura, pero sentí que había perdido mi tiempo, definitivamente quería estar en la UPB.
Quería estar allí no solo porque todos los amigos que hice en el mundo de la radio eran graduados de allá, sino también porque la mayoría de periodistas que admiraba desde que era un niño habían estudiado en esta universidad.
El progreso que habían tenido mis ojos con los tratamientos era muy positivo, ya podía ver mucho mejor, los médicos me habían enseñado técnicas para no cansar la vista al leer, mi hermana me había regalado un libro, El hombre que no quería ser padre de Alfonso Buitrago, y yo había sido capaz de leerlo completo después de cinco años sin abrir un solo libro.
En mi adolescencia, las ganas de leer habían sido tantas que esforcé mis ojos demasiado, causándoles así un estrabismo que me dejó como consecuencia no poder leer.
Cuando me gradué, me operaron y pude volver a leer poco a poco. Me sentía preparado para la vida universitaria, no veía lo hora de empezar la carrera de Periodismo y Comunicación Social, pero al momento de inscribirme me dieron la triste noticia de que ya no quedaban cupos.
Así que entré a Comunicación Social en la Universidad EAFIT para no quedarme haciendo nada ese semestre y con planes de pasarme a la UPB una vez se terminara ese período.
Y así fue, realicé el primer semestre en EAFIT pero cuando terminé hubo algo que no me dejó pasarme: la calidad humana de los profesores quizá, los énfasis que tenía la carrera de Comunicación Social en esta universidad, la calidad en la educación y el apoyo brindado por la institución a personas con cualquier tipo de discapacidad.
Si bien no existe una cifra sobre las personas con alguna limitación en EAFIT, Tatiana Asprilla Franco, de Salud Ocupacional de esta institución, asegura que cualquier estudiante que tenga requerimientos especiales, ya sea por discapacidad física-motriz, visual, auditiva y/o cognitivo, es apoyado en lo que necesite.
Actualmente curso quinto semestre, he sido monitor de Acústica, la emisora digital de la Universidad, donde tuve a mi cargo contenidos informativos. Además, trabajo en La Esquina Radio y pertenezco a un club de lectura especializado en literatura antioqueña.
Mi sueño es seguir trabajando en radio y ser docente en la Universidad EAFIT.