Adopte un teatro sin hogar
Por Natasha Guerra Vallejo
nguerrav@eafit.edu.co
“Señoras y señores ante ustedes un caso basado en Lolita de Vladimir Nabokov, Confesiones de un amor c-a-s-i posible”. Se encienden las luces y junto a ellas las primeras palabras del elegante y masculino narrador que rebotaron en las paredes oscuras del Teatro El Trueque.
Cuarenta y cinco ansiosos espectadores, noventa ojos expectantes y cinco actores se congregaron un 27 de abril, Sábado Santo, no para ver La Pasión de Cristo ni Ben-Hur, o Benjúr, como le dicen en Colombia, sino Lolita, Lolita la coqueta, la del romance prohibido.
Un caso de pedofilia que contrastaba con el olor a incienso en la calle, de rosarios en los cuellos y de velas en las manos. Así como es el centro de Medellín, de contrastes, de “solo Dios puede juzgarme” y de “tráeme otra media de guaro”.
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Para llegar al Trueque, primero, como su nombre lo dice, se debe hacer un canje, un intercambio con uno mismo. Se entrega el prejuicio y se reciben sorpresas. Después, se toma el Metro hasta la estación Alpujarra y allí el bus 095.
En el trayecto se ven lo que serían los restos de lo que algún día fueron teatros en Medellín, que han sido y están siendo devorados por lo que los paisas llaman modernización, y así se fueron convirtiendo en discotecas de reguetón, panaderías, parqueaderos, tabernas o cualquier estanquillo.
De ellos, algunos todavía sobreviven, subsisten de su recursividad y le entregan cultura a la ciudad, le abren la puerta al arte y se la cierran a la violencia.
Minutos después, casi que sin darse cuenta, se está frente a una casa, tradicional, con tres ventanas antiguas y una puerta imponente. Su fachada simula una cara pintada, como en modo de protesta, de atención, en negro, blanco y rojo.
En la acera, una señora, una niña, o una anciana, vestía una camisa negra con tipografía Guchi New York. Su piel maltratada por las calles no permitía establecer una edad, era difícil incluso identificar su género. Ella, no muy exitosamente, intentaba conservar el calor de su cuerpo contra el zócalo del teatro.
8:00 de la mañana. A veintitrés pasos de la puerta del Trueque, el señor del tinto cierra metódicamente los termos de café y enciende un radio, un Sanyo a todo volumen que, en su lenguaje, significa “abierto” y sus clientes comienzan a llegar.
Suena el radio distorsionado, en F.M.: Cuidado en el barrio/cuidado en la acera/cuidado en la calle/cuidado donde quiera/que te andan buscando/por tu mala maña de irte sin pagar…/
–Ome, ¿sí me guardaste El Colombiano de ayer?
–¡Claro! Vea, yo no le fallo. Dos de azúcar, ¿cierto?
–Me das dos Q’hubo de hoy y otro tintico por favor.
–¡De una! ¿Va a visitar a la virgencita?
–Ajá, yo le cuento si está muy lleno eso allá.
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La puerta, gris, anciana, tenía un efecto que la hacía parecerse al muro de Berlín, aislante, transportador. Se viajaba a otro lugar del mundo, a otro tiempo, a otra gente. Velas, dibujos, un ambiente cálido, de poca luz y de mucho misterio.
Silencio, todo es silencio hasta que se da el primer paso en el piso de baldosas color mostaza y rojo. Se llega a un bar, galería, café o ambos. En la pared derecha, Charles Bukowski se erige a lápiz en una ilustración de dos metros con una mirada fija al frente, a los ojos de Edgar Allan Poe, dibujado en la pared izquierda del fondo.
Desde allí, Bukowski mira con locura, como recitando “estamos aquí para que desaparezcan las enseñanzas de la iglesia, del Estado y del sistema educativo”.
El tiempo parece proporcional a la lluvia y entre la oscuridad de las nubes se resaltan los viejos candelabros y los detalles cromados de una antigua victrola. A la izquierda de Poe, se abre el pasillo de los baños y la entrada a la oficina de José Félix Londoño; director, actor, plomero y todo lo que necesite el Teatro El Trueque.
El Che Guevara, los peluches y las muñecas resguardan su escritorio y Virginia, la gata negra del teatro, posa en la pared amarilla e insinúa “Le Chat Noir”.
Un olor a chocolate caliente inunda el salón Gonzalo Arango. Un pequeño cuarto dedicado a su obra “Pasajero a Betania”, lleno de escritos y fotografías del nadaísta sin orden o patrón, pues en honor a su frase no dejaron “una fe intacta ni un ídolo en su sitio”.
En el patio, las paredes no son blancas, sino murales realizados por una admiradora del Teatro. Los tonos magenta, naranja y azul hacen juego con un arbolito verde limón que emerge del cemento. Mientras se hace el hogao’ para la arepa, se van sacando las ollas para proteger el escenario de las gotas del cielo raso.
–¿Será que caen más goteras? Voy a acomodar esas tejas por lo menos para que no caiga por la luz ¿Es que vos te imaginás en función y eso lleno de goteras? –susurra Verónica.
–La obra en 4D –se ríen.
–Mi papá dijo que eso estaba lleno de caca por allá arriba –insiste ella.
–¿De gato? –pregunta José Félix.
–Sí. Cuidado que usted es muy pesado para esas tejas tan viejas.
–Esto es duro, lo que nos toca en los teatros, es duro –dice con esfuerzo mientras mueve la escalera.
Cada personaje abre la maleta que posee los retazos de la figura, de la piel que están próximos a habitar. En la de Lolita, el rojo y el terciopelo sobresalen. Un par de lingerie negra y de calzones de niña blancos con corazones.
Unas zapatillas de ballet y unas gafas en forma de corazón. Lolita, pues ya la actriz le prestó su cuerpo, escribe una carta para Humbert y con un labial rojo de Vogue –irónicamente número 069 Inocencia– la llena de besos.
–Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas, pecado mío, alma mía. Lo-li-ta.
–Con más entonación –insiste José Félix.
–LO-LI-TA.
José Félix, ahora Humbert, recita sus líneas frente a un espejo, mientras que con pintura blanca y un cepillo de dientes le suma unos años a su cabello.
Wendy López, quien interpreta a Rita, la hermana menor de Lolita, una mujer de no más de veintitrés años y un metro sesenta de estatura, habla sobre su hijo, mientras el narrador, un hombre calvo, robusto, con un tono de voz femenino, cubre con maquillaje el tatuaje en su espalda.
Ana María Otálvaro, esposa de José Félix, mujer delgada y estilizada, se pone su peluca, prende un incienso de jazmín, lo que hace que Sara Marín o Lolita se vaya al otro extremo del espejo a difuminar una sombra escarlata en sus exuberantes ojos y llenar de brillo su delgado y pálido cuerpo.
Verónica Ángel, aunque actriz, hoy es encargada de luces y sonido y hace un feedback a cada actor: “Lo haces muy rápido, entonces se pierde la sensualidad”, “El público no escucha el susurro”, “Se sienten los pasos cuando se están cambiando”, “Cierren la puerta que se escucha la procesión”, y así, mil cosas, porque si algo tienen los teatreros es un instinto irremediable de perfección.
Ahora, el elenco se traslada al escenario, delimitado por una línea rosada, que significaba “la parte de afuera de la casa”, pues en el teatro, el tiempo y el espacio son más subjetivos que nunca y su único límite yace en la imaginación.
Acto seguido, empiezan a correr como niños, intentando tocarse las rodillas o la cabeza mientras recitan agitados, con entonación teatral, sus líneas.
–Señor Humbert, ¿contemplando esa pistola de nuevo? Recuerde que con ella se quitó la vida mi madre.
–¿Qué quiere Rita? ¿Qué quiere?
–No, no. Con más ira –insiste para sí mismo Félix.
Las ollas que recogían el agua funcionaban como las monedas en un video juego, como si tropezar con ellas los llevara a otro nivel. Los otros actores, a su vez, practicaban yoga, ejercicios de meditación y estiramientos, pues, según ellos, hay que “disponer el alma” para “prestarle el cuerpo al personaje”.
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Eran las 8:00 de la noche, minutos antes de pronunciar ese “señoras y señores” y nadie parecía sufrir por la muerte de Cristo en Semana Santa, todo lo contrario, era un escape, una fuga de todos los medios de comunicación que se disfrazaban por una semana de Televida, de los asesinatos de los líderes sociales, de las objeciones a la JEP, de Colombia, de la realidad. Jóvenes y no tan jóvenes apoyaban su cerveza en las caras de Gonzalo Arango y Sor Juana Inés de la Cruz, dibujadas en las mesas del bar.
Virginia, la gata, a diferencia de la otra, la Woolf, no concebía el agua, y mucho menos acercarse a las pesadas gotas de lluvia que habían sido la pareja de aquel sábado frío.
Suena el primer llamado y la audiencia se apresura a terminar sus cervezas. Se amontona la gente en los baños. Segundo llamado, Verónica se sube en una silla. “Buenas noches, en pocos minutos se realizará el ingreso. Queremos agradecerles por acompañarnos esta noche”.
Tercer llamado. El público ingresa. “Señoras y señores, ante ustedes un caso basado en Lolita, de Vladimir Nabokov, confesiones de un amor c-a-s-i posible”.
Entre risas, indignación y nostalgia se vivieron dos horas dentro de esa caja negra de sorpresas. Al final de la función, las luces se ponen cálidas y los actores hacen la venia.
José Félix, con un brillo en sus ojos que se confunde con lágrimas, anuncia con felicidad que los propietarios de la sede habían aceptado vender la casa y que por muchos años más sería un espacio para la divulgación del arte. Ante esta alegría, nadie esperaba lo que sucedería después. Se apagan las luces.
Al pasar esa puerta gris, de nuevo se vuelve a Medellín, a las discotecas de reguetón, al miedo de la calle oscura, al “papi, ¿me va a colaborar con una monedita?”, y así se van los espectadores a sus casas, siendo mitad criatura mítica, con el alma dividida entre la cotidianidad del hombre y la magia del teatro.
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El 9 de mayo, la Corporación Artística y Cultural Teatro el Trueque anunció en un comunicado, llamado “La Creación en el Abismo”, que esta casa, el hogar hace casi 40 años de las artes escénicas de Medellín, va a convertirse en un parqueadero con locales comerciales por decisión de los propietarios de no venderla a la Corporación.
Ahora, El Trueque tiene hasta diciembre para decirle adiós a su sede. Todavía hay risas, pero la nostalgia pareciera apropiarse cada vez más de sus paredes pintadas y de sus candelabros viejos. Otro teatro que ha sido devorado por la modernización tan añorada de los antioqueños.