La otra estación
Cuando pienso en planes de salida en Medellín mi mente se va inmediatamente a La Otra Estación, una fonda localizada en El Poblado, donde la arquitectura y cultura antioqueñas se juntan en un mismo lugar.
La comida, la gente y el establecimiento hacen de este sitio uno emblemático de la ciudad.
Por Catalina Duque Abreu
cduquea@eafit.edu.co
Entrar al local fue toda una travesía, puesto que es de suma popularidad y es muy concurrido. La demora fue de 30 minutos y no había parqueadero disponible. No había un solo lugar libre y fue ahí cuando me reafirmé el hecho que este lugar tiene algo especial que lo hace verdaderamente representativo de la ciudad.
Antes de poder leer claramente el letrero rojo por la calle 34 de La Otra Estación, hecho con madera, se perciben unas luces coloridas: rojo, verde, amarillo, azul y así consecutivamente.
Estos pequeños bombillos cuelgan en el techo y cubren todo el perímetro de la fonda. Una gran casa blanca, vieja, algo anticuada con vigas rojas hacen parte de la arquitectura del lugar. Además del concreto y madera cuelgan unas flores del techo.
Las flores son pequeñas pero abundantes y dan alusión al suroriente de Medellín. Recuerdo haber pensado que era igual a todas las casas típicas de los pueblos antioqueños. Al entrar este pensamiento se incrementó con los aromas y el ambiente.
Los vallenatos y rancheras entre muchas canciones que se escuchaban perdían el protagonismo gracias a las ruidosas conversaciones de los clientes. Todos sentados en sillas de madera y cuero claro, rodeando mesas cuadriculadas de madera.
La gente que estaba disfrutando del buen ambiente y comida eran en su mayoría adultos en grupos grandes. Sin embargo, algo que todos teníamos en común era que en nuestras mesas teníamos una bandeja plateada con empanadas acompañas de ají y palitos de queso con mermelada de mora.
Por esto mismo el ambiente olía a frito, un olor bastante apetecedor y familiarmente antioqueño. Las bebidas eran diferentes entre los grupos. Muchos optaron por tomar cerveza Pilsen, mientras otros se conformaron con una Coca-Cola envasada en vidrio y no faltaba quien se animará por un clásico Aguardiente Antioqueño.
Ventanas de dos puertas coloniales rojas, fotos antiguas en blanco y negro enmarcadas e icónicas frases crean un espacio junto con el gran espacio abierto en el interior. Estas oraciones son de gran diversidad.
Algunas recitan pensamientos poéticos y contemplativos como: “no me horroriza el terrorismo de los malos, me horroriza la indiferencia de los buenos”. Por otro lado se encuentran más humorísticas tal como: “no le pare bolas a la música sino a las empanadas”.
Estos dichos están escritos aleatoriamente, siendo unos son más coherentes que otros, pero todos escritos en negro con la misma caligrafía y tamaño. Las frases se vuelven parte del entretenimiento del lugar puesto que los comensales disfrutan leerlas y toman fotos.
Al bajar la mirada, los visitantes se topan con un piso blanco de baldosa con tonos grises, algo sucio por la cantidad de individuos que lo pisan a diario. El techo es de madera gruesa, larga y blanca, y cuelgan en este unas lámparas onduladas blancas con hierro negro y madera oscura.
El lugar está bien iluminado, especialmente el bar, que se encuentra en una esquina al lado del baño de mujeres. El bar tiene infinitas botellas de tragos oscuros y claros. Pero lo que más se ve son las garrafas de Aguardiente Antioqueño y Ron Medellín.
Los meseros están en constante movimiento, entrando y saliendo del bar con los pedidos en grandes bandejas. Todos son hombres adultos. Mi mesero esa noche del viernes fue Juan Rodríguez, un señor en sus cuarenta años con una sonrisa grande, blanca y profunda que contrastaba con su piel trigueña.
Él era de contextura gruesa y bajo en altura, pero con una actitud energética y coqueta. Su estilo de corte era muy peculiar, totalmente calvo con una cola larga en la parte trasera.
Vestía su uniforme, una camisa blanca con bordado rojo, un pantalón negro y unos zapatos cafés. La ropa le quedaba grande.
Para Juan, La Otra Estación es “pa’ usted venir acá a tomar cervecita, gaseosita. O sea, pa’ picar. No es un bar pa’ bailar, es pa’ venir y pasar un rato agradable conversando”. Él trabaja allí desde 1993 de tiempo completo y dice que para la ciudad el lugar es icónico.
Le pedí a Juan varias empanadas y palos de queso, no se demoró más de cinco minutos en traerme mi pedido. Las empanadas estaban hirviendo y eran de papa y pollo.
Me las comí rápidamente como una loca y después me comí los palos de queso como si fueran el postre. Estos dos productos, más el chuzo de pollo, son todo lo que venden allá, y es más que suficiente.
Acepto que me volví adicta a sus productos. Una vez me devoré toda esa comida pedí la cuenta y me fui.
El domingo en la tarde volví a este lugar, pude apreciar todo mucho mejor. Con nuevos ojos esta fonda a la vez era una diferente. Llegué rápidamente al lugar y encontré parqueadero. Fue con la luz del día que pude analizar y observar mejor La Otra Estación.
Es una casa que ocupa un terreno independiente en medio de torres de edificios residenciales de gran altura. La arquitectura choca con esa que la rodea. La decoración hace elogio a las costumbres y tradiciones de la raza paisa.
El ambiente era uno totalmente diferente, no había música, no había ruido ensordecedor. Solo había tres familias con niños pequeños y una adolescente. La última me llamó la atención y al hablar con ella me contó que se llamaba Paloma Echavarría.
Ella dijo: “Yo vengo acá por la comida y parchar un rato con mis amigos”. Me sorprendió su respuesta, ya que se veía como una niña demasiado elegante y creída. Tenía el pelo largo y oscuro y una tez blanca.
Además, era de contextura delgada, entonces jamás hubiera pensado que le gustaba la comida frita. En ese momento entendí que todo el mundo puede amar y disfrutar La Otra Estación.
Sin importar el estrato social, la compañía, el día o la hora. Esta fonda-bar siempre estará abierta para pasar un buen rato, disfrutar de buena comida y un ambiente agradable.
La Otra Estación personifica las tradiciones antioqueñas. Además, es un pequeño lugar autóctono en medio de una ciudad congestionada y urbanizada donde quienes quieran ir a disfrutar de un buen rato, hablar y llenar sus estómagos con delicias colombianas, se reúnen para relajarse y conectarse con sus raíces.