“¡Vaaamooos, vamos mi verdeeee!”
Cuando Atlético Nacional salte al terreno de juego en Ecuador para el primer partido de la final de la Copa Libertadores de América, la hinchada verde sentirá la realidad uno de sus sueños. Y los recuerdos de gestas anteriores volverán, como la que narra esta crónica.
Por Dayron Quiroz Sánchez
dquiroz3@eafit.edu.co
“Vamos todos juntos, la hinchada, los jugaadooreees, a ganar de nuevo la Copa Libertadoooreees…”
La emoción de lo que había visto la noche anterior en el estadio Atanasio Girardot era tan grande que en la mañana siguiente ese cántico con el que los aficionados de las tribunas oriental, alta y baja habíamos abandonado las gradas gritando y saltando, seguía dando vueltas en mi cabeza: “Soy del verde porque el verde es aleegríaaa, lo más grande de Colombia, verdolagaa de mi vidaa…”
Mi cabello engrasado, las ojeras de solo cuatro horas de sueño, el olor en mi ropa de una mezcla entre humo y sudor, y el ardor en mi garganta que no me dejaba hablar, delataban que había presenciado, después de 21 años de espera, la histórica clasificación del Atlético Nacional a la semifinal de la Copa Libertadores.
Pero en la calle no era tan fácil distinguir quién había ido a semejante partido: lo cierto es que toda la ciudad lo había vivido así fuese por radio.
La gente estaba feliz. Incluso algunos hinchas del Deportivo Independiente Medellín felicitaron a sus amigos verdolagas, confesándoles que se merecían el triunfo. Era tema de conversación en todos lados: “Qué golazo el de Berrío”, “eso no era penal”, “ese gol fue mágico”…
En mi cabeza seguía sonando “lloran todos las gallinas, la indigencia, porque saben que este añoo los verdes damoos la vueltaaaa”.
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El Verde de la Montaña venía de vencer como local, en los octavos de final, a Huracán, de Argentina, por un marcador de 4-2, victoria que le permitió pasar de instancia para encontrarse con otro argentino: Rosario Central.
En el primer partido, los canallas hicieron respetar la localía que los había venido caracterizando a lo largo del torneo, venciendo al conjunto paisa 1 a 0, en un partido en el que Franco Armani armó una muralla en su arco y les quitó el grito de gol a los argentinos con tres atajadas de otro mundo en menos de cinco segundos. Atajadas que no le dieron ni tiempo a Raúl Taquini, narrador argentino, de relatar la jugada: “El remateeeee… Salva Armani… Está Rubeeeeeen… Armanii… Montooooshaaaaa… Armaniiii”.
Salvadas milagrosas de San Armani que evitó un 2-0 que hubiese podido ser lapidario para el conjunto paisa.
Qué cantidad de emociones las que se vivieron ese día Rosario. Ni pensar que esto sería solo un abrebocas para lo que vendría una semana después en la capital de Antioquia.
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Finalmente llegó el día, 19 de mayo de 2016. Sin duda era el partido más importante en lo que iba de año, algo que se demostraba hasta en la hora en que se había decidido abrir la puertas del estadio, 4:45 de la tarde, cuatro horas antes del pitazo inicial, lo que anticipaba una magnífica asistencia.
En la calle, todo hincha verdolaga que se respetara llevaba puesta su camiseta y todo aquel que apreciara el fútbol, sin importar su equipo u horario de trabajo, estaba pendiente de sintonizar el partido.
Eran las 4:53 p.m. y caminaba con un grupo de amigos por la avenida Colombia en dirección al estadio cuando un militar que estaba haciendo vigilancia con su fusil colgando del hombro y sus botas impecables me preguntó desde los interiores de la Cuarta Brigada: “Parce… ¿a qué hora es el partido?”
Le respondí y él con su cuerpo en el trabajo pero su mente en el estadio me respondió un “gracias”, alzando el pulgar de su mano izquierda.
La seguridad, a kilómetros aún del estadio, era impresionante: policías con equipos antimotines, cárceles móviles, incluso uniformados a caballo. Un oficial me contó que contaban con más de 500 hombres y tres anillos de seguridad. Era la primera vez en este año que reforzaban tanto la seguridad para un partido de fútbol debido a la gran presencia de hinchas del equipo contrario.
Llegamos a los alrededores del Atanasio Girardot y, a pesar de la gran presencia policial, los fanáticos todavía no se terminaban de acercar al complejo deportivo, era muy temprano. Mis amigos tomaron la iniciativa de tomarnos una cerveza antes de ingresar a la tribuna.
Sentados al frente de la puerta para abonados de oriental alta, el silencio que denota los nervios del grupo fue interrumpido por un habitante de calle con un bolso lleno de hilos verdes, negros y blancos: “Este es un brazalete de la buena suerte”, dijo mientras sostenía mi muñeca y me hacía uno alrededor: “No se lo pueden quitar hasta que el Nacional gane esta Libertadores”.
En ningún momento nos extrañó la cábala del señor, pero sí lo hizo el hecho de que no pidiera ni un centavo a cambio. Simplemente continuó caminando y haciéndole brazaletes a cualquiera que se le cruzara.
Un poco más relajados después de esa pola, pasamos la requisa y subimos a la tribuna. No importa los cientos de veces que haya ido a un estadio, siempre me emociona subir las escaleras, llegar a la tribuna y encontrarme con esa inmensa alfombra verde donde se hace tanta magia.
Pero esta vez lo que más me impresionó fue la cantidad de gente que, ambientada por los canciones de la banda de Los del Sur, ya estaba sentada tres horas antes del comienzo del partido.
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El equipo verde nos venía ilusionando desde el principio del campeonato con una fase de grupos casi perfecta; seis partidos jugados, cinco ganados, uno empatado, doce goles a favor y cero en contra, y unos números increíbles que lo colocaban como el mejor primer lugar de la ronda.
Pero también le causaba a algunos aficionados una especie de déjà vu que no terminaba con un final feliz. En 2012, bajo las órdenes de Santiago Escobar, Nacional también había descrestado en la primera fase clasificando de segundo en su grupo con una gran cantidad de goles. Entre esos un zapatazo de derecha que le metió Dorlan Pabón a Peñarol –equipo que le volvió a tocar enfrentar este 2016– de tiro libre a unos 40 metros del arco rival. Un derechazo que también quedó incrustado en la memoria de los hinchas verdes.
“Nos va a pasar lo mismo que en 2012 ¿recuerdas? Todos nos emocionamos con la fase de grupos y el golazo de Pabón y nos terminó sacando Vélez, de Argentina”, aseguró Juan David Correa en el programa de radio Desde la Banca, un día después de que el verdolaga pasara a octavos de final, donde vencería a Huracán.
Aunque era entendible su punto de vista, yo no lo compartía, me parecía muy negativo pero es una forma de ser hincha.
En todos los equipos, según me parece, los aficionados se pueden clasificar en tres tipos: aquellos que nunca tienen fe y viven lamentándose de cualquier error que se comete; los que son extremadamente positivos y les basta con ganar dos o tres partidos para empezar a decir que serán campeones, y, por último, aquellos que no se apresuran a hablar, que prefieren quedarse callados y vivir el partido a partido.
Yo soy más de esa última clase de fanáticos, aunque ahora no puedo negar que después de ese milagro de cuartos de final no paro de soñar con la copa.
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Eran las 6:20 de la tarde y, mientras un atardecer anaranjado caía sobre la tribuna norte, las personas buscaban pasar el tiempo. Algunos se concentraban en sus teléfonos con algún juego, otros hablaban de fútbol, otros tomaban gaseosa o compraban un helado a los vendedores que gritan; “Eeeeeyy, chococono, chococono”.
A tres sillas de mi puesto, un hombre moreno, fornido y de cabeza rapada puso en su celular el partido de Boca Juniors contra Nacional, de Uruguay, para ver la definición de penales.
La gente a su alrededor se le fue juntando, a tal punto que uno de sus amigos, que cargaba una gorra verde y una tímida barba, tuvo que agarrar el teléfono y alzarlo con su mano derecha para que la mayor cantidad de gente posible alcanzara a observar.
Cuando volteo a ver, unas 50 personas estaban pendientes de lo que estaba pasando en esa pequeña pantalla. La gente bromeaba y le gritaban al chico de la gorra verde: “¡Volumen, subí más el teléfono que no se ve!”
Empezó la tanda de penales e incluso los que no alcanzaban a ver se enteraban de lo que estaba pasando por el grito de gol de los que se encontraban en primera fila.
Pero el grito más fuerte vendría cuándo el colombiano Frank Fabra convirtió su penalti al estilo Panenka: irónico, hinchas verdolagas gritando el gol de un ex jugador del DIM en el Atanasio Girardot, minutos antes de que jugara el Atlético Nacional. Más gritos de gol eran los que estaban por venir…
8:40 de la noche y todo estaba listo. En el Atanasio Girardot no cabía ni un alfiler en las graderías. La barra ya estaba adentro y todos cantábamos al máximo con unos chorizos inflables verdes y blancos alzados que formaban un hermoso mosaico y que, al final, fueron a parar a la pista de seguridad de la cancha.
Empezó el partido y el increíble ambiente en el que nadie se quería sentar duraría hasta el minuto ocho, cuando el principal no dudó en cobrar una mano de Jonathan Copete adentro del área que Marcos Rubén transformaría en gol, enmudeciendo así a la gradería.
La gente no lo podía creer, se llevaban las manos a la cabeza, otros se desquitaban insultando al árbitro y una muchacha de gafas negras, cabello castaño y labios carnosos lloraba desconsoladamente.
Todos sabíamos que un gol de equipo visitante era lo primero que se tenía que evitar porque eso obligaba al conjunto paisa a tener que meter tres. ¡Vaya balde de agua fría!
La grada era una mezcla de sentimientos cuando en el minuto 35 el profe Reinaldo Rueda sacó a Sebastián Pérez y metió a Orlando Berrío, lo que ocasionó una serie de comentarios entre la gente.
“Ese no era el cambio, tenía que sacar a Magnelly o a Copete”, me dijo un muchacho de gorra blanca que estaba sentado al frente. Poco tardaría Berrío en asistir a Magnelly para un 1-1 que nos llenaba de esperanzas antes de ir al descanso. Y para también demostrarle al chico de gorra blanca que el profe sabía muy bien lo que estaba haciendo.
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Llegan los 15 minutos de descanso y mientras todos debatían sobre ese primer tiempo, criticaban a algunos jugadores, alababan a otros e incluso algunos fanáticos jugábamos a ser técnicos hablando de cuál sería el mejor cambio para la segunda mitad, los más pequeños, llenos de esa feliz inocencia -como me gusta llamarla- y sin dejarse alterar por factores externos, aprovechaban para jugar con ese colchón de chorizos inflables verdes y blancos que habían quedado en la pista de seguridad.
Pasa el tiempo, sale la terna arbitral y los niños recuerdan que están ahí para ver fútbol, así que dejan los chorizos a un lado y se unen a los adultos para sufrir juntos los últimos 45 minutos que definirían el futuro de Atlético Nacional en la Libertadores.
Con el pitazo del juez principal que daría inicio al segundo tiempo, entraría Andres Ibargüen en sustitución de Copete, cambio que causó gestos de aprobación en oriental alta.
Va pasando el tiempo y la tensión del juego no calla a los vendedores que se mantienen gritando “eeey, chococonoo choconoo”, mientras pasan entre las filas pidiéndoles disculpas a quienes están sentados e incomodan.
Pero a la vez que trabajan, muchos también se gozan el partido, como Yeison, quien tuvo la suerte de tener a un amigo que lo ayudó a entrar al negocio de vender mecato mientras observa a su equipo de toda la vida: “Soy hincha del verde desde la cuna”, dice mientras levanta su camiseta para mostrarme el escudo del equipo tatuado en sus costillas.
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Al minuto 50 la ilusión se vuelve más tangible que nunca cuando el “Lobito” Guerra marca el segundo gol gracias a un excelente pase de Marlos que lo deja mano a mano con el portero rosarino. “Gooool Venezuela, gol, no joda”, grité mientras caía al suelo por la cantidad de personas que llegaron a abrazarme.
Era un gol especial, era un gol de un compatriota mío que dejaba al Verde de la Montaña a una anotación de la siguiente ronda. “Venezolano, venezolano”, le gritábamos 45 mil espectadores, alabando lo que acababa de hacer.
Debajo de oriental baja, casi en la pista de atletismo, sin poderse levantar de su silla que lo acompaña a todos lados, celebraba José Nerbardo Zapata alzando los brazos y mirando al cielo. Un señor me contó que su pasión por los colores es más grande que cualquier discapacidad y que, por eso, cuéstele lo que le cueste, siempre va a acompañar al verde.
José solo puede recordar un partido que sea comparable con este por la intensidad con la que se vivió y fue una final contra América de Cali en 1981: “Era una final de liga, no era Libertadores, pero es que yo al América le tengo mucha bronca”.
Precisamente con bronca se vivían los minutos finales del encuentro. El portero de Rosario Central se tomaba todo el tiempo del mundo cada vez que le tocaba sacar de meta, lo que lógicamente provocaba los insultos y silbidos de toda la gradería. Además, los jugadores argentinos buscaban cualquier contacto para lanzarse al piso y pedir asistencia médica, lo que causaba la ira de los integrantes del equipo paisa que terminaban cayendo en la trampa.
La mesa estaba casi servida para los canallas. Era el minuto 90 y el cuarto árbitro había indicado que se darían cinco minutos de reposición. La hinchada tenía los nervios de punta, no se podía sentar y mucho menos dejar de cantar, había que alentar como si fueran los últimos minutos de nuestras vidas.
Alexis Henríquez, el capitán y central de Nacional, también estaba desesperado y había subido al área contraria a buscar cualquier balón aéreo que pudiera conectar.
La desesperación también jugaría en contra del equipo visitante ya que en el minuto 93 Marcos Rubén, ídolo del equipo argentino, tuvo un mano a mano para finiquitar el partido que San Armani pudo adivinar y devolverle el aire a las tribunas.
El juego ya no daba para más, faltaba un minuto para que terminara y del desespero se veía gente que se encontraba hasta orando.
El muchacho de gorra blanca parecía que se había resignado al sentarse con los brazos cruzados cuando Ibargüen agarra ese balón al borde del área y se va en diagonal hacia el tiro de esquina dejando a cuatro argentinos en el camino.
Él, que no es zurdo, se acomoda para lanzar un centro que Henríquez alcanza a peinar hacia un costado del segundo poste donde no había nadie, donde el balón saldría para una posterior demora del portero que terminaría con un saque de meta y un pitazo final…
O por lo menos eso pensé yo que, decepcionado, había cerrado los ojos por una milésima de segundo, milésima que bastó para que el primer cambió que algunos reprocharon y otros no entendimos, Orlando Berrío, se desmarcara en medio del área chica y le cambiara el rumbo a ese balón que, cuando volví a abrir los ojos, estaba traspasando la línea y quedando en la red.
“Gooooooooooooooooooooooooooooool”, se escuchó al unísono en el Atanasio Girardot.
Salté a abrazar al primer grupo de personas que vi que ni siquiera conocía. No me importaba, llevábamos 95 minutos juntos esperando ese momento.
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Todos lloraban, gritaban, saltaban y se quitaban la camisa de la felicidad mientras que en el campo se libraba una batalla. Los papeles acababan de cambiar, ahora eran los rosarinos los que desesperados buscaban otro gol y los del equipo paisa los que se tiraban al suelo y perdían tiempo.
Cae el minuto 101 por todas las demoras que surgieron en el tiempo extra y el arbitro uruguayo Andrés Cunha alza su brazo izquierdo y hace sonar el silbato tres veces para anunciar el final del partido y la clasificación a semifinales de un equipo que la guerreó hasta el último minuto.
La emoción era indescriptible. “Chaaooo”, le decían algunos aficionados, moviendo la mano, a los jugadores del Rosario que, mostrando una actitud de malos perdedores, buscaron agredir a varios jugadores verdolagas. Pero estos, llenos de grandeza, no cayeron en provocaciones y se fueron a celebrar con la barra de Los del Sur para luego continuar a los camerinos.
“Hijo, Nacional me puso a llorar como un bebé, qué belleza”, me decía un señor con la cara llena de lágrimas en las escaleras de salida del estadio, mientras en el fondo se escuchaba la canción que me dejaría afónico por una semana y que además quedaría incrustada en mi mente hasta en los sueños de esa noche producto de un gol mágico.
“Vamos todos juntos, la hinchada, los jugaadooreees, a ganar de nuevo la Copa Libertadoooreees….”